¿Quién no recuerda la escena de 9 semanas y media (1986) en la que Elizabeth (Kim Basinger) seduce a John (Mickey Rourke) con esa coreografía hot montada al ritmo de la gran versión de "You Can Leave Your Hat On", de Joe Cocker?
En una época en la que el debate sobre el erotismo y los roles de poder ha reverdecido en la sociedad contemporánea y, por ende, también en el mundo del cine, vale la pena revisar esta película de Adrian Lyne que, a pesar de recibir una andanada de críticas destructivas, se convirtió con el paso del tiempo en un emblema de los años 80, especialmente por su sobrevida en el consumo hogareño: 9 semanas y mediacostó 17 millones de dólares y recaudó cerca de 100 en cines de todo el mundo (en París se mantuvo casi cinco años en cartel). Pero sobre todo fue una favorita de los socios de videoclubes, seguramente interesados en la fama de film provocativo que tuvo esta historia de ficción que nació en una novela autobiográfica de una escritora desconocida, Elizabeth McNeil, quien en realidad era un nombre de fantasía detrás del cual escondió su verdadera identidad la periodista Ingeborn Day.
Las polémicas sobre el contenido de la película son un capítulo aparte, saldado de alguna manera por uno de sus guionistas, Zalman King -que trabajó el guion en sociedad con su esposa, Patricia Louisianna Knop, y Sarah Kernochan-, con una declaración pertinente: "Si se generaron discusiones en torno a este film, no creo que se debieran a su contenido erótico. Apenas si se ve carne, no se muestra casi nada".
Lo que dejó mucha tela para cortar no fueron los detalles de esa relación ardiente entre un yuppie dominante y una galerista de arte masoquista que, comparada ahora con 50 sombras de Grey, parece un cuento de Disney. Las discusiones más fuertes en torno a 9 semanas y media estuvieron en verdad más enfocadas en una preproducción complicada y un rodaje caótico y lleno de problemas.
El primer escándalo se produjo en el casting: aunque al principio se pensaba otra cosa, Kim Basinger, conocida como la chica Bond de Nunca digas nunca jamás (1983) y tapa de la revista Playboy ese mismo año, lo terminó definiendo como la peor experiencia de su vida profesional. Basinger fue la seleccionada de una prueba en la que también participaron colegas de mucho prestigio como Jacqueline Bisset, Kathleen Turner, Teri Garr e Isabella Rossellini.
Elegida Miss Georgia en su post-adolescencia, tenía entonces 30 años y estaba lista para transformarse en estrella de Hollywood. Tanto como para que un productor de la industria la definiera con excesivo entusiasmo como "un cruce entre Marilyn Monroe, Brigitte Bardot y Judy Holliday, con el talento de Julie Christie". Robert Altman, un cineasta muy respetado, le agregó más aire a ese globo de ensayo: "Es la próxima Meryl Streep", aseguró sin ruborizarse.
En ese marco, Lyne -un director mediocre pero que venía de meter un golazo comercial en 1983 con Flashdance (recaudó 200 millones de dólares solo en Estados Unidos)- no dudó. Basinger era la chica del momento y tenía todo lo que, según él, era vital para el papel: inocencia e instinto.
Una vez que la actriz aceptó el trabajo empezaron los inconvenientes, relacionados mayormente con exigencias inesperadas del director como la prohibición de un contacto con Rourke previo al primer día de rodaje, pensada para que ella pudiera "verlo realmente como un extraño e incluso le tuviera miedo". Fue solo el inicio de una larga pesadilla que Lyne planificó con frialdad.
La idea de filmar las escenas en orden cronológico -una decisión atípica en una producción de este tamaño y que hizo disparar los costos de la película- respondió a la necesidad de que los personajes protagónicos experimentasen el crescendo de perversiones que marcan una relación caracterizada por las prácticas degradantes para Elizabeth, quien sin embargo las asume obsesivamente, como si se tratara de una adicción. Los juegos eróticos de la película son bastante retorcidos, pero es cierto que es más lo que se insinúa que aquello que se muestra. El libro en el que se basa el film, de hecho, es mucho más morboso: la protagonista se pasa la mayor parte de esas nueve semanas y media que dura la relación encadenada, prisionera de un auténtico psicópata.
Ya en el casting, Lyne había generado algunas situaciones de tensión y hostilidad para que Basinger quedara, según sus propias palabras, "al filo del terror". Y en la filmación perfeccionó la técnica: en cada escena en la que hubo que hacer retomas solo le dirigía la palabra a Rourke, una manipulación emocional que dejaba en situación de extrema fragilidad a Basinger.
Años más tarde, Rourke -socio evidente del director en ese juego contaminante- diría que se sintió muy cómodo en el rodaje y que valoraba mucho que el equipo de la película se hubiera preocupado porque coma bien, descanse lo suficiente y pueda escuchar música a todo volumen en los momentos previos al registro de las escenas.
El momento más angustiante para Basinger fue el de la última escena del guion: un juego de amo y esclava condimentado con gran cantidad de somníferos que encima fue eliminado del montaje definitivo. Convencido de que era imperioso que la actriz estuviera lo más vulnerable que fuera posible, Lyne le pidió específicamente a Rourke que la maltrate. Y el actor cumplió: tomó a su compañera del brazo, la sacudió un par de veces hasta hacerla llorar y finalmente le dio un sopapo. Impensable para esta época, pero posible en aquella.
El objetivo era que Basinger se derrumbara al mismo nivel que el personaje que estaba interpretando, una especie de ejercicio de aplicación salvaje, desbocada y distorsiva de las técnicas del Actor's Studio, que obviamente lastimó el ánimo de la actriz. "No fue agradable hacer eso, pero sí muy útil -sostuvo en su momento Lyne-. Kim es un poco como una niña, y era necesario que durante el rodaje se transformara en el personaje. De hecho, más que actuar ella reacciona, un poco como ocurría con Marylin Monroe".
Lejos de considerarlo una tortura inaceptable, Basinger aprobó esa cruel metodología: "Sabía que si hacía esto me haría más fuerte y más sabia. Me sentí humillada y a disgusto, todo aquello iba contra mis principios. Pero cuando vas contra tus principios surgen unas emociones que no sabías que tenías", declaró no bien terminó el rodaje. Para ella, "el exorcismo emocionalmente desgarrador de esta experiencia también terminó siendo liberador". Pero lo cierto es que esas diez semanas le trajeron no pocos dolores de cabeza, al punto de dejar al borde de la ruptura su relación con el maquillador Ron Snyder-Britton, de quien se separaría definitivamente unos años más tarde para embarcarse en un fugaz amorío con Prince.
"Todas las actrices deberían experimentar algo así, salí muy fuerte de esa película", remató aquella vez Kim, hoy un poco arrepentida, con menos trabajo que en esos años dorados y un poco sujeta a la nostalgia de aquel papel en 9 semanas y media, como probó la convocatoria para sumarla al elenco de Cincuenta sombras más oscuras (2017), otro discreto producto softcore de la industria americana.
El recuerdo que queda hoy de la película de Lyne está más atado a ese rodaje tumultuoso que a la calidad de una película que, además, sufrió la censura de la compañía que la distribuyó (MGM): quedaron afuera de la versión que se estrenó en febrero de 1986 un trío de los protagonistas con una prostituta, una violación simulada y una escena de sexo en la que Basinger llevaba un bigote postizo. Los más memoriosos podrán señalar también el cameo de Ron Wood (The Rollings Stones) o la excelencia de una banda sonora que también incluía temazos de Bryan Ferry, Devo y Eurythmics. Pero no mucho más.
La noticia más fresca relacionada con la película tiene que ver con el mundo de la moda: este año, la marca española Zara lanzó al mercado un elegante trench oversize inspirado en el que Basinger lució en la escena del paseo con globos en la que el personaje de Rourke se enamora perdidamente de ella, con la hermosa "Slave to Love" de Bryan Ferry de fondo. Demasiado sufrimiento para tan poca cosa.
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