Almas maltrechas en busca de refugio
"Cambio de vida" ("Monster´s Ball", EE.UU./2001, color). Dirección: Marc Forster. Con Billy Bob Thornton, Halle Berry, Heath Ledger, Peter Boyle, Sean Combs, Mos Def y Coronji Calhoun. Guión: Milo Addica y Will Rokos. Fotografía: Roberto Schaefer. Edición: Matt Chesse. Presentada por Alfa Films. Duración: 111 minutos. Sólo apta para mayores de 16 años.
Nuestra opinión: buena.
En un indeterminado rincón del sur norteamericano, un sur racista y violento descripto según los rasgos más caros a la tradición hollywoodense, transcurre esta historia de cuyo clima áspero se tienen tempranos anticipos. En el comienzo, el desquiciado despertar de Hank (que no se ve pero se oye) no es un dato accesorio; tampoco el oscuro ambiente de una casa sin mujeres y con subrayados testimonios de machismo y violencia, ni mucho menos la desmedida reacción del protagonista (un Billy Bob Thornton en cuya fría afabilidad despunta algún descontento) cuando un par de vecinitos negros pisan su territorio. Reinan por aquí el prejuicio, la hostilidad, la ira, pero también la soledad y el dolor.
La sospecha de que la atmósfera viene sobrecargada de infortunios se confirmará después, cuando se expongan las dos puntas de la historia. Por un lado está Hank, perteneciente a una dinastía de modernos verdugos: agentes penitenciarios encargados de vigilar cada detalle de las ejecuciones en la silla eléctrica. Por otro, Leticia, la ex esposa de un presidiario condenado a muerte por crímenes de los que no se da detalle.
Consumado el brutal escarmiento, cuya demorada descripción no parece tener mayor justificación dramática, sobrevienen otras tragedias: en torno de Hank, atrapado entre el fanatismo del padre y la vacilante vocación del hijo; en el estrecho mundo de la morena Leticia, que se reduce a su trabajo de camarera y la ardua crianza de un hijo bulímico.
Desencuentro
Una de esas fatalidades favorece el acercamiento entre los dos personajes, ignorantes ambos del vínculo macabro que existe entre ellos. Su primer encuentro sexual -de una fiereza y una intensidad poco habituales en el cine- desnuda la desesperación y la urgente necesidad de amparo en la que se hallan estos dos seres acorralados por el desconsuelo y la desolación.
La perturbadora escena -una de las más logradas de la película- no sólo certifica la precisión con que el director suizo Marc Forster apunta al retrato íntimo y a la búsqueda del detalle revelador; también parece evidenciar un desencuentro básico que el film no siempre logra superar: mientras los guionistas apuntan al melodrama encendido y a los grandes temas -el racismo, la violencia social, el duelo, la pena de muerte, todas las variedades de la intolerancia-, el realizador elige la discreción, evita la grandilocuencia y confía en el compromiso de los actores y en su lento y elaborado trabajo sobre los climas. Al fin, a partir de un guión más o menos convencional y de personajes cuyas conductas se ven muchas veces forzadas para responder más a la voluntad de los autores que a su lógica interna, elabora un film colmado de aciertos expresivos y poblado por seres que se hacen reales y creíbles. Esto, más allá de la improbable pirueta emotiva del protagonista masculino que constituye el centro mismo del film (concebido como una historia de almas maltrechas en busca de redención) y de un final en cuya ambigüedad puede adivinarse cierto afán tranquilizador.
Así, si el clima es el del drama sureño siempre al borde del estallido, Forster se encarga en lo posible de que éste se produzca fuera de la imagen o, al menos, que no asuma el primer plano. En cambio, asiste con mayor dedicación a los tramos más reposados, donde le es posible indagar en la profunda desolación de los personajes centrales (es bien significativa, por ejemplo, la diferencia que marca entre las dos escenas eróticas) y donde muestra que un par de pantallazos le bastan para aportar información sustancial a partir de una situación secundaria: las breves escenas animadas por el vecino negro, el ensayo de la ejecución, los conflictos de la abrumada Leticia con su hijo glotón.
Forster tiene, es cierto, varios apoyos decisivos, el primero de los cuales, por lo llamativo, es el de la laureada Halle Berry, que asume con coraje un papel que la obliga a exponerse física y emocionalmente, aunque su estampa corresponde menos al de una pobre trabajadora de provincias que al estereotipo de muchacha sufrida y vulgar (pero siempre glamorosa) concebido por Hollywood. También ayuda la inteligencia de Thornton, que al comienzo del film exhibe la impenetrable frialdad que exige el personaje y después hace lo imposible por tornar verosímil la milagrosa conversión interior a que alude el título local. No menos importante es la sensibilidad que el fotógrafo Roberto Schaefer pone en juego para hallar el marco visual acorde con la evolución del espeso drama.
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