Alfred Hitchcock, el inventor del cine: nunca habrá otro igual
No habrá ninguno igual, no habrá ninguno. A cuarenta años de la muerte del cineasta inglés, al que denominar maestro es un acto de estricta justicia y no un mero lugar común, su legado para el cine y el mundo del siglo XXI son tan evidentes que no tiene mayor sentido argumentar acerca de su vigencia (sólo él, con Vértigo, pudo terminar con el reinado de El ciudadano de Orson Welles en cuanta lista -de cierta relevancia- de mejores películas de la historia se hiciera). Alfred Hitchcock fue uno de los pilares del arte que dominó el siglo XX, nada menos. El señor, cuyo perfil aún es inmediatamente reconocible por el público, murió el 29 de abril de 1980, pero había nacido en el 13 de agosto de 1899, quizás como para ser parte del siglo que inventó el cine y tantas otras cosas; un siglo de novedades enérgicas, tangibles, intrépidas. Hitchcock, el decimonónico por origen, haría honor a su marca de nacimiento y sería un inventor.
Ya existía de antes, claro, pero la leyenda –con bases reales– sobre el arte del cine del siglo XX debería decir que Hitchcock podría haber regenerado por sí solo la diversión si ésta se hubiera extinguido debido a algún funesto acontecimiento. De hecho, incluso en momentos como este, en el que se repite y se viraliza un lugar común que divide al cine –y a todo lo demás– en compartimentos estancos que se etiquetan en ocasiones como "pochoclero versus cine iraní", Hitchcock sigue siendo respetado y disfrutado, venerado como gran creador (de alto rango, digamos) al que a la vez no se le niega su capacidad de ser disfrutable. Es decir, sigue siendo entendido como un artista central del siglo XX al que uno se acerca para divertirse, y se reencuentra para divertirse aún más. Uno no se cansa de Hitchcock, ni se cansa con Hitchcock. Pero… ¿sabrá esta gente que usa términos como "pochoclero" y que denomina "cine iraní" a todo aquello que esté hablado en idiomas que no son inglés o castellano que Hitchcock es Hitchcock y que sabía ser Hitchcock y disfrazarse de Hitchcock para seguir siendo Hitchcock?
Hitchcock llegaba a públicos de lo más diversos, y atrapaba a grandes y chicos (quien esto escribe vio fascinado La ventana indiscreta en cine a los nueve años, nada casualmente una de las películas más vistas por los argentinos en cuarentena), pero también a criminales y obsesionados, a oscuros y a obsesivos, a neuróticos y a obsesos, y no necesitaba volverse pueril ni apelar al mínimo común denominador para cumplir sus objetivos de seducción. Y no hacía guiños diferenciados para diversas edades ni estaba obligado a poner personajes de diversas etnias o minorías mayoritarias para hacer alguno de esos equilibrios que fueron desequilibrando y erosionando el poderío del cine.
Hitchcock conectaba tanto, y divertía tanto, y apasionaba tanto… porque apelaba a unos cuantos de los poderes más básicos del cine y a unas cuantas pulsiones poco edificantes de nuestra humanidad, que quizás también fuera la suya. Y lo hacía con mecanismos de tensión manejados con la malicia del artista en pleno uso de sus facultades; también las reflexivas, claro. Hitchcock fue uno de los directores con mayor claridad conceptual a la hora de analizar su propio cine. En términos de Oscar Wilde en El crítico como artista, Hitchcock era al mismo tiempo un creador y un crítico: un cineasta con autoconciencia, que hacía, en palabras de Wilde, "creación artística digna de ese nombre". Esto no solamente ha quedado documentado en cada película del maestro, sino también en uno de los máximos libros sobre cine que se han inventado en el mundo: El cine según Hitchcock, en el que François Truffaut charlaba con él; y este "él" debe ser entendido como Hitchcock y también como "el cine". Ese libro ha inventado, por su parte, a miles de cinéfilos, al inocular miles de cinefilias.
De él provienen citas tan fundamentales siempre –y hoy especialmente combativas, rebeldes, cruciales– como ésta: "cuanto más logrado sea el retrato del malo, más lograda será la película". Y para sostener esta idea, Hitchcock podía poner muchos ejemplos, pero solo con recordar una de sus películas es suficiente. En Psicosis jugaba perversa, eficaz, seductoramente con el punto de vista (moral) y, por mecanismos del cine –de su cine– nos ponía casi a alentar a Norman Bates (Anthony Perkins) para que se hundiera de una buena vez el auto con el cadáver de Marion Crane (Janet Leigh). Hitchcock era un gran perverso, alguien atraído por diversas oscuridades, fascinado por zonas atractivas, esquivas, erróneas; un ser humano que quería divertir y ser divertido, en las muchas acepciones de todo esto.
Psicosis es uno de esos legados evidentes de los que hablábamos al principio, tan evidentes que pasan a estar en peligro de absorción sin acercamiento genuino; es decir, para ser brutalmente breve: hoy en día hay mucha gente que sabe que las cortinas de las duchas pueden dar miedo, y saben que es de buen tono decir eso, pero que jamás vieron Psicosis. Incluso algunos justificarán su distancia con esa película fundamental, que este año cumple 60 años, porque "Ah no, es blanco y negro". Ya lo vimos en La idiocracia de Mike Judge: el cine que circula más en estos tiempos tiene que tener una gran campaña publicitaria, ser inmediatamente reconocible.
Eso también lo inventó Hitchcock ¿Qué cosa? Casi que el concepto de marketing cinematográfico. El señor Hitchcock impuso su propio perfil como marca gráfica inmediatamente reconocible, le puso esa marca a una serie de TV (Alfred Hitchcock presenta), a libros de misterio, y a sus propias películas y a los trailers. ¡Los trailers de Hitchcock! Humor, gracia, nonsense, creatividad, el viejo concepto de "gancho" en su forma más entrañable. Hitchcock vendía maravillas a bajo precio; eso era su cine, eso solía ser el cine. Por el precio de una entrada, la entrada a emociones inolvidables. Y para eso Hitchcock mentía, pensaba bromas, las afilaba y afinaba, algunas las contaba en El cine según Hitchcock. Hitchcock podía pararse en esas y en otras paradojas: mentía diciendo la verdad. Ese es su cine, ese era el cine que nos mantenía al borde de la butaca, nerviosos, anhelantes, al que queríamos volver y volver una vez más.
El inventor Hitchcock también inventó nuevas formas de contar en muchas de sus películas, y fue tan arriesgado que se dedicó a experimentar –esa otra forma de inventar algo– con el sonido en su última película muda y en su primera película sonora –que es la misma, Chantaje–, a extremar la duración de los planos en su primera experiencia en colores, a inventar la "auto remake" (El hombre que sabía demasiado), a inventar a James Bond sin necesidad de James Bond y con un actor ideal para hacer de James Bond (Cary Grant en Intriga internacional)… a inventar la respiración con mascarillas en sets de rodaje a los que Donald Trump les había retirado el oxígeno... y a inventar el cameo y así inventarse como marca registrada. ¿Todo esto es verdad? Sí, claro, pero… ¿y si fueran invenciones? ¿y si no lo fueran? En las Coplas de ciego de Ezequiel Martínez Estrada puede leerse "A un matemático experto le respondió un ignorante: es verdad, pero no es cierto." Las bromas, el suspenso y el cine de grandes emociones –y también de las poco edificantes, de todo tamaño– deben seguir viviendo, para eso vivió –y murió, según dicen– Alfred Hitchcock.
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