Bette Davis, un fenómeno irrepetible
Alguna vez, Bette Davis se acusó a sí misma de ser una tonta por ir a Hollywood, un lugar para las platinadas "donde las piernas importan más que el talento". Ella -no muy alta, ojos saltones- no tenía demasiada belleza para ofrecer, pero le sobraba carácter, además de dotes histriónicas, inteligencia para emplearlas y tenacidad para luchar por sus objetivos. Esas armas le bastaron para hacerse un lugar entre los rostros bonitos y lánguidos y para demostrarse a sí misma que no había sido tan tonta. A puro talento, creció hasta ocupar un lugar central en la historia de Hollywood: hoy no hay lista de grandes de la pantalla que no la tenga en los puestos más altos. Cuestión de personalidad y de atrevimiento: la chica venida de Massachusetts se animó a personajes que mostraban el costado menos amable de la naturaleza humana, papeles que otras actrices habrían rechazado por temor a manchar sus idealizadas imágenes. En el principio, como cuando confirió fascinación a la maligna femme fatale de Cautivo del mal (1934), porque no tenía nada que perder; después, cuando ya era una estrella consagrada, porque podía extraer infinidad de matices de esas mujeres neuróticas y/o sufrientes, a veces verdaderos modelos de egoísmo, vileza o perfidia. Su imagen pública no corría peligro: todo el mundo sabía que Bette Davis no era otro producto más, vistoso y hueco, de la fábrica hollywoodense, sino una mujer de personalidad definida: temible cuando soltaba la lengua; difícil de doblegar cuando defendía el modo de encarar un papel; irónica y combativa hasta quebrar todas las formalidades, como cuando publicó con su nombre el famoso aviso en Variety : "Actriz busca empleo. 30 años de experiencia en el cine, capaz aún de moverse y más afable de lo que dicen los rumores".
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Ni su biografía ni su filmografía de unos cien títulos caben en pocas líneas. Mucho menos sus dichos y su anecdotario, que en estos días ha vuelto a ventilarse con motivo del centenario de su nacimiento, cumplido el sábado. Baste recordar que desde siempre necesitó de la atención de los otros: que rodó su primer film en 1931 y el último en 1989, y que debió superar unos cuantos fracasos en sus comienzos, tanto en teatro como en cine, antes de llegar a ser "la primera dama de la pantalla norteamericana", como se la llamaba en los 30 y 40. Espectadores de toda edad guardarán en la memoria imágenes de ese prolongado trayecto. Habrá quienes la recuerden como la altiva Jezabel (1938), personaje que le dio su segundo Oscar (el primero había sido tres años antes por Peligrosa , papel que le disgustaba). Otros preferirán evocarla como la insegura actriz que padece en La malvada (1950) el paso de los años y el arribismo de su secretaria. O como la envidiosa ex niña prodigio de ¿Qué pasó con Baby Jane? (1962), que le dio una nueva generación de admiradores.
Y aunque hubo en su carrera muchos films mediocres, en los que parecía redoblar esfuerzos para compensar la endeblez del guión, también son muchos los que le permitieron concretar creaciones memorables, de la fría asesina de La carta (1940) y la intrigante de La loba (1941), a la acaudalada enferma de Amarga victoria (1939), la enamorada de La extraña pasajera (1942), donde mostraba que era capaz de todo, incluso de un personaje romántico; la alucinada protagonista de Cálmate, dulce Carlota (1965) o la anciana ciega de Las ballenas de agosto (1987), con la que Lindsay Anderson le regaló una conmovedora despedida del cine al lado de otra gloria: Lillian Gish.
La lista puede extenderse y cada uno sabrá añadir los títulos de su preferencia. Todos servirán para corroborar lo que es sabido e indiscutible: no habrá ninguna igual.
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