Hurgando en su mirada aún hay rastros de aquella niña que conmovió a todo un país. De esa personita que sedujo al mundo. Todavía se vislumbran las pecas sobre la piel blanca y algunos rizos que le dan, a sus 38 años, un aire adolescente. Alejada de los medios desde hace dos décadas, Analía Castro, “la nena” de La historia oficial, como la recuerdan todos, dedicó su vida a la familia. Se casó muy joven con Fernando, quien era su jefe en la empresa de catering donde trabajaba, y tuvo dos hijas: Oriana, que ya cumplió los 16, y Valentina de 13.
Su paso por la industria fue breve, pero inusualmente laureado. El film de Luis Puenzo, ganador del Oscar de la Academia como Mejor película de habla no inglesa en 1986, arrasó en las boleterías con una taquilla que se acercó a los dos millones de espectadores. Por la temática y la excelencia de sus actores protagonistas, el film recorrió el mundo acompañado por las mejores críticas que, desde ya, elogiaban también la tarea de Analía, acaso una de las actrices más precoces en participar en una producción con estos logros y nivel de compromiso ideológico.
Crónica de un final anunciado
A contramano de estos tiempos en los que se enaltece la fama y el reconocimiento público, ella eligió otro rumbo. Podría haber continuado el derrotero de tantos niños prodigio que, ya adultos, construyen una carrera que va mutando en sintonía con la edad. Su modelo aspiracional no fue el de los internacionales Drew Barrymore, Daniel Radcliffe, Mara Wilson o Dakota Fanning. O el de los locales Andrea del Boca, Pablo Rago, Gloria Carrá o Gabriela Toscano, que descollaron de pequeños y conservan, en la actualidad, un muy buen sitial en la industria del entretenimiento.
A Analía sin fama se la ve feliz. No hay en ella un sólo indicio de arrepentimiento. No extraña. Y hasta se compadece de aquellas celebridades que no pueden caminar libremente por las calles sin el saludo o la consabida foto tomada con el celular por algún fanático. No hay en el living de su coqueto departamento de Belgrano, con vista a la cúpula de la Abadía de San Benito, ningún registro que revele su pasado estelar. Las fotos retratan los viajes en familia. Y las únicas estrellas de la casa son su perro Walas, en honor al cantante de Massacre, y la gata Jackie, en homenaje a Jack Bauer de la serie 24.
Era adolescente cuando, charla mediante con sus padres Nora y Osvaldo, decidió que su tiempo bajo las luces de los sets se había vencido. Analía dio vuelta el naipe y comenzó a transitar esa otra cara de su vida. Una nueva vida. Distinta. Como la que podían llevar adelante sus amigas del colegio o sus vecinas de Lanús. Un saludable lado B.
-¿Cómo tomaste la decisión de alejarte?
-Me llegaban ofertas y las iba rechazando.
-Recibir propuestas laborales es casi una bendición en el gremio de los actores. ¿Por qué no querías seguir si tenías esa convocatoria de parte de los productores?
-No hay una sola razón. Ya no me interesaban los papeles que me ofrecían, no estaba dispuesta a sucumbir frente a ciertas imposiciones con respecto al aspecto físico, la actividad no me divertía como antes y, fundamentalmente, quería llevar una vida normal lejos de la fama.
-¿Te asustaba la notoriedad?
-Hoy me asusta más que antes. A partir de las redes, siento que lo que pasa es muy agresivo. Eso me da miedo. No quise, ni quiero, perder la intimidad, ni dejar de hacer las cosas que hago. El otro día, en un supermercado de Punta del Este, vi cómo la gente le tomaba fotografías sin parar a Yanina y Diego Latorre. No podían caminar. Esa no es vida. No me gustaría que me sucediese algo así.
-Hablabas de imposiciones con respecto al físico. ¿En qué consistían?
-A los 11 años, lógicamente, no tenía cuerpo ni de nena ni de mujer. Fue una época donde me empezaron a presionar por el tema del peso, pero yo era chica aún y no me iba a privar de comer un alfajor. Además, los temas de las ficciones que me ofrecían tenían que ver con adolescentes de 16 o 17 años, así que mi mamá comenzó a poner límites y a bajar mi nivel de exposición. Mi representante, Pedro Rozón, también me defendía mucho, era un buen filtro.
-¿Cuándo cortaste definitivamente con el medio?
-Cuando comencé el secundario, dije basta.
Un episodio de la serie Detective de señoras, protagonizada por Fernando Lúpiz y César Pierry, fue el último trabajo artístico de Analía. De ahí en más, a disfrutar de una vida alejada de los artificios de la fama.
-¿Alguna vez sentiste añoranzas por tu trabajo como actriz?
-Hubo épocas en las que extrañé mucho. Miraba la tele y decía: “Ese papel lo podría estar haciendo yo”. Pero también me ha pasado de ir a un casting, sentirme cómoda en la espera, familiarizarme con los técnicos, pero darme cuenta que no me iba a bancar la rutina que me esperaría y la repercusión pública que traería aparejado el proyecto.
-¿Seguiste alguna carrera universitaria?
-Cuando terminé el secundario tenía la intención de comenzar Psicología.
-¿Por qué no se dio?
-Empecé a trabajar como camarera en una empresa de catering y me enamoré de mi jefe. 19 años después, sigo con él. Nos casamos y formamos una hermosa familia. Elegí ser ama de casa y criar a mis hijas.
-Ahora que tus nenas están grandes, ¿no te ilusiona regresar al medio?
-Podría ser. Lo estoy pensando. Quisiera hacer stand up y teatro. Eso me interesa más que la televisión. Tuve la suerte de formarme dos años con Lito Cruz, una buena escuela para regresar al ruedo.
El juego de la actuación
A pesar de lo que sostenía Hermann Hesse, quien desconfiaba de la providencia azarosa, muchos de los acontecimientos más trascendentes de la vida llegan sin previo aviso, impulsados por esa cosa llamada casualidad. Algo de eso le sucedió a Analía Castro. Ella bien puede testimoniar en favor de ese destino marcado, de esos hechos no buscados, pero que arremeten para modificarlo todo. “La leyenda cuenta que, a los dos años, había ido a Canal 13 a ver el programa Anteojito y Antifaz y que, en un corte, mi mamá me llevó a tomar la leche a un bar cercano. Allí me vio la directora artística del canal, con quien me puse a conversar con mucha desinhibición, tal como era mi estilo. Quedó tan impactada con mi desparpajo que me regaló un alfajor. No era lo que se dice una nena tímida. Tal impresión le causé que le pidió el teléfono a mi mamá. Al poco tiempo, me llamaron para hacer la novela Amada con Libertad Lamarque”, recuerda.
-Un debut de lo más auspicioso junto a una estrella internacional.
-Tuve mucha suerte porque siempre trabajé con actores muy grandes, muy reconocidos, que me enseñaron mucho.
-¿Te entretenía actuar?
-Me divertí siempre. Para mí, no era un trabajo. Tal es así que antes de grabar me tenían que buscar por todo el canal porque siempre estaba jugando en algún lugar insólito. En los estudios de Martínez, donde se grababa Amada, había un tanque australiano con un sapo que era mi mascota. ¡No me podían mover de allí! ¡Era terrible!
-¿Siempre estabas dispuesta a grabar? ¿No te cansabas?
-Lo pasaba muy bien, pero las palabras de mi mamá siempre eran las mismas: “El día que Analía no quiera ir, no irá. Si Analía tiene ganas de irse, se va”. Eso siempre se lo aclaraba a mi representante y a quienes me contrataban. Si yo estaba cansada, se respetaban mis tiempos.
-Siendo tan pequeña, aún no escolarizada, ¿cómo aprendías la letra?
-Mi mamá dice que ella me leía todo el libreto una sola vez y que ya me quedaba. Luego me leía los pies y yo decía mis parlamentos.
La nena que ganó el Oscar
“No tenía ni idea sobre qué se trataba la película. Para mí era como ir a jugar. Creo que entendí lo que significaba, recién a los 12 años”, recuerda Analía sobre la experiencia de ser parte del elenco de La historia oficial. Es que la actriz contaba con tan solo cuatro años cuando le dio vida a Gaby, el conmovedor personaje que era uno de los núcleos de disparador del conflicto del relato. En torno a la adopción de Gaby giraba la tensión dramática del film. La apropiación ilegal que había cometido su padre con sombríos vínculos con el poder de turno, interpretado por Héctor Alterio, y la ignorancia al respecto de la madre adoptiva, en manos de Norma Aleandro, conformaron el trágico eje de un material primigenio en la denuncia de los oscuros tiempos de la dictadura militar que azotó a la Argentina desde el 24 de marzo de 1976.
-¿Ves seguido la película?
-La vi solamente seis veces porque me da mucha tristeza. Cada vez que lo hago, entiendo algo nuevo y me angustio. Me afecta mucho más ahora que soy mamá, no paro de llorar durante la proyección.
Analía Castro nació el 6 de agosto de 1979. Aunque aún eran tiempos dictatoriales, su memoria se vincula con la era democrática: “Mi conciencia es Raúl Alfonsín, así que no puedo entender qué fue lo que sucedió en esa época, por qué tenían que ocurrir esos hechos. Siempre me invitan a dar charlas en los colegios de mis hijas y en esas reuniones yo les propongo a los chicos que se pongan en el contexto, en la época de la película para poder entenderla”.
-A partir de todos los valores reconocibles que tiene la obra de Luis Puenzo, ¿por qué creés que la película, y sus personajes, siguen tan vivos en la memoria colectiva?
-Es conmovedora la historia de esta mujer que siempre quiso tener un hijo y que nunca se preguntó quién era realmente su marido o de dónde provenía la nena. La película plantea muy bien la cuestión del no te metás que, incluso hoy, sucede en muchos aspectos.
-¿Considerás que el mantener viva la memoria es uno de los aportes esenciales del arte en torno a temas tan sensibles como los que toca la película?
-Todos cargamos con esa historia, pero nada se repite si hay memoria, si uno se acuerda. Los tiempos cambiaron y hoy se vota y con eso se decide el destino del país. Alguna vez, mi hija mayor me preguntó si aquello podría volver a suceder y yo le respondí que no. Pienso que hoy la gente no se callaría la boca. El arte sirve para recordar.
Intimidades de un clásico
-¿Cómo llegás a La historia oficial?
-La mamá de Luis Puenzo me vio en Amada y propuso mi nombre. En realidad, buscaban una nena de 8 años y yo tenía solo 4, así que tuvieron que hacer algunos cambios en el libro.
-¿Recordás el primer encuentro con el director?
-Sí, fue en el casting. Tengo grabada en mi memoria la espera, en un largo pasillo, junto a todos los chicos.
-¿Qué tuviste que hacer en la audición?
-La consigna era cómo saber mentir o engañar. ¡A mi juego me llamaron! Me ponían pautas, ítems a tener en cuenta y los hacía.
-¿Quiénes te tomaron la prueba?
-Estaban Luis Puenzo, Norma Aleandro, Marcelo Piñeyro y la esposa del director. Por suerte, enseguida me llamaron.
-Al ser vos tan pequeña y tratarse de una historia tan cruda, ¿qué sabías acerca de lo que se narraba en el film?
-Yo veía mucha televisión, así que distinguía muy bien realidad de ficción. Sabía que hacía de una nena cuyos papás tenían problemas entre sí y que, a veces, se asustaba. Tenía la información básica de cada escena.
-¿Cómo te llevabas con Norma Aleandro y Héctor Alterio?
-Genial. Para mí no eran las figuras que eran. Nunca tuve esa noción. Jugaba con ellos.
-¿Ninguna escena te resultó traumática?
-Había escenas que no quería hacer. Recuerdo que en una toma se me tenía que caer un vaso. Para lograrla, había un técnico abajo que lo atajaba para que no se rompiese. Pero a mí me daba miedo que el muchacho se lastimara. Esa escena se repitió muchas veces, hasta que le pusieron una tanza transparente al vaso y un colchón debajo. Solo así la pude filmar. Hoy la miro y no puedo creer cómo una nena tan chica logró esa secuencia.
-En todo rodaje las anécdotas se multiplican, imagino que siendo una de las actrices una nena de cuatro años, aún más.
-Tal cual. Hay una escena donde yo me escapo y me meto en medio del personaje de Héctor y sus amigos, quienes estaban jugando al billar. La situación es que él me tiene que dar un jarabe. Lo curioso es que yo realmente tenía que tomar un remedio, así que me lo dio de verdad. ¡Lo adoraba a Héctor!
-¿Tenés algún vínculo con el elenco?
-Nos encontramos cuando hay algún evento o para alguna entrevista, muy cada tanto. Pero me sucede que cada vez que los cruzo, es como si los hubiese visto el día anterior. Ellos me hacen sentir eso. Los veo y me afloran todos los recuerdos, como si fuesen familia.
-Anteriormente comentaste que resignificaste el film en el comienzo de tu adolescencia. ¿Qué hecho puntual te llevó a tomar conciencia de la temática y su envergadura?
-Cuando comencé a leer el Nunca Más. Ahí empecé a entender. Mi mamá militó de joven y siempre leyó mucho, así que eso me lo inculcó ella. Informarse y preguntar fueron reglas básicas para mí y mis dos hermanos.
-¿Estas orgullosa de tu participación en la película?
-Me siento muy orgullosa. Fue un trabajo arduo de mucha gente. Embargaban sus casas para poder pagar la película, para comprar cinta.
Dado que el film se rodó en el marco de una incipiente democracia, con las secuelas de la dictadura muy frescas y heridas bien abiertas, el período de filmación no fue sencillo. Las amenazas eran constantes, buscando amedrentar e impedir la realización de la película. “Recuerdo que, en aquella época, vivíamos en un PH en Lanús. Una noche, volviendo de filmar, mi mamá me llevaba a upa dormida, y, al llegar a casa, nos encontramos con unos tipos armados esperándonos. Recuerdo haber abierto los ojos y ver figuras negras con palos. Luego me enteré que esos palos eran Ithacas y que le martillaron en la cabeza a mi mamá y a mí me apoyaron una de esas escopetas en la espalda. A Norma le pusieron bombas en la casa. Luis también fue amenazado. Pedían que no se filme más”, rememora con tristeza la actriz.
-En medio de ese clima tan hostil, ¿tus padres no se amedrentaron?
-Hubo un tiempo en que se paró la filmación. Al retomar, Luis le dijo a mi mamá que hiciese lo que la dejase tranquila. Si ella no quería que yo siguiera, se cortaba ahí nomás mi participación en la historia. Mi mamá le dijo que si le garantizaba seguridad, seguíamos. Seguimos porque ella era una convencida que no se podía seguir con esos hechos. Ella sostenía, acertadamente, que si eran muchos los que tiraban para el mismo lado, la historia no se repetiría.
-La convicción fue el gran motor de la producción del film.
-Absolutamente. La historia oficial no se hizo por dinero. Todo fue a pulmón. Nadie ganó bien.
Luego del estreno de la película, Analía fue recibida con bombos y platillos por el entonces presidente Raúl Alfonsín. Visitó la Casa Rosada y la Quinta Presidencial de Olivos, donde le obsequiaron una cuchara de plata con el escudo grabado.
Mundo de muñecas y Plomera de mi barrio fueron algunos de los programas en los que participó una Analía que iba creciendo y mutando el tipo de papeles que le tocaba abordar.
-Habiendo trabajado desde tan chica, ¿cuál fue el legado de esa experiencia?
-Me dio madurez y la posibilidad de comunicarme fluidamente con los adultos. Uno de los pocos niños con los que jugué fue Guido Kaczka, porque me lo cruzaba en el canal. No sabía relacionarme con los chicos, no tenía tiempo. Yo iba del colegio a grabar. Y si no, descansaba.
-¿Te trataban distinto en la escuela?
-Los chicos, no. El problema siempre es el adulto. Tenía que convivir con la maestra cholula o con la otra que te exigía más porque trabajabas en la tele.
-¿Te dolía eso?
-No. Mis hijas dicen que soy medio insensible, porque no me afectan las cosas externas. Yo soy yo, primero estoy yo y si el resto no me quiere es problema del resto. ¿Qué culpa tengo? Soy así, no le hago daño al otro, pero no me preocupo si alguien no me quiere. De chica era igual.
-¿Sentís que el medio te robó la infancia?
-No, aunque mis mejores amigas son las de esta época. Con mis compañeras de la infancia teníamos distinta sintonía, me entendía más con los adultos. De hecho, en la adolescencia, no encajaba en el prototipo.
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