Aguirre, la ira de Dios: la obra maestra de Werner Herzog que hizo de Klaus Kinski el actor más peligroso e intratable de la historia del cine
A 50 años de su estreno, el rodaje de este film resulta hoy aún más escandaloso que en su época: una estrella armada con un rifle Winchester, un extra herido de bala, frutas y quesos escondidos de un equipo hambriento y un mono llamado como el crack argentino Alfredo Di Stefano se cuentan entre sus muchas excentricidades.
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El mito más persistente acerca de Aguirre, la ira de Dios (estrenada en Alemania el 29 de diciembre de 1972) es que Klaus Kinski, quien interpreta al conquistador loco Lope de Aguirre, resultó tan inmanejable durante el rodaje en la selva amazónica que el director Werner Herzog llegó al extremo de apuntarle con un arma desde atrás de cámara para dispararle en caso de que el actor se apartara de sus indicaciones. “Es una imagen maravillosa pero falsa”, dice Herzog en su libro de conversaciones con Paul Cronin, Werner Herzog, una guía para perplejos. Sin embargo, el acontecimiento real al que el realizador atribuye el origen de esa leyenda no es menos perturbador. Cerca del fin de rodaje, Kinski -que no solía estudiar mucho la letra- tenía problemas para recordar sus partes, de modo que empezó a buscar pelea con un técnico para disimular sus errores.
“Empezó a gritarle al asistente de sonido y a exigirme que lo despidiera inmediatamente” recuerda Herzog. “Como le dije que no iba a hacer tal cosa, abandonó el set al instante y se puso a armar sus valijas. Decía que iba a encontrar una lancha y se iba a ir. Kinski tenía fama de romper sus contratos y dejar películas por la mitad. Yo me dirigí a él con suma cortesía: ‘Sr. Kinski, no va a hacer eso. No se va a ir antes de que terminemos de rodar en la selva. Nuestro trabajo aquí es más importante que nuestros sentimientos personales. Tras meses de pensarlo bien sé precisamente qué raya no permitiré que transgreda. Si se va ahora, no sobrevivirá’. Le dije que tenía un rifle y que él no pasaría del primer recodo del río sin recibir ocho balas en la cabeza. La novena sería para mí”. Según el director, Kinski no volvió a amenazar con abandonar el rodaje.
Un actor imposible y un extra con nueve dedos
Aguirre, la ira de dios narra la historia de una expedición enviada por el conquistador Gonzalo Pizarro en busca de la legendaria ciudad de Eldorado, en el año nuevo de 1561. Lope de Aguirre (Kinski) es el segundo en comando del convoy, aunque al poco tiempo organiza una conspiración para destronar al líder Pedro de Ursúa (el realizador brasileño Ruy Guerra) y poner en su lugar al representante de la corona Fernando de Guzmán (Peter Berling), a quien puede manejar a su antojo. La expedición se adentra en los afluentes del río Amazonas y pronto se ve diezmada por la dureza de la travesía, los ataques de los aborígenes, la falta de comida y de medicinas. A pesar de todo, Aguirre está obsesionado con el poder y la riqueza sin límite que obtendría si encontrara la ciudad de oro y fuerza al grupo a continuar adentrándose en una selva inclemente que va reclamando la cordura y la vida de cada uno de los expedicionarios.
Antes de trabajar con Herzog, Kinski se había forjado la fama de una persona difícil. Tras el rodaje de Aguirre... se convirtió, sencillamente, el actor más intratable de la historia del cine. Según cuenta el director en Enemigo Intimo (1999), el documental que rodó acerca del vínculo entre ambos, los interminables e inmotivados ataques de ira del intérprete eran tan desmesurados que lo convertían en un verdadero peligro. En una ocasión, una parte del elenco se encontraba en una carpa jugando a las cartas tras un alto en la filmación. El ruido de su conversación sacó de quicio a Kinski, quien se apareció con un Winchester y disparó a quemarropa contra la delgada tela de la carpa. De milagro, nadie recibió un impacto letal pero una de las balas le arrancó el pulgar a un extra. Hoy, semejante incidente habría terminado con el film y con la carrera del intérprete, pero hace 50 años, en el Amazonas, las reglas eran otras. Ese contexto que favoreció a Kinski también podía volverse en su contra. Herzog recuerda que, años después, los aborígenes que trabajaron en su film de 1982 Fitzcarraldo, tras convivir con Kinski unas semanas, le ofrecieron asesinar al actor y esconder su cadáver en la selva.
El documental estrenado en 1999 muestra la ambigua relación de ambos, que iba del odio desatado a, quizás no precisamente el amor, pero sí la necesidad mutua. Tras Aguirre, el realizador lo convocó cuatro veces más para protagonizar sus films: es el actor con el que más rodó en su extensa carrera. Kinski, por su parte, a pesar de su egomanía, sus desplantes y sus incontenibles raptos de furia, no podía ignorar que, entre el centenar de películas que encabezó mayormente para mantener su excéntrico estilo de vida, las únicas que le otorgaron reconocimiento y por las que sería recordado son las que filmó con Herzog.
Nada de esto hizo que fuera menos despiadado en el relato de su primer encuentro con el director para discutir Aguirre, plasmado en su autobiografía publicada póstumamente, Yo necesito amor: “Tiene una manera de hablar plúmbea, más perezosa que un sapo, quisquillosa, fragmentaria. De su boca brotan cascotes de palabras que intenta retener al máximo como si le pagaran intereses por ellas. Pasa una eternidad hasta que por fin se saca del cerebro uno de sus mocos mentales resecos. En fin: debería partirle la cara. No, debería dejarlo inconsciente a puñetazos, pero incluso inconsciente seguiría hablando (…). No entiendo en absoluto lo que quiere decir, excepto que está enamorado de sí mismo sin motivo aparente y que está fascinado por su propia osadía, que no es más que la ignorancia de un diletante”.
En su documental, Herzog recuerda este libro entre risas y afirma que él mismo llevó a casa del actor un diccionario con el fin de encontrar los mejores calificativos para denigrarlo. Al parecer, le dieron buen uso: “Herzog es un individuo miserable, rencoroso, envidioso, apestoso a ambición y codicia, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y un farsante de la cabeza a los pies”. El director asegura que Kinski le confesó que si no lo atacaba con saña no vendería ni un libro.
Kinski, la ira de Dios
Aunque Aguirre fue su primera colaboración, Herzog había tenido una insólita experiencia previa con el carácter del actor debido a que, cuando él era un niño y Kinski un desconocido, sus padres le alquilaron una habitación en su casa de entonces. Kinski solo pasó tres meses como inquilino de los Herzog, pero le alcanzaron para aterrorizar a la familia. Según recuerda el director, en una ocasión se encerró durante dos días en un baño y se dedicó a destrozar todo lo que estaba al alcance de sus manos. Un tema recurrente del cine de Herzog es el desafío de la voluntad humana a las fuerzas inconquistables de la naturaleza. Acaso desde ese primer encuentro en la infancia con el actor, su personalidad imposible fue transmutada por Herzog en una fuerza natural a dominar y quizás desde ese momento quedó sembrado el reto de trabajar con él.
Aunque la primera opción de Herzog para encarnar al soldado fue el militar argelino Houari Boumédiene, cuando éste dio un golpe de estado y se convirtió en el presidente de facto de su país, el director asumió que tendría otros asuntos de qué ocuparse. Según recuerda, apenas concluyó el guion comprendió que solo Kinski podría protagonizar el film. El libreto fue escrito durante un viaje en micro a Italia, donde Herzog iba a jugar al futbol con su equipo de Munich. Si bien reconoce que no es muy habilidoso, asegura tener una gran compresión del juego que hace que esté en el lugar correcto en el momento justo y que esta cualidad lo convirtió en el goleador de su escudería. Herzog tipeó el guion en una máquina portátil puesta sobre su falda en la butaca del ómnibus, al tiempo que intentaba repeler al arquero del equipo que, totalmente borracho, cada tanto se derrumbaba sobre él. Eventualmente, el arquero vomitó sobre la pequeña máquina de escribir y Herzog perdió algunas de las páginas que había tipeado. Nunca pudo recordar qué había en ellas.
El guion se terminó en los entretiempos y los descansos entre partidos e inmediatamente fue envíado al actor. Pocos días despues, Herzog recibió un llamado a las 3 de la mañana. Del otro lado de la línea alguien vociferaba como loco una serie de gritos desarticulados. Al cabo de unos minutos, el director descifró que se trataba de Kinski que estaba eufórico por el libreto y aceptaba el papel.
En ese momento, el intérprete estaba en gira con un espectáculo unipersonal llamado Jesus Christus Erlöser, en el que encarnaba a Jesús a su modo: simplemente se subía a un escenario vestido con sus ropas habituales y desgranaba un monólogo airado como el Jesús combativo que expulsa a latigazos a los mercaderes del tempo, totalmente a contramano de la figura hippie y pacifista del reciente éxito Jesucristo Superstar. Este Jesús violento rápidamente redireccionaba su furia contra la audiencia. Cada función terminaba rápido y en un escándalo, con espectadores que se subían al escenario para arrebatarle el micrófono. El actor se mantenía en personaje aún en luchas cuerpo a cuerpo con el público. Su ego desmedido facilitaba su total identificación con el hijo de Dios y redentor de la humanidad: al parecer, hasta en su vida personal hablaba con versículos biblicos. Tal era su estado mental cuando llegó a Perú para rodar este film.
El imaginario inadecuado
La primera escena escrita en el guion sucedía en un glaciar a 5000 metros de altitud, en la que se vería un desfile de cerdos apunados, seguidos por los conquistadores españoles. Al parecer, Herzog nunca logró que los cerdos se apunaran pero, en cambio, buena parte del equipo técnico y hasta los aborígenes estaban enfermos del mal de altura. Por esta razón, la escena nunca llegó a rodarse.
Kinski apareció listo para escalar con un cargamento de equipo de alpinismo (según Herzog, diseñado por Yves Saint Laurent) porque quería exponerse a la ferocidad del mundo natural. “Sus ideas sobre la naturaleza eran muy insípidas” afirma el realizador. “Los mosquitos y la lluvia no estaban permitidos. La primera noche, tras armar su carpa, se largó a llover y se empapó, lo que desató uno de sus ataques de furia. A la larga los pasamos a él y a su esposa al único hotel de Machu Picchu. Todos tomábamos agua del río, pero Kinski disfrutaba de un suministro constante de botellas de agua mineral”.
En su autobiografía, el recuerdo de Kinski es bastante distinto: “Herzog manda a la gente a beber agua del río. Está bien que se derrumben de agotamiento, hambre y sed, pues el guion lo prescribe así. Él y su jefe de producción tienen escondidas para ellos buenas raciones de verduras frescas, frutas, camembert francés, aceite de oliva y bebidas”. Herzog sobrevivió al actor, de modo que se quedó con la última palabra y, según dice, la mayor parte de las memorias de Kinski son inventos.
Un poco al modo del conquistador español que representaba, Kinski tenía la actitud condescendiente de un europeo que llegaba a Perú a descubrir una cultura primitiva con la que, imaginaba, podría vincularse fácilmente por una especie de conexión primaria que experimentaba con la “madre naturaleza”: “Accedí a rodar la película solo por Perú. No sé ni dónde está exactamente, en algún lugar de sudamérica, entre el Pacífico, los desiertos, los glaciares y la selva virgen más gigantesca de la Tierra. Siento como si conociera de otra vida ese país de mágico nombre. Un animal enjaulado jamás puede olvidar la verdad de la libertad”.
El actor se mostraba como alguien que vivía en armonía con los elementos y afirmaba que la naturaleza le resultaba erótica. Herzog, en cambio, no se sentía a gusto con esta postura que consideraba frívola. A pesar de que las fuerzas del mundo natural son protagonistas de su cine, el director no tiene una visión romántica de la naturaleza, a la que ve regida por el caos, el sufrimiento y la lucha por la supervivencia. “No veo que la naturaleza sea erótica. Es más bien obscena, violenta, asfixiante. Es puro padecimiento. Todo padece a nuestro alrededor. Los pájaros no cantan sino que aúllan de dolor. No digo que no haya armonía, pero es la armonía de un asesinato masivo. A pesar de esto, no odio a la jungla, más bien la amo pero la amo a pesar de lo que me indica la razón”, dice en Enemigo Intimo.
Herzog afirma que nunca presenta paisajes naturales en sus films, sino que muestra los paisajes de la mente: “Este es el motivo por el que me gustan algunas películas de John Ford. No utilizó el valle de los Monumentos como fondo, para Ford representaba el alma estadounidense y el espíritu mismo de los personajes. Según mi parecer, los paisajes son miembros activos del reparto. La selva de Aguirre jamás es un entorno frondoso, precioso y decorativo. Es una representación de nuestros sueños más intensos y potentes, de nuestras pesadillas y emociones más hondas. Con su locura y confusión, el espacio se convierte en una parte vital del interior de los personajes y, de ese modo, adquiere atributos humanos”. La selva mostrada por Herzog es un lugar plástico, alucinatorio, distanciado del mundo natural, donde se puede encontrar un barco encallado en la copa de un árbol a 30 metros de altura.
El comienzo del film es justamente célebre: muestra a la expedición de Pizarro bajando por las escalinatas talladas por los Incas en el cerro Huayna Picchu, rodeados de nubes, tal como si estuvieran descendiendo del cielo o del espacio exterior. Un plano apenas más abierto habría dejado ingresar al cuadro la ciudadela de Machu Picchu, que otro realizador indudablemente habría incluido en un cuadro impecablemente compuesto. Para Herzog, ese tipo de clichés constituye lo que llama nuestro “imaginario inadecuado”, la representación gastada por nuestra industria cultural de imágenes vacías que restringen nuestro conocimiento y que el realizador desea evitar más que ninguna otra cosa.
El final es igualmente célebre: Aguirre, único sobreviviente en su balsa, desvaría acerca de un matrimonio con su propia hija para dar origen a un linaje puro que reine sobre todo el continente, un gigantesco imperio incestuoso que haría palidecer a la corona española. Su embarcación, sin embargo, ya va a la deriva y está totalmente invadida por monos, reclamada por la naturaleza que aplastó todos los sueños de grandeza del conquistador.
Hitler y un mono llamado Di Stefano
Para filmar la escena, Herzog contrató a un grupo de indigenas con el fin de que capturara 400 monos salvajes. Aunque pagó la mitad de la cifra convenida como adelanto, los animales no llegaron al set: los aborígenes encontraban más provechoso venderlos a laboratorios norteamericanos de Miami. A último momento, Herzog intersectó el cargamento en el aeropuerto y se hizo pasar por un inspector veterinario que reclama constancias de vacunas. Como los compradores no tenían ninguna, abandonaron a los monos que finalmente fueron usados en el rodaje. Uno de ellos, al que Herzog llamó Di Stefano, por el delantero argentino que era su jugador de fútbol favorito, terminó convertido en su mascota.
El monólogo de Aguirre en esta escena, en la que delira acerca de la creación de una raza pura, sumado a la cabellera rubia y los ojos de azul acerado del conquistador y de su hija, hicieron que algunos criticos vieran en la película, en el ansia de dominio de su protagonista, un reflejo del nazismo. Herzog desmiente esta idea: “Dado que las obras a menudo se ven a la luz de la historia de un país, hay malentendidos esperando a la vuelta de la esquina para los artistas, escritores y cineastas de Alemania. Como muchos alemanes, soy tremendamente consciente de la historia de mi nación y me inquieta hasta el insecticida: sé que del insecticida al genocidio hay un solo paso. Pero con Aguirre jamás hubo ninguna intención de crear una metáfora de Hitler”.
La película costó apenas 370 mil dólares, y un tercio del presupuesto fue para el salario de su actor principal. Cuando Herzog le pidió a Kinski que doblara el audio de algunas escenas debido a imperfecciones técnicas, reclamó un millón de dólares extra. El director terminó contratando a un doblajista que reemplazó su voz en todos los diálogos.
A pesar de los contratiempos provocados, Herzog nunca se arrepintió de haber buscado a Klaus Kinski y admira su actuación en el film. “Era un excelente actor y sabía moverse en la pantalla. Aprendí muchísimo de él al ver como se paraba ante la cámara o cómo supervisaba cada detalle de su vestuario para reflejar al personaje (…). Aguirre tenía que poseer una suerte de distorsión interna que se manifestara en la superficie. Fue idea de Kinski que tuviera una especie de protuberancia en el pecho y decidió que iba a hacer que uno de sus brazos pareciera más largo que el otro. Introdujo estas aberraciones físicas poco a poco y para la escena final el personaje está completamente deforme, sin maquillaje alguno”, concluye Herzog. “Dicho esto, el hombre era una verdadera plaga. Llamo ‘Kinski’ a cada una de las canas de mi cabeza. Pero ¿a quién le importan esas cuestiones ahora? Lo importante es el trabajo realizado y las películas que hicimos”.
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