Ad Astra: Hacia las estrellas, la gran oportunidad para descubrir al "director secreto" y favorito de Hollywood
Que James Gray sea hoy un ilustre desconocido para la mayoría del gran público es una prueba de que su camino oblicuo entre el cine independiente y el mainstream industrial lo ha convertido en el secreto de una generación que ha dado célebres directores como Paul Thomas Anderson, Todd Haynes o David Fincher.
Nacido en Queens y egresado de la Universidad del Sur de California, filma su ópera prima a los 25 años, gana el León de Plata en Venecia y obtiene el favor de la crítica francesa. Con esa inaugural Little Odessa (1994) ya instala su mundo, su sensibilidad, su impronta clásica y aventurera de personajes desplazados, de orígenes impuros, marcados por un entorno familiar que se vuelve refugio y prisión. La inicial celebración crítica se fue enfriando un poco con los años y sus siguientes películas, como La traición (2000) o Los dueños de la noche (2007), fueron menospreciadas por su apego al policial, por el clasicismo de su puesta en escena, por ese lirismo que sufre el desdén de cierta mirada irónica contemporánea.
Que no se haya estrenado su extraordinaria Z: la ciudad perdida(2016), después de varios amagues de asomar en la cartelera local, no pudo ser más que una desilusión. Una película para ver en cine, con la majestuosa presencia del Amazonas boliviano como un laberinto esquivo e inexpugnable, enclave de misterios y fabulaciones. Con ella, Gray desempolvaba las viejas coordenadas del cine de aventuras, atravesadas por una mirada que le era propia, que conjugaba su increíble interés por lo material de la naturaleza con su singular expresión de lo espiritual del descubrimiento. Ahora, en su última película Ad Astra: Hacia las estrellas, es el espacio exterior el que se ha convertido en el único lugar posible para el astronauta Roy McBride, ese territorio que como la selva para el cartógrafo británico Percy Fawcett, se revela como una tierra prometida a la que nadie llega. Como herederos del Kilpatrick de Tema del traidor y del héroe de Borges, varado para siempre en la víspera de una rebelión victoriosa, los personajes de Gray persiguen sueños incompletos, forjados siempre en un origen anhelado, como la brújula que guía la travesía de todo viajero.
Más allá de la apariencia de odisea espacial, de epopeya que recuerda al pulido diseño de la 2001 de Kubrick, Ad Astra es la historia de un hombre en busca de su padre, en busca de aquella figura que le legó, junto a ese heroísmo que todos veneran, una incomprensible ausencia, un extrañamiento en su propio cuerpo, en su propio mundo, que solo lo lleva a sentirse ajeno de sus propios sentimientos. Las relaciones entre padres e hijos han sido una constante en el cine de Gray; la relación primaria, la ha llamado él en varias entrevistas. El gángster de Little Odessa ponía en riesgo su vida tan solo para despedirse de su madre moribunda, los hermanos de Los dueños de la noche se disputaban la lealtad a su padre aún en las fronteras entre el crimen y la legalidad, y el eterno viajero de Z: la ciudad perdida encontraba en la exploración de lo desconocido una impensada forma de reconciliación con su hijo. Y entre ellos, el Roy que interpreta magistralmente Brad Pitt construye su singular contención en una vida que escapa a los pasos de su padre pero resulta guiada por ellos, por el misterio de su desaparición, por las dudas sobre su triunfo.
Ad Astra está ambientada en un futuro cercano en el que la Tierra cifra sus esperanzas en el descubrimiento de vida inteligente en el espacio exterior. El contacto con los otros, con los desconocidos, es menos temido que esperado como un augurio de salvación. Roy es el hijo del primer astronauta que llegó a Neptuno, aquel que sacrificó su vida por el bien de la humanidad, y en homenaje a ese inalcanzable sacrificio intenta hacer su trabajo con rigor y estoicismo. Nada empaña su dedicación, ni sus sentimientos ni sus debilidades. Pero luego de un mortal accidente del que sobrevive con aplomo y valentía, Roy es asignado a una inesperada misión: rastrear el origen de las misteriosas tormentas eléctricas que azotan la tierra y ponen en peligro la vida humana. Sus superiores le sugieren que el destino de ese viaje es la periferia de Neptuno, y la sombra de su padre regresa como el temido fantasma de Hamlet, como el tirano mandato de una resurrección.
Gray es una anomalía en el cine actual, un cineasta lleno de ideas originales, propenso a riesgos en el seno de una industria como la del Hollywood contemporáneo, más que nunca regida por la repetición de fórmulas. Pese a la linealidad del relato y al uso de la voz en off como expresión del mundo interior de Roy, Gray consigue escenificar el espacio como un territorio mental, que combina los miedos ancestrales, los monstruos imaginarios, los recuerdos de la vida cotidiana, los amores perdidos, la memoria de la infancia. Ad Astra transita desde el verde de la Tierra hasta un desierto lunar convertido en un inmenso mercado satelital, con su consumismo y su banalidad, para aterrizar en un Marte enigmático, con su polvo rojo, sus cámaras de espera y sus asfixiantes secretos. Todo ese pulso de tragedia contenida se distiende en algunos guiños de humor, en la ligera crítica social, en la empatía con la que define cada personaje secundario. Y en ese mundo de misiones suicidas, es Roy quien persigue sus propios descubrimientos más allá de cualquier mandato, de cualquier aspiración de triunfo y heroísmo.
Es curioso lo que Gray logra con sus imágenes. En sus dos grandes películas, Los amantes (2010) y The Immigrant (2013, sin estreno en Argentina, disponible en FOX Play), recrea el melodrama desde una mirada íntima y subterránea, sumergiéndolo en un tono opaco, de belleza oculta y no por ello menos desgarradora. La primera inspirada en Noches blancas de Dostoievski y protagonizada por Joaquin Phoenix (uno de sus actores fetiche) construye la tensión amorosa entre la mujer deseada y la real en unos interiores ocres y opresivos atravesados por la sangre, la familia y la religión. En la segunda, la misma sobriedad con la que hermana al hombre con el esplendor del espacio y sus confines en Ad Astra define la llegada de una inmigrante polaca (extraordinaria actuación de Marion Cotillard) a la isla de Ellis en los albores del siglo XX. Gray controla la puesta en escena de manera obsesiva pero sus películas siempre parecen sencillas y casi transparentes. Ese murmullo delicado que captura detrás de las tragedias de sus personajes, ya sean policías torturados como en Los dueños de la noche, o exploradores inmersos en sueños definitivos como en Z: la ciudad perdida, es la clave de sus historias, perennes y universales, oscuras y llenas de luz.
El cine de Gray tiene el espíritu de una ceremonia, ya sea la de bienvenida por la llegada del hijo pródigo encarcelado en La traición, la del encuentro familiar ante el inminente casamiento en Los amantes, o la de despedida de los muertos en Little Odessa. En Ad Astra lo ceremonial, los espacios de encuentro, el culto a lo compartido, se refugia en lo profundo de la memoria de Roy, ese territorio plástico en el que se combina lo público de la gesta espacial con lo íntimo de la epopeya personal. Gray entrelaza con virtuosismo sus múltiples influencias, desde los horizontes lejanos de las películas de John Ford a las imágenes de las misiones de los Apolos, desde la introspección de Solaris a la oscura travesía de Apocalypse Now, y lo hace con el arte de un gran narrador, con la convicción del que hace suyos los grandes temas, del que cuenta siempre esa historia íntima del hombre y sus miedos, de las luchas con el propio encierro y el sacrificio de la liberación.
Cineasta oculto, sin temor a los sentimientos, artesano de una puesta clásica, refractario al cinismo y la ironía, James Gray es todo un mundo por descubrir. Un mundo oculto como esa América que anhelaba la inmigrante recién llegada a la isla Ellis, como esa ciudad perdida en las profundidades de la selva amazónica, como ese corazón con vida que aguarda en los últimos confines de nuestra galaxia.
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