Bernardo Bertolucci, un cineasta singular, problemático y febril
Bernardo Bertolucci –que murió hoy, a los 77 años, en su casa de Roma – estaba enfermo desde hacía tiempo. Su cine en el siglo XXI fue escaso: dos participaciones en películas colectivas y apenas dos largometrajes enteramente propios. Y lo de enteramente propios no tiene que ver solamente con que fueran dos películas con él como único director apuntado en los créditos. Claramente su cine era el de un autor, y de los más apasionados: cine filmado y además firmado, con decisión y convicción. En ocasiones, esa convicción podía volverse en contra de su propio cine, como ocurrió con el misticismo ocre y casi aceitoso de Pequeño Buda, y también con la glorificación casi fanática de los gritos de los 60 en ese panfleto demagógico y vocacionalmente erótico llamado Los soñadores. Pero su cine fue siempre otra cosa, o mejor dicho otras cosas, porque la tendencia a la homogeneidad no estaba entre sus características más sobresalientes. Su personalidad intensa, sus declaraciones –algunas recientes y deplorables, por cierto; otras muchas, la mayor parte en el siglo XX, de gran nivel de agudeza, inteligencia y visión–, así como su voracidad y versatilidad cinematográficas lo convirtieron en uno de los cineastas clave de las últimas cuatro décadas del siglo que dejamos atrás hace ya casi veinte años. Tan clave era su obra, tan contraseña eran las iniciales BB que Luca Prodan preguntaba cantando si "¿Te gustó el nuevo Bertolucci?".
Hasta ayer, Bertolucci estaba en el mundo pero el mundo ya no se conmovía y temblaba en términos contemporáneos con su cine. El siglo XXI no estaba para cineastas como BB, y BB casi no estuvo en el siglo que transitamos hoy. Pero su cine anterior dejó marcas perdurables, algunas incluso negativas, como se ha dicho de la salud y la carrera de Maria Schneider, protagonista de Último tango en París; una película tan volcánica y contradictoria como para que tengamos miedo de volverla a ver y que haya envejecido mucho, y también tenemos temores y temblores de que siga llegando a núcleos abismales con el convencimiento (citando a Jean Cocteau) de que los éxitos nos conectan con la piel de una época (o de muchas).
Último tango en París conectó con muchas cosas más,como con el estado de la censura en muchas partes del mundo: en muchos países motivó causas judiciales, prohibiciones y estrenos muy muy tardíos, además de público enardecido, de la variante fascinado y también de la variante ofendido. Y también motivó una competencia celosa entre dos músicos argentinos por la banda sonora: fueron candidatos a hacerla Astor Piazzolla y Gato Barbieri, y ganó el flamígero saxofonista rosarino.
Con la muerte de Bertolucci la sensación de que se uno de los más grandes es evidente. Es incluso más: se fue uno de los singulares, para los cuales no hay reemplazo en términos de "artistas similares". Ya es hora de mencionar a su película más exitosa en términos de recorrido global y premios, El último emperador, que ganó nueve Oscar, incluido el que hasta el momento es el único otorgado a un realizador italiano en la categoría de dirección. Esa película con algo de gigantismo –pero no tanto como pensó la cinefilia más desconfiada– supo ser el ejemplo de la idea de espectacularidad cinematográfica en la sala para la campaña local contra el reinado del VHS. Allí, cuando los señores llegaban con una escalera y unos pinceles y convertían al lienzo gigante (de, por ejemplo, el cine Gaumont) en un pequeño televisor, las imágenes achicadas eran de ese film famoso de Bernardo Bertolucci. Pero esa no fue su mejor película, y probablemente no lo haya sido tampoco la otra ya mencionada también con la palabra "último" en el título.
Al mejor Bertolucci hay que buscarlo en otras zonas, como por ejemplo en su cine más frontalmente político. Luego de sus comienzos en los sesenta con algunas influencias de Pier Paolo Pasolini (a quien admiraba y de quién aprendió trabajando con él, aunque BB siempre dijo haberse nutrido en buena medida de La diligencia de John Ford y el cine clásico norteamericano en general, y de la formación cinéfila en la Cinemateca Francesa), en 1970 Bertolucci ayuda a inaugurar la mejor década de la historia del cine y presenta una de las más deslumbrantes películas de la historia, y esto no es una hipérbole. El conformista es una de esas películas que en su momento fueron suficientes para revivir toda esperanza en el arte cinematográfico, una que podía hacer exclamar, y con sustento, que el cine jamás iba a morir.
En el apuro de escribir una necrológica uno revisa partes de esta obra maestra sobre oscuridades diversas (el fascismo, lo acomodaticio, la violencia) y se deslumbra inmediatamente, y queda maravillado –una vez más– ante esas imágenes, esos movimientos, esa narrativa y muchos etcéteras. La fotografía fue de Vittorio Storaro, la música de Georges Delerue y el montaje de Franco Arcalli. Basta revisar esas tres carreras para entender de qué niveles, de qué colores y movimientos de cámara y otras maravillas estamos hablando. Jean-Louis Trintignant y Dominique Sanda, ambos parte de El conformista, iban a protagonizar originalmente Último tango en París, pero esa es otra historia.
La otra gran película política de Bertolucci fue Novecento, una de esas obras enormes (más de cinco horas de duración) que pudieron contar con voracidad, bestialidad, alevosía, deseo, carnalidad, perspectiva histórica la historia con mayúsculas del propio país. La historia más complicada de contar; y meter todo eso de esa forma alejada de cualquier minimalismo y cualquier idea equivocada de "menos es más" y elevarse por encima de todo, incluso del doblaje y de las posibilidades de que todo se vuelva pretencioso, y de usar con grandeza algunos de los momentos más potentes (y esto es decir bastante) que supieron ofrecer Robert De Niro y Gérard Depardieu . Novecento es una de esas películas que hoy en día podemos pensar como improbables y cercanas a lo imposible, o dejadas a merced del formato de "la serie" (el Bertolucci del siglo XXI, dicho sea de paso, valoraba mucho a Breaking Bad).
Hay otra zona fundamental e insoslayable de la obra de Bertolucci, que entre tantas menciones y recuerdos a El último emperador y Último tango en París hasta quedan como películas que a estas alturas pueden verse como de presencia sigilosa, casi sutil, aunque alguna de ellas haya causado no poco escándalo en su momento. Esa zona es la de las películas de amor, un cuarteto que tiene a La luna (algunas de sus claves fueron nada menos que psicoanálisis e incesto) como punto de partida, y que luego fue continuada con una de esos relatos ingrávidos, casi milagrosos en términos de logros: Refugio para el amor, basada en El cielo protector de Paul Bowles. Luego llegaría la muy injustamente no estrenada en cines en la Argentina Belleza robada y unos años después, para cerrar el siglo XX del director, Cautivos del amor, una película reverenciada y adorada, tal vez demasiado, quizás por mucha gente que no había visto La luna ni Refugio para el amor, que llegaba "al nuevo Bertolucci" casi sin otros Bertolucci previos. De todas maneras, esa película protagonizada por Thandie Newton y David Thewlis (BB logró dotarlo de encanto) fue otra prueba de la capacidad de seducción en movimiento de un cineasta que supo ser de los más grandes en el siglo en el que el cine fue más grande: un cineasta cabal, apasionado, problemático y febril.
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