Armageddon: una película sin cerebro convertida en obra de arte que, 25 años después, todavía fascina al público
Pese a las malas críticas de la época, la película de Michael Bay fue el mayor éxito de 1998, dio a Bruce Willis su último gran papel como héroe de acción y ha sido reevaluada como un clásico
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Con la voz en off de Charlton Heston recordando la extinción de los dinosaurios y alertando de la posibilidad de que otro letal meteorito golpee la Tierra daba comienzo la película más taquillera de 1998. El título, Armageddon, explotaba al aparecer en la pantalla, para dar inmediatamente paso al nombre de la estrella titular de la superproducción, Bruce Willis.
Este mes de agosto se cumplen 25 años de la llegada a las salas argentinas del taquillazo que marcó un nuevo hito en la escalada espectacular emprendida por el cine de los noventa hacia la orgía explosiva, el desastre, los conceptos argumentales imposibles y la épica patriótica. La apoteosis de aquello tantas veces categorizado como “norteamericanada”, a cuya carga despectiva su director Michael Bay parecía responder con la cabeza alta esparciendo tropecientos planos de la bandera estadounidense ondeando por el metraje.
De no ser por su adrenalínico e histérico ritmo, con cortes, por lo general, de un máximo de dos o tres segundos de duración, la película se situaría plenamente en las coordenadas del llamado “cine de padres”. El crítico de The Ringer Kevin Clark explicaba que los “hombres corrientes [y maduros] enfrentándose a situaciones extraordinarias” eran “el alma del género”. Y eso es lo que netamente ofrece Armageddon, excitada exaltación del obrero eterno que pone en su sitio al mandamás de Washington y al “sabelotodo” de la NASA para ir él, personalmente, al espacio a “dar una patada en el culo al asteroide” que amenaza con extinguir la humanidad. Los tremebundos términos en los que se mueve la trama son los siguientes: un meteorito “del tamaño del Estado de Texas” se dirige hacia nuestro planeta, y la única forma de pararlo es detonar una bomba en su interior. Para ello, la NASA recluta al jefe de una petrolera (Willis), que pone al servicio de la misión a sus trabajadores “con la condición de no pagar más impuestos”.
“Pregunté a Michael Bay por qué era más fácil enseñar a perforadores a ser astronautas que enseñar a astronautas a ser perforadores, y él me dijo que cerrase la puta boca”, rememoraba en los comentarios del DVD Ben Affleck, la otra estrella de la película, cuya relación con el personaje de Liv Tyler, hija en la ficción de Willis, aporta la trama romántica; pegote añadido por el guionista no acreditado Scott Rosenberg a rebufo del éxito de Titanic (1997). Como Affleck, el grueso de la crítica de la época se dio de bruces contra un muro al intentar analizar desde un prisma racional el enfrentamiento de estos gritones perforadores contra un meteorito con gravedad propia y sobre el que, de paso, acaecen terremotos o se enfrentan a episodios de demencia especial, enfermedad inventada por el guion y basada en que la exposición al espacio induce ataques maníacos de violencia a algunas personas.
Pero para su autor, evidentemente, lo importante era la emoción y el espectáculo: “Ya sé que no puede haber fuego en el espacio, pero es una película”, argumentaba Bay también en los contenidos extra de la edición doméstica, mismo espacio donde el productor Jerry Bruckheimer destacaba, a modo de cumplido, la habilidad del cineasta para “pensar como un niño de 14 años”. Bruckheimer había sido el padrino de Bay, director procedente del mundo del videoclip, en sus dos películas anteriores: Dos policías rebeldes (1995) y La Roca (1996).
La película, que costó 140 millones de dólares, recaudó más de 550 millones en todo el mundo, cifra que le permitió superar holgadamente a su competidora directa, la también exitosa Impacto profundo, estrenada en mayo de 1998 y también en torno a un amenazante asteroide. La producción dirigida por Mimi Leder, no obstante, contó con mayor estima por parte de la comunidad científica (la NASA, que colaboró en Armageddon con la esperanza de que la película fuese tan útil para atraer nuevos reclutas como Top Gun lo había sido en 1986 para la Marina, hizo añadir al final de la película de Bay un mensaje clarificando que no avalaba ni el contenido ni el retrato que ofrecía de sus profesionales). Fue el último gran papel de héroe de acción de Bruce Willis, que el año siguiente obtuvo mejor prensa por El sexto sentido (1999), y la banda Aerosmith logró, por primera y última vez en su carrera, liderar la lista Billboard de sencillos más vendidos gracias a la balada “I Don’t Wanna Miss A Thing”, omnipresente en la narración. Todo queda en familia: el cantante Steven Tyler, por si quedara alguien sin saberlo, es el padre real de Liv Tyler.
Cine de autor
“Es una película fundamental, junto a Día de la independencia [1996, del gran rival de Bay en materia de catástrofes: Roland Emmerich], para entender la evolución de un blockbuster de aventuras hacia otro más de tipo hiperespectacular, de caos y efectos especiales. Influye de manera determinante en aquello en lo que estamos inmersos ahora. No se pueden entender las películas de Marvel, por ejemplo, sin estas largas secuencias de destrucción y acción”, dice a ICON Yago Paris, investigador predoctoral en Estudios de Cine, con una tesis sobre Michael Bay en proceso de desarrollo.
En opinión del también crítico, el director, al que considera “claro heredero de Tony Scott” –responsable de la antes mencionada Top Gun y otra gran figura de confianza de Bruckheimer– no ha obtenido el reconocimiento que merece por hacer un cine tantas veces reducido a clisés como su gusto por “dedicarse a destruir cosas” o el frenesí de sus imágenes, siempre acompañadas de música incidental y vinculado a una cultura de déficit de atención y sobreestímulo. “Armageddon es el primer tráiler de 150 minutos, un asalto a los ojos, los oídos, el cerebro y el sentido común”, declaró a este respecto, en su día, el popular periodista cinematográfico Roger Ebert.
“Incluso cuando se le reconoce como autor se le reconoce como mal autor, se le mira por encima del hombro”, añade Paris. “Los que le defienden lo hacen desde el cinismo cool, no se le toma en serio. Me parece flagrante la falta de bibliografía que hay sobre él”. Uno de los pocos trabajos consagrados de forma sincera a la obra del también responsable de la saga Transformers es Michael F-ing Bay: The Unheralded Genius of Michael Bay Films, publicado en 2014 por el guionista Adam Mallinger, más conocido como The Bitter Script Reader, que explica que lo escribió dándole a Bay “el beneficio de la duda de que, tal vez, sepa bien lo que hace”. “Los críticos profesionales han insistido en su estilo visual videoclipero, lleno de cortes rápidos, tomas en movimiento y mujeres sensuales. Pero, aunque el éxito comercial y el arte con significado no tienen por qué ir de la mano, ¿puede un cineasta dar siempre en el blanco con el público sin estar haciendo algo bien artísticamente?”, se plantea en el libro.
No son los únicos en salirse del viejo consenso negativo contra el director, en los últimos años un tanto caduco, como acreditó el más positivo recibimiento del que disfrutaron en la pasada década Sangre, sudor y gloria (2013) o 13 horas: Los soldados secretos de Bengasi (2016). The Criterion Collection, el prestigioso sello dedicado a distribuir “importantes películas clásicas y contemporáneas”, incluyó el título en su selección, codeándose con otros títulos del catálogo como Los 400 golpes (1959) o Persona (1966). “Armageddon es una obra de arte de un artista de vanguardia maestro del movimiento, la luz, el color y la forma, y también del caos, el deslumbramiento y la explosión”, sostiene la historiadora cinematográfica Jeanine Basinger en su ensayo para Criterion. “Nunca es confusa, nunca es aburrida y nunca es menos que una combinación brillante de lo que se supone que deben hacer las películas: contar una buena historia, representar personajes a través de acciones, invocar una respuesta emocional y entretener de manera simple y directa, sin pretensiones”.
Con J.J. Abrams, el cocreador de Lost (2004-2010) y de la última trilogía de Star Wars, entre su batallón de guionistas, Armageddon marcó también las carreras de su denso reparto. Además de alargar la leyenda de Bruce Willis, ya retirado por padecer demencia frontotemporal, la película impulsó la trayectoria comercial de jóvenes como Affleck, Tyler u Owen Wilson, reforzó a Steve Buscemi, Billy Bob Thornton o Peter Stormare (cuya interpretación con acento impostado fue descrita por el escritor Brandon Zachary como “la representación más caricaturesca de un ruso desde Las aventuras de Rocky & Bullwinkle”) como secundarios de lujo y musos del cine indie a tiempo parcial y, además, descubrió al ya fallecido Michael Clarke Duncan, que contó aquí con su primera oportunidad de peso y, un año después, fue nominado al Oscar por Milagros inesperados (1999).
En 2013, un malentendido con un periodista del Miami Herald llevó al medio a publicar una información en la que se atribuía a Michael Bay una frase arrepintiéndose de Armageddon y justificando, al parecer, sus resultados artísticos en la premura con que se realizó, 16 semanas. El regocijo entre sus detractores duró poco. Tan pronto como la entrevista se publicó, Michael Bay acudió a su blog para explicar que lo que lamentaba era haber tenido tan poco tiempo para perfeccionar el montaje, particularmente, de su tercer acto. Vamos, que Bruce Willis no nos salvó penetrando al interior de un meteorito para ahora agachar la cabeza: “Es una de las películas más emitidas de la historia de la televisión. Estoy orgulloso. Nunca me disculparé en lo más mínimo por Armageddon”.
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