Aplausos para Romy Schneider
Tenía que ser en Cannes, el festival que tantas veces se deslumbró ante su presencia luminosa, en vivo o en la pantalla. Y tenía que ser Alain Delon, por obvias razones profesionales y sentimentales. Al eterno galán, de regreso en la Costa Azul después de muchos años, le tocaba entregar el premio a la mejor actriz. Cuando llegó el momento ("Yo no suelo hacer las cosas como todo el mundo", se disculpó), decidió salirse del libreto para dirigirse directamente a los presentes en la gala de clausura: "¿Me atreveré a pedirles 25 segundos de aplauso para una mujer excepcional que nos dejó hace exactamente 25 años?" Estaba hablando, claro, de Romy Schneider, trágicamente fallecida el 29 de mayo de 1982, a causa de una sobredosis de psicofármacos -como se rumoreó en su momento-, o "del agotamiento de su cuerpo y de su alma", como interpretó Paris-Match .
El aplauso duró mucho más: no se ha apagado el recuerdo de la actriz austríaca de nacimiento y francesa de corazón: el espacio que dejó vacante en el cine europeo sigue sin ser ocupado. Ya se sabe que no todos los días nace una estrella, porque para alcanzar esa condición no basta con la belleza: también hace falta personalidad, y a Romy le sobraba de las dos. Si a esos rasgos se les suman una popularidad que nunca decayó, una historia hecha de triunfos artísticos y tormentos personales y las circunstancias de su temprana muerte, se comprende que haya sido elevada a la categoría de leyenda. Por tanto, irreemplazable.
Hija y nieta de artistas -su madre, Magda Schneider, popular estrella cinematográfica desde los treinta, la acompañó varias veces en el cine; su abuela, Rosa Retty, fue una gran actriz de teatro-, la chica nacida en Viena el 23 de septiembre de 1938 e inscripta como Rosemarie Magdalena Albach asumió temprano el legado artístico familiar: sus primeros éxitos fueron en el internado de Salzburgo donde estudiaba. Temprano también conoció la desdicha al producirse en 1945 el divorcio de sus padres. Taciturna y retraída, ya soñaba con seguir los pasos de la madre. Con ella debutó en un film alemán, Lilas blancas , en 1953. Ni la belleza ni la naturalidad de la joven actriz pasaron inadvertidas; un par de títulos más la condujeron a su primer film de época: Los años jóvenes de una reina . Detrás de la cámara estaba Ernst Marishka, con quien rodaría la larga y decisiva serie de Sissi.
Pronto, la princesita adolescente de la pantalla, que había ganado notoriedad con el ingenuo y dulzón cuento de hadas supo que el cine le tenía reservados otros papeles menos ligeros, a veces próximos a la tragedia. De la mano de Luchino Visconti, sufrió en 1961 una brusca transformación: dejó los miriñaques, perfeccionó su francés, extrajo de su interior un vigoroso temperamento dramático y deslumbró, primero en el teatro, al lado de Alain Delon, con quien formaba entonces la pareja ideal de las revistas, en Lástima que sea una perdida ; después en cine, vestida por Chanel y luciendo una despreocupada elegancia aristocrática en "El trabajo", el mejor episodio de Boccaccio 70 .
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En seguida Alain Cavalier la quiso para Le combat dans l île y Orson Welles para El proceso , antes de cumplir compromisos con Hollywood, entre ellos una comedia escrita por Woody Allen ( ¿Qué pasa, Pussycat? ). Pero era el drama su territorio y Europa su ámbito, en especial Francia. Allí se reencontró con Delon (en La piscina , de Jacques Deray) y allí concretó otros trabajos memorables en Lo importante es amar (Andrei Zuklawski), Claro de mujer (Costa-Gavras), La muerte en directo (Bertrand Tavernier) o La banquera (Francis Girod). Allí se encontró también con el cineasta que mejor supo desnudar su vulnerabilidad Claude Sautet en títulos rodados entre 1969 y 1978: Las cosas de la vida , El inspector Max, César y Rosalie, Mado, Una historia simple . "Tenía una vivacidad animal, capaz de cambios de expresión radicales, iba de la agresividad más dura a la dulzura más sutil -decía de ella Sautet-; era atormentada, pura, violenta, orgullosa y se entregaba a un personaje desde el primer ensayo."
Romy Schneider dejó huella en el cine europeo de su época, pues dotó a sus personajes de una conmovedora humanidad, quizás impregnada por los dolores de una vida colmada de desgracias, la más amarga de las cuales -la absurda muerte de su hijo, atravesado por la reja del jardín de sus abuelos que había querido escalar-, la hundió en el desconsuelo y precipitó el final.
De la parábola artística recorrida por Romy Schneider queda un ejemplo rotundo: en 1972, volvió en Ludwig (Visconti) a ponerse en la piel de Isabel de Austria, no ya la blanca Sissi de sus comienzos, sino la emperatriz al mismo tiempo tierna y dura, frágil y veleidosa. Esa expresión altiva y burlona, como las de tantos otros de sus rostros, invariablemente bellos, son imposibles de olvidar.
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