A los 104 años, murió Olivia de Havilland, la última leyenda de Hollywood
Olivia de Havilland, leyenda indiscutida del Hollywood clásico, murió a los 104 años en su residencia de París, según informó el portal Entertainment Weekly. La actriz falleció en la noche del sábado "en paz mientras dormía", de acuerdo a lo que comunicaron las fuentes.
Había nacido en Tokio cuando el siglo XX apenas despuntaba y acaba de morir en París, ciudad a la que llegó en 1953 convencida de que su tiempo como estrella había terminado. No deja de ser curioso que el comienzo y el final de una vida de extraordinaria longevidad hayan ocurrido lejos del lugar que la hizo famosa y despide, ahora sí, a la última sobreviviente de su época más esplendorosa.
Después de Olivia de Havilland ya no queda en Hollywood ninguna figura de aquél tiempo en que se decía que allí podían encontrarse más estrellas que en el cielo. "Nada que viniera después podría ser igual. Sobre la ciudad se extendía algo así como un paño mortuorio. Tenía que reflexionar sobre el rumbo que daría a mi vida en un sitio que estaba llegando a su fin", confesó muchos años más tarde, de paso por el lugar que le brindó toda la fama imaginable, toda clase de premios y la admiración del planeta entero.
El duelo le duró más de medio siglo. Dueña de un nombre y un apellido que parecía hacerle juego a su condición de estrella, De Havilland volvió desde aquella partida a mediados de los años 50 muy contadas veces a Hollywood para hacer algunas apariciones especiales en TV y recibir toda clase de reconocimientos, entre los cuales sobresalió su presencia en los festejos por las bodas de diamante del Oscar, en 2003. Pero siempre volvió a París.
Allí estaba mucho más a gusto. Sentía que los franceses se identificaban con su espíritu independiente y también que la ciudad era una coraza perfecta para protegerla de los cazadores de indiscreciones. Habían pasado décadas enteras desde su voluntario exilio artístico en la Ciudad Luz y muchos querían saber más sobre sus matrimonios fallidos, los romances furtivos (supuestos o verídicos) que mantuvo con los grandes galanes del cine de su tiempo y, sobre todo, la increíble rivalidad que mantuvo con su hermana menor, Joan Fontaine, otra gran estrella, que ni el tiempo ni la muerte lograron mitigar.
La reconciliación nunca llegó, ni siquiera cuando en 1975 murió Lilian Fontaine, la madre de las dos actrices y la mayor responsable de la carrera que ambas eligieron. Lilian era actriz teatral y estaba casada con Walter de Havilland, un exitoso abogado especializado en patentes establecido en Tokio que en 1910 escribió un muy detallado libro sobre la milenaria historia del juego del go. Olivia de Havilland nació seis años después, pero estuvo en la capital japonesa hasta 1919. Ese año, su madre recién divorciada se la llevó a California junto con su hermana Joan. Allí se criaron y descubrieron su vocación artística.
Olivia arrancó muy joven. En 1933, Max Reinhardt la descubrió cuando participaba con un elenco estudiantil de una puesta de Sueño de una noche de verano. El director estaba preparando una versión de la obra para el teatro y pensó en la chica de 17 años para interpretar a Hermia. Fue tan exitosa que se llevó al cine con el mismo elenco y producción de los estudios Warner, que la convencieron de firmar un contrato por siete años para sumarse a la larga lista de precoces actrices que encarnaban personajes dóciles y tiernos al servicio de los dominantes galanes de la época. El más notorio fue Errol Flynn, con quien compartió varias películas mientras la rechazaba en cada uno de esos rodajes sus intentos de conquista cada vez más insistentes.
El tiempo identificó esa resistencia a los avances de un seductor tan persuasivo como la primera señal de carácter de una actriz que jamás aceptó la sumisión. "Luchó como una tigresa para liberar a los actores de su perpetua esclavitud", llegó a decir de ella Bette Davis. Por reclamar mejores condiciones de trabajo Warner llegó a suspenderla seis meses, pero redobló la apuesta y ganó una demanda judicial contra el estudio, fallo que marcó un precedente para la defensa de los derechos de los actores.
Una dama aguerrida
Fuera de la pantalla ya había mostrado ese temperamento aguerrido cuando se fue de la casa materna a los 16 años porque no se llevaba bien con George Fontaine, el nuevo marido de su madre, de quien su hermana menor tomó el apellido artístico.
De Havilland aceptó correr el riesgo de quedarse tres años sin trabajar para ocuparse a tiempo completo de la batalla judicial cuando ya era una de las estrellas más reconocidas de Hollywood. Todos la identificaban como la expresiva y profunda Melanie, uno de los grandes personajes de Lo que el viento se llevó (1939), convertido desde allí y para siempre en mito como todo lo que giró alrededor de esa obra. Allí obtuvo su primera nominación al Oscar como actriz de reparto.
Esa aparición cambió para siempre el perfil de heroína romántica con el que había iniciado su rápida carrera hacia el estrellato en el cine. Hasta allí había hecho películas que se llamaban Fiebre de primavera, El derecho a la vida, Mi reino por un amor y Caprichos del corazón. Y acompañó en esos años a Flynn en aventuras como El capitán Blood, Robin Hood y La carga de la brigada ligera. "Era un diablo, me molestaba, era injusto y trabajar con él siempre resultó muy difícil. Pero a pesar de todo eso las películas tuvieron mucho éxito". En 1941, por La puerta de oro, ganó su segunda nominación al Oscar, primera como actriz protagónica.
Pero después de ganar en los tribunales se abrió una nueva etapa en la carrera de la actriz, que comenzó a ocupar espacios acordes con su temperamento de mujer aguerrida y siempre dispuesta a luchar por sus convicciones. Fue el mejor momento de su carrera. Entre 1947 y 1950 recibió tres nominaciones más al premio de la Academia. Lo ganó dos veces como mejor actriz protagónica por Las lágrimas de una madre y La heredera. Nido de víboras, el tercero de esos films, fue para muchos su papel más logrado, pero no logró llevarse el premio, aunque fue coronada como la mejor actriz del Festival de Venecia de 1948.
Dos años antes se había casado con el novelista Marcus Goodrich, con quien tuvo un hijo, Benjamin. Pero poco después, invitada al festival de Cannes, conoció al francés Pierre Galante, entonces editor del semanario París Match. Se enamoró de él y tras divorciarse de Goodrich y asegurarse la custodia de su hijo decidió instalarse en París. "Francia fue para mí una experiencia rejuvenecedora. Después de la guerra su alicaída civilización apenas estaba despertando", escribió más tarde en Every Frenchman Has One, el libro autobiográfico que escribió sobre su experiencia de vivir tanto tiempo en París.
Allí comenzó una existencia apacible y tranquila que transcurría en una casa de tres pisos situada en las afueras de la Ciudad Luz. Esa estada se interrumpía de tanto en tanto para que De Havilland regresara a Hollywood para aparecer en películas o producciones de TV que elegía cuidadosamente. Sus intereses principales estaban en Francia y de a poco fue espaciando cada vez más su ya austera presencia en la pantalla para dedicarse al cuidado de sus seres queridos. Su hijo Benjamin sufría del mal de Hodkin desde la adolescencia y falleció a los 42 años. Y Galante, con quien tuvo una hija, Giselle, padeció un cáncer. De Havilland cuidó de él hasta el final de sus días, en 1998, a pesar de que ya estaban divorciados.
Celos y disputas
Lo que nunca pudo arreglar fue el entuerto con su hermana, que había nacido en la adolescencia (Joan Fontaine se enojaba al recordar que tenía que usar la ropa desechada por su hermana mayor) y se acentuó por los celos artísticos cuando ambas ya empezaban a hacerse famosas. En 1941, la Academia de Hollywood nominó a ambas para el Oscar como mejor actriz. Y todo explotó cuando Fontaine, la menor, se llevó la estatuilla por La sospecha, de Alfred Hitchcock, y dejó con las manos vacías a De Havilland, que soñaba con ganar por La puerta de oro. Dicen que la pelea se profundizó porque la ganadora ignoró la felicitación de su hermana.
"Yo me casé primero, gané el Oscar antes que ella y si llego a morirme antes estoy segura de que se pondrá furiosa al comprobar que volví a ganarle", dijo una vez Fontaine, que falleció en 2013 a los 96 años. Su hermana mayor no se movió de Francia ni dijo una sola palabra en ese momento. Tampoco respondió a las acusaciones de abuso físico, emocional y psicológico que Fontaine, en su autobiografía, atribuyó a De Havilland. Sin embargo, poco antes de morir, Fontaine le quitó valor a esas palabras y dijo que seguía en comunicación con su hermana mayor.
Con la distinguida elegancia que siempre la caracterizó, mucho más en la serena y prolongada vejez que la vida le regaló, De Havilland siempre declinó hablar del tema. Pero en los últimos años no se privó de reivindicar su aguerrida personalidad. Tenía 102 años cuando inició una demanda judicial contra el productor televisivo Ryan Murphy y la cadena FX. No estaba de acuerdo con el modo en que la serie Feud la retrataba y pidió un resarcimiento por daños, perjuicios y el uso de su nombre sin autorización. El eje de la serie era la extensa rivalidad entre Bette Davis (Susan Sarandon) y Joan Crawford (Jessica Lange), y De Havilland (encarnada por Catherine Zeta-Jones) aparecía como un personaje secundario, de férrea amistad con Davis.
De Havilland perdió en segunda instancia la demanda. Uno de los jueces dijo que el retrato que se hacía en la serie podía ser incómodo y desagradable para ella, porque Feud la mostraba como una figura hipócrita, manipuladora y chismosa. "Pero no puede arrogarse el derecho de controlar, dictar, aprobar, desaprobar o vetar el retrato que un artista hace de ella, porque la libertad de expresión está amparada por las garantías de la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos", señaló el magistrado.
La extensa vida de Olivia de Havilland se cerró con esta paradoja. Había arriesgado en su momento el éxito y toda una carrera en el cine por defender sus derechos, y se encontró ya pasado el siglo de existencia con otro fallo judicial inspirado por el mismo propósito, pero en su contra. Para una persona tan afirmada en sus principios debe haber sido un golpe duro, pero con alguna satisfacción adicional. En algún momento se habrá felicitado a sí misma por su decisión de tomar distancia de Hollywood al sentir que cada vez tenía menos que ver con ese mundo. Ese plácido alejamiento, que transcurrió durante los últimos 75 años, no le impedirá a Olivia de Havilland ser vista, en el momento del adiós, como la última figura del Hollywood clásico que deja este mundo. No dejará nunca de asombrarnos que su vida más que centenaria coincidiera con esa historia.
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