El ganador del Oscar llevó a sus estrellas y su equipo al borde de la locura…y creó una épica moderna
Una tarde de noviembre, apenas dos días antes de hacer los últimos ajustes de post-producción a su sexta película, Revenant: El renacido, el director Alejandro González Iñárritu entró en una sala de proyecciones en la esquina de la Alfred Hitchcock Drive en el lote de Universal Studios en Universal City, California. Estaba completamente vestido de negro, su uniforme típico –hoy, un buzo con capucha que parece de alta costura, con cierres externos, sobre jeans negros– y saludó al equipo de sonido reunido ahí, con choques de puños y disculpas por la demora. Había llegado en auto, desde sus oficinas en Santa Mónica, donde también vive, y lo demoró el tráfico, lo cual normalmente evita moviéndose por la ciudad con su Vespa. Alguien le trajo una Coca.
Iñárritu, de 52 años, se mudó a Los Angeles desde México D.F., la ciudad donde nació, luego del inesperado éxito global de su primera película, Amores perros, de 2000, lo cual lo convenció de abandonar los tranquilos confines de la comunidad cinematográfica mexicana, donde había pasado años como un exitoso director de propagandas de televisión, construyendo una compañía con más de 100 empleados, y trasladarse a las grandes ligas, a Hollywood. ¿Qué mejor momento que ése?
Aterrizó en el aeropuerto internacional de Los Angeles con su esposa y sus cuatro hijos cuatro días antes del 11 de septiembre de 2001. "Todos los barrios empezaron a poner banderas", dice Iñárritu, en un inglés con mucho acento. En dos ocasiones, paseando al perro, fue detenido por la policía. Los oficiales le dijeron a Iñárritu, por cuya tez morena se había ganado el apodo de "El Negro" en el D.F., que habían recibido llamadas acerca de un personaje sospechoso en la zona, y que tenía que mostrarles exactamente dónde vivía.
Hoy Iñárritu está escuchando mezclas de sonido de El renacido para teatros equipados con el sistema de sonido surround Dolby Atmos. "Cada vez que inventan un nuevo puto sistema, tenemos que hacer una prueba", dice Iñárritu con un suspiro. "En cualquier momento vamos a tener sonido saliéndonos del orto." El día antes estuvo en una prueba similar para la versión para IMAX de la película. "Si te sentás muy cerca de la pantalla, es casi perturbador", dice. "Van a tener que darle bolsas para vomitar al público."
Iñárritu, debemos señalar, pronuncia todas estas frases bastante alegre. Todavía insulta en inglés con la risa de un hablante no nativo que está probando frases desconocidas, pronuncia todos sus "fucking" con más cuidado que otras palabras y con un deleite vigente. Cuando sonríe –quizás porque sus sonrisas siempre parecen teñidas de ironía–, su rostro, delgado, con pómulos pronunciados, bigote y una barba candado ligeramente copetuda, asume un tono astuto y endemoniado. Con unos pequeños ajustes de vestuario y maquillaje, podría hacer del malo en un especial extracurricular sobre los peligros del satanismo.
En una sala de cine mediana, hay dos ingenieros de sonido sentados ante una mezcladora que se extiende tanto como la pantalla. Martín Hernández, uno de los colaboradores y amigos más antiguos de Iñárritu, trabaja en una laptop. Estamos a punto de ver el Reel 4 de El renacido.
Ligeramente basada en la aventura real de un cazador de pieles americano del siglo XIX llamado Hugh Glass, la película está protagonizada por un Leonardo DiCaprio con una barba prodigiosa, quien es atacado por una osa y luego traicionado y abandonado a la muerte por otros miembros de su grupo de cazadores. El resto de la película es un ejercicio de género inmensamente satisfactorio, una fantasía de venganza proto-Western en la tradición de El vengador anónimo y Kill Bill, en la que el público soporta los crueles sufrimientos del protagonista como un preludio a las hazañas de resistencia, supervivencia y restitución sanguinaria.
En términos visuales, la película es espectacularmente retro, el tipo de épica que raras veces se ha visto desde la época de Lawrence de Arabia. También es una meditación espiritual sostenida, al igual que una crítica implícita al capitalismo norteamericano, narrado a través de sus primeras incursiones en la naturaleza relativamente intacta del Nuevo Mundo.
Pero es gracioso: a pesar de sus logros en Hollywood, Iñárritu se describe como un músico frustrado. Hernández y él empezaron a trabajar juntos, en la universidad, como disc jockeys en una radio pionera en el D.F. Iñárritu también tocaba en una banda y promovía shows, y reconoce prestarle una atención especial, casi obsesiva, al sonido en sus películas. "Para Alejandro, el sonido puede ser más importante que lo visual", dice Hernández. "Tiene una memoria sonora increíble. Si cambio algo, lo escucha." Iñárritu pensó que Birdman, filmada como para hacer creer que se desarrolla a partir de un único y frenético plano secuencia, era como jazz: fue a un estudio con el baterista de jazz mexicano Antonio Sánchez y empezó a grabar la banda de sonido (casi exclusivamente percusión) antes de haber rodado cualquier plano, combinando el ritmo con partes específicas del diálogo de manera de dictar de antemano, en palabras de Iñárritu, "el pulso de la película".
Para El renacido, pidió una banda sonora despojada y electrónica de Ryuichi Sakamoto y Alva Noto, los compositores vanguardistas que colaboraron con Carsten Nicolai en una serie de discos maravillosos de piano minimalista, y a Bryce Dessner de la banda de rock alternativo The National, de Brooklyn. "Si Birdman tiene más que ver con el jazz y el teatro", me dice Iñárritu, "creo que está película es más sobre la pintura y los sueños, cuando no tenés que pensar o hablar, sino sólo sentir. Así que los silencios y los sonidos de la naturaleza son muy, muy importantes para la historia."
Reel 4 empieza con el personaje de DiCaprio acostado en una fría cama en el bosque, mirando a los viejos árboles que se elevan hacia arriba como el techo de una catedral, y termina con una atrapante escena de persecución en la que se mete en un río para escapar de una banda de indios arikara. A medida que la escena progresa, vemos a DiCaprio gruñir, jadear, gatear en la nieve y lamer la médula ósea del hueso de un esqueleto de búfalo.
Iñárritu está sentado con los brazos cruzados y con una expresión seria en el rostro. Cuando se encienden las luces, todo el mundo lo mira con ansiedad. Finalmente, emite un largo "Ummmm…". Después dice que no escucha los sonidos de ambiente salir de los parlantes del techo, o no lo suficiente. "Es como un cojón, ¡y necesitamos dos cojones!", grita, fingiendo drama. "Quiero escuchar más árboles. ¡Que los pájaros suenen más fuerte! Si está al 30 por ciento, pónganlo al 60 por ciento. Después quizás yo diga: ‘Oh, mierda, ¡demasiado fuerte!’. Y podemos bajarlo. Show me the money, como diría un productor."
Mientras los ingenieros ajustan las perillas en la consola, Iñárritu pide una segunda Coca y agarra un tubo plástico de maní, sacando metódicamente un maní a la vez, con una tenaza formada por su pulgar y su índice. Tiene que terminar pronto. El día siguiente planea ir a Austin con su hijo, Eliseo, que está en su último año del secundario, para una gira por universidades que le organizó Richard Linklater, el director de Boyhood y un famoso habitante de Austin que de casualidad fue el rival principal de Iñárritu en los Oscars de 2015. (Birdman terminó ganándole a Boyhood tanto en Mejor Película como en Mejor Director.) Le pregunto a Iñárritu si es típico de los directores involucrarse tanto en la mezcla de sonido. Frunce el ceño y se encoje de hombros. "Preguntales a ellos", dice, apuntando a los muchachos de sonido. "No creo. Yo soy un poco loco. Neurótico." Pronuncia esta última palabra con un placer especial, al igual que cuando dice "fuck".
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Una semana después de las pruebas de sonido en Universal, Iñárritu viajó a Nueva York para una proyección privada de El renacido cerca del Lincoln Center. Después, Martin Scorsese moderó una entrevista y dijo que la película era una obra maestra. Scorsese acababa de terminar su propia épica histórica, Silence, rodada en la campiña taiwanesa, y luego se quejó ante Iñárritu: "Soy de Nueva York. Odio los árboles. No voy de campamento. No me gustan los caballos". Iñárritu puede comprenderlo. "Yo soy igual", me dice la tarde siguiente. "No somos hombres del bosque."
Iñárritu está otra vez vestido completamente de negro, sorbiendo un café sin leche en un hotel cerca del Central Park. Su hijo está en el cuarto de enfrente. Un conflicto de último minuto obligó a posponer la visita a Austin, pero están planeando recorrer la New York University. Desde los ataques de ISIS en París, Iñárritu también ha estado en contacto permanente con su hija, María, quien va a la universidad allí. "Estoy preocupado por ella", dice. "Es que nosotros nos fuimos de México por la violencia. Y ahora estoy más preocupado en París que en México. Yo dije: ‘Mierda, el mundo se está poniendo muy terrible para la gente joven’. Están sintiendo lo que nosotros sentíamos en México."
En la época del lanzamiento de Amores perros, unos atracadores le rompieron la mandíbula a la madre de Iñárritu, y a su padre, en otro incidente, unos secuestradores lo metieron en el baúl de un auto durante 12 horas pidiendo un rescate de 500 dólares. Al propio Iñárritu le entraron en el auto y le robaron todo el equipaje de su familia en unas vacaciones en San Miguel de Allende; después, tenía que volar a Nueva York para recibir un premio, y tuvo que pedir prestado "un viejo traje a rayas" de un amigo, "el peor traje del mundo, y el más barato (es de 1948). Yo era el director peor vestido en la historia de la gente elegante de Nueva York". Ese viaje fue la primera vez que Iñárritu conoció a Scorsese –a Scorsese le había gustado Amores perros e invitó a Iñárritu a su oficina–, e Iñárritu apareció con el traje, sintiéndose "como un puto mafioso de una película de Scorsese".
La creciente violencia en su país, en una época en la que su propio perfil público crecía, fue un factor crucial en la decisión de Iñárritu de trasladar su familia a Los Angeles. Dice que eso también influyó en su abordaje de la violencia en sus películas. "La violencia se volvió una situación social tan dolorosa en mi país, con tanto sufrimiento, que no la encontraba graciosa en mis películas", dice.
Iñárritu se crió en Narvarte, el barrio de clase media del D.F. en el que vivió el Che Guevara en los 50 mientras se preparaba la Revolución Cubana. Iñárritu describe una infancia feliz, con una etapa de skater y un cariño por bandas de rock progresivo como Genesis y King Crimson. A los 17 años, y otra vez a los 19, se subió a barcos de carga que salían de Veracruz y Coatzacoalcos, pagándose el pasaje con trabajos, y pasó un año en España recogiendo uvas y haciendo trabajos extraños; incluso trabajó bailando en traje de baño en una discoteca. (Pregunta: ¿Como Magic Mike? Respuesta: "¡Dios, no! No tenía sus atributos".)
De regreso en el D.F. tocó la guitarra en una banda de synth-rock llamada Noviembre Uno (Pregunta: ¿Es la fecha de una revolución o algo? Respuesta: "Es la fecha en la que conocí a una chica. Estábamos tratando de tocar sonidos de esa época, que... los 80 fueron lo peor"), abandonó la universidad, se volvió una celebridad de la radio local y eventualmente empezó a dirigir propagandas para la televisión. "Aún hoy, si hablás con alguien de mi edad, nos recuerdan de la radio", me dice Hernández. "Yo hacía el turno de la mañana, y él estaba por la tarde. El era el vago." En 1989, Iñárritu llevó a Rod Stewart a Querétaro para uno de los primeros shows de rock en un estadio en México en muchos años. Gracias a unos estafadores que vendieron entradas falsificadas, el lugar estaba tan peligrosamente repleto que uno de sus amigos le recomendó a Iñárritu que se tomara el siguiente avión a Miami. "Alejandro", le dijo, "¡esto va a ser grave! La gente se va a morir acá".
"En un momento pensé que iba a ir a la cárcel", reconoce Iñárritu. "Pero sólo murió un tipo."
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Amores perros le debe mucho, de muchas maneras, a Quentin Tarantino: tres tramas que se interconectan, saltos temporales discordantes, un ambiente de inframundo. Pero luego de las delicias viscerales de la película, las obras obsesionadas con la muerte e incansablemente sombrías que siguieron fueron agotadoras, e hicieron que uno extrañara algún toque de la ironía o el sentido del humor de Tarantino. 21 gramos (2003) tenía actuaciones indelebles y viscerales de Sean Penn y Naomi Watts, y un abordaje aún más staccato de la linealidad y la narrativa, pero el guión se apoyaba demasiado en absurdas coincidencias shakespereanas. (Una viuda interpretada por Watts se enamora de un paciente, Penn, que recibió el transplante de corazón de su marido, una premisa que no habría sido aceptable ni en una comedia romántica de los 90 con Drew Barrymore y Matthew McConaughey.)
Babel (2006) recibió halagos internacionales, al mismo tiempo que los amigos de Iñárritu, Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón, estrenaron sus obras más aclamadas –El laberinto del fauno y Niños del hombre, respectivamente–, haciendo que los críticos divisaran un renacimiento del cine mexicano. Pero los sufrimientos que Iñárritu apilaba sobre sus personajes empezaban a parecer no sólo sádicos sino también falsos. Una subtrama que alcanza su clímax cuando una ama de llaves mexicana (Adriana Barraza) se tropieza en el desierto con zapatos de taco alto y un vestido de fiesta roto es tan exagerada, dado todo lo demás que ocurre en la película, que parece casi camp.
Su siguiente film, Biutiful, no menos oscuro –el personaje principal, representado por Javier Bardem, maneja un taller clandestino chino, tiene una mujer alcohólica y se está muriendo de cáncer– fue, comercialmente y desde el punto de vista de la crítica, la peor película de Iñárritu. Deprimido, acercándose a los 50 años, Iñárritu dice que entró "en un estado muy, muy difícil". Para salir de él, fue a un retiro de 21 días de meditación silenciosa en el sur de Francia. Todas las mañanas miraba las nubes, que se movían y cambiaban de colores, y sentía que nunca había visto nada más espectacular.
Después hizo Birdman y con ella dio un enorme salto tonal. Como en todas las películas de Iñárritu, el personaje principal, el actor Riggan Thomson (Michael Keaton), recibe una paliza despiadada: casi todo lo que puede salirle mal en el transcurso de las dos horas de la película, le sale mal. La diferencia aquí es que Iñárritu parece haberse dado cuenta de que cuando le infligís una serie de castigos a un personaje, puede ser King Lear, si lo hacés de un modo, pero si lo hacés de otro, puede convertirse en Charlie Chaplin. Birdman es muy graciosa, por momentos es incluso circense. Viniendo de Iñárritu, parece un acto radical.
El lo admite. Su cariño por las películas y libros oscuros viene de su madre. "La música triste, siempre pensé, es más bella que otra música", dice. "Pero al mismo tiempo, en mi vida personal soy un tipo muy feliz. Tengo sentido del humor. No soy el tipo deprimido que está todo el día amargado. No. Soy muy entusiasta con las cosas. Y es por eso que, para mí, Birdman fue tan liberadora. Fui capaz de reírme de la tragedia." Sonríe. "Porque entonces puede ser aún más triste, pero en un buen sentido."
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En la pared de la oficina de Iñárritu, en Santa Mónica, hay una foto enmarcada: un hombre, de espaldas a la cámara, sentado solo en medio de un paisaje frío espectacular. Hay montañas en el horizonte, y no hay rasgos de civilización. La soledad parece épica, una provocación existencial. Pero hay algo inherentemente gracioso sobre la soledad del hombre: lo diminuto que parece, la incongruencia de su presencia en ese ambiente natural intacto, esa parka inflada. Está a un selfie stick de distancia de un concurso de caricaturas de la New Yorker.
El asistente de Iñárritu sacó esa foto con su teléfono durante el rodaje de El renacido y se la dio después como un regalo. "¿Soy yo?", preguntó Iñárritu. "Me gusta esa foto", dice, riéndose. "Representa la sensación de dirigir esta película."
Rodar en locaciones remotas en Canadá y Mendoza, Argentina, con temperaturas bajo cero, es una tarea lo suficientemente difícil. Pero Iñárritu y su brillante director de fotografía, Emmanuel Lubezki, habían decidido que sólo filmarían con luz natural, lo cual implicaba que tenían más o menos 90 minutos por día en los que las cosas se veían bien.
"Fue una locura", dice Iñárritu. Hay una señal de orgullo en su voz, por haber sobrevivido algo tan insensato, del mismo modo que una persona sobria puede parecer que está alardeando cuando cuenta viejas historias de abuso de alcohol y drogas. "Diría que la película es un accidente feliz de una muy mala decisión", continúa. "Es el resultado de una decisión irresponsable que tomé. Pero a veces necesitamos eso: ser ingenuos, ciegos a la realidad. Si no, no nos embarcaríamos en cosas. Sería un tipo que trabaja en una oficina, o algo así. O sea, no soy un idiota: sabía lo difícil que sería. Pero ahora puedo sentir lo lejos que estaba de la realidad cuando decidí cómo hacer esto. Me alegra haber tomado esa decisión irresponsable, pero podría haber salido realmente muy mal. ¿Me entendés? Fue como escalar el Everest y que no se muriera nadie, ¡pero estuvimos tan cerca! Es esa sensación de alivio."
"Estuve en un montón de proyectos ambiciosos –Titanic fue ciertamente uno de ellos–, pero esto era absolutamente bizarro, y como una aventura loca", dice DiCaprio, agregando, con una risotada, "en muchos sentidos creo que Alejandro estaba buscando una experiencia del estilo de Fitzcarraldo". Se refiere a la célebremente ardua película de Werner Herzog de 1982, filmada en su mayor parte en la selva amazónica, un rodaje tan loco que se volvió el tema de su propio documental. "Quería meterse en el corazón de las tinieblas", dice DiCaprio, "y no sólo filmar la naturaleza, sino sumergirse realmente en una experiencia completamente transformadora".
El rodaje empezó en octubre de 2014 en Alberta, tan adentro del bosque que el viaje requería dos horas de ida y dos de vuelta desde Calgary. Al poco tiempo, los costos se dispararon. La nieve se derretía, o no se acumulaba lo suficientemente rápido, así que se interrumpía el rodaje. Tuvieron que llevar más nieve en camiones. Hubo una inundación. Para una escena, Iñárritu requirió que se ocasionara una avalancha real. El rodaje supuestamente iba a durar hasta la primavera, pero se había extendido hasta fines del verano. En los Oscars, en febrero, Iñárritu puede haber ganado con Birdman. "Pero en la ceremonia, yo estaba recibiendo textos diciendo que la locación estaba jodidamente inundada", recuerda Iñárritu. "Me estaba sacando una foto con el Oscar mientras pensaba: ‘¡Mierda!’. Y 36 horas después estaba rodando de nuevo."
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Los rumores en la industria se volvieron tan intensos que los productores, para poner paños fríos, tomaron la extraña decisión de hacer que Iñárritu estuviera disponible para una entrevista con The Hollywood Reporter antes de que se terminara la filmación. El titular, sin embargo, era "Cómo fue que el rodaje de El renacido se volvió un ‘infierno viviente’", y la historia estaba repleta de cuentos de miembros del staff despedidos o que renunciaban, o de Iñárritu supuestamente expulsando a un productor del set. "Antiguos miembros del equipo", anónimos, dijeron que "hacer la película fue la peor experiencia de sus carreras por lejos".
Si bien se siente justificado por la recepción de la película, Iñárritu todavía lamenta las primeras caracterizaciones de su rodaje como un Apocalipsis Now moderno. "Todos los que se embarcaron en esta película sabían las condiciones", insiste. "No se le mintió a nadie. Algunos se quejaron. Lo entiendo. Para todos nosotros fue difícil. Pero adiviná qué: 99, 9% de la gente se quedó, y estamos muy orgullosos. En cuanto a los chismes como ‘Oh, echaron a alguien’. Bueno, ¡hay 300 personas en la compañía! Obvio que se echó gente. Y algunas personas se quedaron y les encanta. ¿De verdad es algo que debamos discutir? No lo creo. Pero de cualquier modo, ahora la película está ahí, y ahora la gente entiende que cada centavo, cada decisión que se tomó, valió la pena."
"La naturaleza humana en general se aplica a la creación de películas", dice Sean Penn. "La gente se cansa y se pone vaga, y empieza a aceptar cosas. Pero Alejandro no. Tiene más espíritu guerrero que eso. A demasiados colegas míos, actores y directores, les gusta más ponerse un buen traje y representar la película que hacerla."
Iñárritu apareció en un panel hace poco con el director Ridley Scott, quien habló del rodaje de Gladiador a cinco minutos del aeropuerto de Londres. "Y me miró", recuerda Iñárritu, "y dijo, de manera irónica y graciosa: ‘No tenés que ir a los lugares para que la película parezca como que ocurre en esos lugares’. Y yo estoy completamente en desacuerdo. Porque se ve. La gente se sorprende mucho cuando ve la película. ‘¡Dios mío! ¡El paisaje, la luz!’ Y yo dije: ‘Está disponible. ¡Yo no lo creé! Sólo lo capturé’. ¿Y cómo lo hice? Tan sólo puse una puta cámara ahí y me quedé once meses cagándome de frío para capturar esa puta cosa. No invadí la puta pantalla con pixeles y electrónica".
En la lista de competidores para el Oscar de este año , a esta altura célebremente compuesta por blancos, Iñárritu fue la única persona de color en ser nominada en alguna de las categorías principales. Las nominaciones no habían sido anunciadas cuando hablamos, pero Iñárritu mencionó cuestiones de representación en Hollywood, diciendo que disfrutó de la complejidad y los matices de Sicario y de Narcos, y que lamentó "los estereotipos trillados de mexicanos gordos, malos y borrachos que muchas veces son tan comunes en el cine americano mainstream". Tratándose de Iñárritu, les presta particular atención a los desaires sonoros. "Me encanta Sam Mendes, pero fui a ver Spectre con mi hijo, y en la primera escena de la fiesta del Día de los Muertos, con esta suerte de música tropical, en el centro del D.F., con toda esa gente bailando como si fuera el carnaval de Río de Janeiro… Me tuve que reír. O cuando estaba sacando el DVD de Amores perros acá, ¡la música que suena sobre el menú era flamenco! Yo les dije: ‘Muchachos, esto es de Andalucía, del sur de España. Esto no es música mexicana’. ‘Oh, pero es muy latino’. Les dije: ‘"Que me digan que es muy latino es como que me digan fuck you’. Es como si yo dijera: ‘Esto es muy anglo’, y pusiera música alemana."
Por Mark Binelli
LA NACION
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