"Chau, Beto cabezón"
Lo decía en una entrevista cuya grabación conservo intacta y que le hice en 1988 en mi entonces naciente Esto que pasa, por FM Splendid. Recordaba con unción que la lealtad del oyente debe ser respetada religiosamente y subrayaba que ese contrato entre oyente y conductor es un vínculo de afecto exigente y acuciante. "Cuando me saludan al grito de «Chau, Beto; chau, cabezón», están convencidos de que son íntimos míos porque así se sienten y así debo admitirlo", aclaraba.
Era un hombre de radio de los que ya escasean. Si su lenguaje jamás pretendió los lustres del academicismo y él tampoco se hubiera permitido la arrogante presunción de hablar como no le cabía, fue respetuoso y sobrio con lo central de este oficio, el habla. Sin gritos y absolutamente ajeno a la chabacanería y el grueso epíteto, Badía era un remanso de sereno respeto. Nunca perdió su impronta juvenil, pero no confundía vitalidad con grosero culto de la "transgresión". Fumador fuerte durante muchos años, no fumaba en el estudio. "Enfermo" de River, no se le escapaba una palabrota al aire. Pícaro y seductor empedernido, era sin embargo inmensamente pudoroso para tratar el micrófono y para enfrentar la cámara. Alguna vez me dijo, mientras manejaba su auto, que la radio era una novia a la que había que atender con ternura y respeto. Otra vez me confesó que lo aterraba la idea de llegar a la "cumbre". Me explicó que amaba la meseta, la lucha perenne. También proclamó en aquel reportaje de 1988 que necesitaba reinventarse y matar él mismo aquellos proyectos que ya habían caducado. Impresionaba su conciencia sobre sus propios alcances y límites. Locutor de aquellos, rendía pleitesía a la inteligencia, al saber y a la seriedad. Odiaba interrumpir a su columnista o balbucear incoherencias sólo para hacerse oír.
Fue también un agudo lector de los tiempos oscuros y de las miserias inmensas de la TV como industria. Denunciaba a una TV que no tenía espacio para la experiencia de los veteranos y carecía de paciencia para la inexperiencia de los jóvenes. El abría puertas a ambos extremos y sentía placer de ser una puerta de entrada para que los postergados se hicieran ver y los debutantes tuviesen su oportunidad.
Representó un modo civilizado de estar en los medios y permanecer en el afecto de la gente, sin golpes bajos, sin amarillismo y sin canalladas. Su ausencia se siente y se sentirá. Iluminará el ruido ambiente de una actividad intoxicada hoy de procacidades y mediocridad. Soy uno más de los que lo quisimos siempre y no lo olvidaremos.
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