Amélie, la fuente de la felicidad
"Amélie" ("Le fabuleux destin de Amélie Poulain", Francia/2001). Dirección: Jean-Pierre Jeunet. Con Audrey Tautou, Mathieu Kassovitz, Rufus, Yolande Moreau, Isabelle Nanty, Dominique Pinon. Guión: Jean-Pierre Jeunet y Guillaume Laurant. Fotografía: Bruno Delbonne. Música: Yann Tiersen. Edición: Herve Schneid. Presentada por Buena Vista Internacional. Duración: 122 minutos. Sólo apta para mayores de 13 años.
Nuestra opinión: muy buena.
Un acontecimiento singular cambia para siempre la vida de Amélie Poulain el 30 de agosto de 1997. La fecha se consigna porque es la misma de la trágica muerte de Lady Di, y porque ella constituye la única referencia al mundo real que la película contiene. Todo lo demás pertenece al territorio de la fábula o del cuento de hadas, y ya se sabe que en tales comarcas todo se facilita: los paisajes se depuran hasta alcanzar la perfección de las tarjetas postales, los personajes caben enteros en un par de trazos, lo ordinario se vuelve extraordinario.
Puede darse por garantizado que ninguna desprolijidad, vulgaridad o disonancia vendrá a desarreglar la plácida rutina de este París ideal que Jean-Pierre Jeunet ha depurado con el auxilio de la computadora y ha teñido con los tonos sepias y verdosos de la evocación. Ese París -o mejor: ese Montmartre- quimérico y encantador, con sus bistrots y sus cafés, sus ateliers y sus personajes pintorescos, sus callecitas empinadas y sus recovecos donde siempre parece oírse la voz de un acordeón, está listo para recibir la magia bienhechora de Amélie. Bienvenidos a su mundo de fábula: la chica de los ojazos negros ha venido a restituirnos la alegría de vivir.
Ella ha vivido en una burbuja, y se entiende por qué. En los primeros tramos del film -una de las aperturas más estimulantes entregadas por el cine en mucho tiempo-, Jeunet informa, en cuadros a todo ritmo y con la palabra en off dicha por el impecable André Dussolier, acerca de la infancia de Amélie, de sí misma, de sus padres y de todos los que la rodean. Lo hace de un modo singular y sintético, enumerando lo que a cada uno le gusta y le disgusta, con lo que otra vez queda en evidencia la atención maníaca (y divertida) que el realizador de "Delicatessen" presta al detalle.
Por hacer el bien
Sin amigos, aislada entre la mamá neurótica (de la que un estrafalario azar la libera bastante temprano) y la frialdad del papá médico que sólo se le acerca cuando tiene que auscultarla, a Amélie no le quedó otra salida que refugiarse en su burbuja de fantasía. Desde allí, ya adulta e instalada en Montmartre, donde trabaja como camarera del café Les Deux Moulins, observa a sus prójimos, a cual más pintoresco. Por lo visto, prefiere esa contemplación desde su seguro refugio poético al riesgo de participar del mundo real y exponerse a sus emociones.
Y parece que sólo ahí llega su proyecto de vida, hasta que en la fecha indicada y en un impensado escondite de su departamento encuentra la cajita de lata donde algún inquilino de otros tiempos guardó sus pequeños tesoros infantiles. El azar la compromete: llevará tiempo, pero Amélie podrá hallar al que fue aquel chico y espiar la emoción que le produce recuperar las riquezas perdidas.
Y esa intensa felicidad de hacer el bien le abre el camino que señala su misión en este mundo: será el ángel protector, la anónima repartidora de alegrías entre quienes la rodean.
El mundo en la burbuja
Quizá no ha logrado salir de la burbuja; quizá sólo ha encontrado la forma de meter al mundo de ahí afuera (o más estrictamente al pequeño círculo de barrio con el que comparte sus días) dentro de su particular refugio de ensueño y fantasía. Pero qué importa si el efecto bienhechor es el mismo, si se puede lograr que el amor haga olvidar a la vendedora de tabaco sus enfermedades imaginarias; si la viuda que todavía llora porque el marido la dejó por otra puede recibir una muy demorada carta del hombre, enamorado y arrepentido; si el poeta inédito descubre sus versos escritos en las paredes; si con un poco de picardía se le puede dar un escarmiento al verdulero mandón que esclaviza a su pobre dependiente.
Las vías que recorre Amélie para distribuir alegrías son siempre sesgadas, secretas e infinitamente variadas. Su modo, el del encanto ingenuo y comprador que le confiere la deliciosa Audrey Tautou, presencia imprescindible. Su imaginación y su abundante humor, los de Jeunet, que vuelca en su fábula decenas de historias en una sucesión vertiginosa destinada a sostener el interés de una platea a la que el control remoto de la TV ha vuelto impaciente y de atención flaca.
Siempre hay un gag, una broma, una sorpresiva ocurrencia de la protagonista o una nueva muestra de su generoso ingenio para mantener al espectador atrapado en el seductor territorio de magia, humor y buenos sentimientos que propone la fábula. Y, si no, está la liviana intriga que nace con la aparición del galán, cuyos curiosos rasgos personales -trabaja en un sex shop, hace reemplazos como esqueleto en el tren fantasma y en los ratos libres llena álbumes con los fragmentos de retratos que recoge en las cabinas fotográficas de las estaciones- parecen concebidos a la medida de Amélie. No hace falta decir que a la chica, tan acostumbrada a actuar desde el anonimato y por vías indirectas, le será difícil deshacerse de sus hábitos... y de sus prevenciones.
Es cierto que el juego de las escondidas en que Amélie convierte la cacería de su galán se prolonga un poco más de lo necesario y también es cierto, claro, que este París utópico donde reinan la gracia y la buena voluntad ignora la existencia de la ciudad real, con su ajetreo, su hostilidad, sus desigualdades y sus conflictos. Pero es poco probable que después de disfrutar de este dulce recreo refrescante y bienhechor, y considerando el momento del mundo -y del país- en que vivimos, a alguien se le vaya a ocurrir salir del cine reclamando por un poco de realismo.