Es fácil olvidar que ese hombre salvaje que estuvo varias veces al borde de la muerte alguna vez fue un niño tímido e introvertido. ¿Cómo un genio precoz con oído absoluto transmutó en la mayor estrella de rock & roll del país?
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Era tímido, introvertido y sensible, una criatura de sólo tres años que pasaba horas investigando los sonidos de un piano de juguete, cuando sus padres se embarcaron en un largo viaje de placer por Europa y decidieron dejarlo junto a su hermano menor al cuidado de la abuela materna y el séquito de niñeras y mucamas de la familia. El hogar de los García Moreno, un petit hotel de Moreno 65, en Caballito, tenía todos los lujos que podía tener la casa de una familia de clase alta en aquella época: sala de costura, cancha de paleta y un montacargas en el que se bajaban al comedor los manjares que preparaban en el tercer piso un grupo de cocineras.
Antes de convertirse en genio precoz, en pianista de oído absoluto, en profesor de teoría y solfeo y en una de las figuras más importantes de la historia del rock latinoamericano, Charly García, en ese entonces Carlitos, era todo lo bueno que se podía esperar de un hijo primogénito: no les daba trabajo a sus padres, dormía de corrido por las noches y la música clásica que se escuchaba todo el tiempo en su casa parecía ponerlo en un estado de trance hipnótico.
Pero cuando una tarde de 1955 los padres regresaron de aquel viaje por Europa descubrieron que el niño presentaba una serie de manchas blancas en el lado derecho de su cara. Recorrieron clínicas y hospitales buscando el diagnóstico preciso y lo sometieron a tratamientos con iodo para curarlo. Pero no hubo caso, los días de desarraigo materno le habían provocado una crisis nerviosa que derivó en un problema de pigmentación en la piel conocido como vitíligo, que años después daría origen a su característico bigote bicolor.
“Charly siempre fue muy sensible”, dice Carmen Moreno, la madre, un mediodía de junio en su departamento de Caballito. “Nunca me perdonó ese viaje. Fueron muchos días y él nos extrañó tanto que le agarró vitíligo. Es el día de hoy que me acuerdo y me arrepiento.”
En las fotos del álbum familiar se puede ver la transformación de Carlitos en Charly: el bebé de cachetes espesos y gesto adusto de los primeros retratos en blanco y negro fue mutando en una figura cada vez más desgarbada hasta lograr un gran parecido físico con su padre. Si de pequeño fue un niño noble, amable y obediente, entrada la adolescencia aparecerían las primeras señales de rebeldía. “De chico nunca me dio trabajo”, recuerda Carmen.
Nació el 23 de octubre de 1951 fruto del matrimonio entre Carmen Moreno, una ama de casa del barrio de Liniers, y Carlos Jaime García Lange, un ingeniero de ascendencia holandesa oriundo de Caballito, químico, matemático, autor de varios libros de estudio y dueño de la única fábrica de muebles de fórmica del país. Lo siguieron Enrique, Daniel y Josi. Carlitos –como todavía le dice su madre en general– y sus hermanos se criaron en una época de bonanza, lujos y confort.
Desde muy pequeño dio muestras de sus condiciones de genio precoz: la música fue algo que empezó a intuir a los dos años y se manifestaba en él de forma genuina. Primero con una citarina, que aprendió a tocar de oído, y después con un pequeño piano de juguete que le había regalado su abuela materna. Unas semanas después de haber regresado de aquel viaje por Europa, Carmen advirtió también que Carlitos había aprendido a tocar “Torna a Sorrento”, la melodía que venía en una cajita musical. “Cuando lo escuché tocar esa canción, lo llevé al departamento de un vecino que vivía en el piso de arriba y tenía un piano grande”, dice Carmen. “Y enseguida se puso a tocar como si nada. Al otro día fui y le compré uno.”
A la edad en que muchos niños empezaban el jardín de infantes, Charly empezó a tomar clases de piano con una profesora, Julieta Sandoval del conservatorio Thibaud Piazzini, que iba dos veces por semana a su casa y, para conquistarlo, le regalaba caramelos. En varias ocasiones se ha referido a Sandoval como “una profesora freak aferrada al catolicismo” que le infundía la idea de que, para llegar a elevarse como los grandes genios, necesitaba atravesar el camino del sufrimiento. “Me dio bronca haberme autoflagelado al pedo”, dijo en una entrevista con Rolling Stone en la que reconoció haberse hecho incisiones en los brazos para experimentar el dolor. “En vez de la droga era Cristo. Y bueno, cuando se te cae todo eso…”
A los 8 casi no hablaba, pero le silbaban una melodía y automáticamente lograba reproducirla en el piano. Una de sus niñeras, llamada María, le cantaba zarzuelas españolas y él pasaba horas jugando con los acordes hasta que Carmen le pedía por favor que parara. En las primeras evaluaciones anuales del conservatorio se destacó entre todos los niños de su edad por ser el único capaz de tocar con las dos manos.
Una tarde en un bar de San Telmo, mientras pasa fotos familiares en la pantalla de su teléfono celular, Daniel García Moreno, el hermano seis años menor, dice: “Nunca escuché a Charly quejarse de su problema en la piel”. Sin embargo, en una entrevista publicada en 2011, Charly confesó que al principio no se atrevía a usar bigote hasta que un día se miró al espejo, pensó “loco, bancate ese defecto”, y transformó un complejo en una característica distintiva que definiría su imagen. “Creo que en su momento lo asumió como un rasgo natural y después le sirvió”, dice Daniel. “Porque le terminó dando un toque de originalidad.”
Tenía poco más de 9 cuando comenzó a aburrirse de interpretar canciones de próceres musicales que sólo veía en bustos de bronce y un día en que se había enojado con la madre, mientras miraba El Club del Clan compuso su primer tema, “Corazón de hormigón”, con una letra que decía: “El corazón es blando/El corazón perdona/Pero tu corazón, parece de hormigón”. Cincuenta años más tarde lo grabaría junto a Palito Ortega, en Kill Gil.
Por las mañanas, las tardes y las noches, Charly tocaba el piano. Y cuando abandonaba por un rato la música, le gustaba jugar al fútbol con los amigos del barrio, leer libros sobre mitos griegos, ir al Museo de Ciencias Naturales del Parque Centenario, dibujar animales prehistóricos –Carmen piensa que podría haber sido un gran pintor–, pescar mojarritas en los lagos de Palermo, armar arcos y flechas, o nadar durante largas horas en la pileta de la casa de fin de semana que tenían los García Moreno en Paso del Rey, una propiedad grande que se llamaba “La Boheme”.
De todos los hermanos, Charly era muy cercano a Enrique, que en 1986 falleció en un accidente de autos, y con quien tenía muy poca diferencia de edad. “Eran como Tom & Jerry y, a su vez, muy unidos”, recuerda Daniel. “Cuando éramos chicos hacíamos muchas pruebas en la pileta de esa quinta que teníamos. Creo que si no hubiéramos jugado tanto en el agua, aquella vez que se tiró del noveno piso de un hotel de Mendoza, no le habría acertado a la piscina.”
En 1959, Argentina atravesaba un proceso económico inflacionario cuando algunos desaciertos financieros de Carlos García Lange ocasionaron el cierre definitivo de la fábrica de muebles de fórmica y la posterior pérdida de todas las propiedades familiares. A la venta de la quinta de Paso del Rey y la casa de Caballito, se sumó la necesidad de que Carmen comenzara a trabajar como productora en dos programas de radio dedicados al folclore y al tango. El nuevo hogar de los García Moreno, un departamento modesto que alquilaron en Darregueyra y Paraguay, se convirtió en un punto de encuentro de artistas y músicos como Eduardo Falú –que era vecino del barrio–, Mercedes Sosa, Atilio Stampone, Polo Giménez y Ariel Ramírez, donde las reuniones finalizaban con guitarreadas en las que, en algún momento de la noche, Carmen le pedía a Carlitos que tocara el piano con los ojos cerrados o de espalda. “A veces Charly tocaba sentado en el piso y con las manos alzadas como si estuvieran colgando del piano, y todos se quedaban impresionados”, recuerda Daniel.
En uno de esos encuentros, Charly murmuró por lo bajo que Falú tenía la quinta cuerda de la guitarra desafinada y, luego de diferentes pruebas, todos los presentes descubrieron que tenía oído absoluto, una habilidad auditiva característica de muy pocas personas que consiste en identificar las notas musicales sin tener una referencia sonora. “Todo lo que tocaba en el piano le salía fácil y bien”, dice Daniel. Sin embargo, Carmen asegura que nunca pensaron que su hijo mayor podía ser un genio. “Cuando terminó el secundario mi marido quería que hiciera el ingreso a la universidad”, dice. “Pero Charly lo único que quería era tocar.”
En una entrevista de 2002, Charly le contó a Rolling Stone que su familia era un poco especial. “Vivía en el mundo de la clase alta. En el colegio me hice vago, reventado. Hasta ese momento, lo que me molestaba de la escuela era el quilombo. No entendía por qué los pibes querían quebrar el orden; en la música clásica a nadie se le ocurriría cambiarle una corchea a Mozart”, dijo. “Yo escuchaba algo desafinado y me ponía nervioso.”
Antes de cumplir 10 años leyó La Odisea, La Ilíada y a Oscar Wilde, pero su mayor influencia a la hora de componer no fue la literatura sino el cine. Le gustaban las películas freaks, Woody Allen, y los fines de semana con un grupo de amigos iban a ver films eróticos al cine Lido, básicamente porque era el único en el que se podían colar.
Para esa misma época, en una vieja radio a válvulas, Charly escuchó “There’s A Place” de los Beatles y sintió que su profesora de piano lo había engañado. La canción tenía una estructura perfecta y sonaba como la de los grandes autores de música clásica que había aprendido a interpretar a los 4 años, pero con un sonido que parecía venir del futuro. La irrupción de los Fab Four en la escena despertó en él una sensación liberadora, y la melodía de ese tema, de cuartas o quintas en vez de terceras, comenzó a definir el estilo que más tarde implementaría en la composición de sus canciones.
Después llegarían los Rolling Stones, Nebbia y Los Gatos, los Byrds, Elton John, su desencanto por la música popular y todo lo demás. Pero Charly ya había visto a los Beatles en el programa de Ed Sullivan cantando afinadísimos “Twist and Shout”, sacudiendo las cabezas con rebeldía, vestidos con trajes modernos, aclamados a gritos por miles de chicas, y desde ese día sintió que el mundo dejaba de ser gris para siempre.
A pesar de que su profesora lo había entrenado y disciplinado para ser concertista, con la aparición de los Beatles se dio cuenta de que podía componer canciones basadas en la armonía de la música clásica, pero básicamente mucho más divertidas. Los Beatles eran lo que, sin saberlo, había querido ser desde un principio. “Con el tiempo me di cuenta de que hacer un par de movimientos rendía más que tener buena digitación”, dijo Charly en un reportaje. “Los Beatles hicieron el resto.”
Cambió los pantalones rectos por oxfords, los sweaters por chalecos confeccionados con tela de las cortinas, las camisas por remeras ajustadas, y se dejó crecer el pelo. Les pidió dinero a sus padres y en la disquería del barrio se compró un disco doble de los Beatles que tenía cuatro canciones (“Twist and Shout”, “A Taste of Honey”, “Do You Want to Know a Secret” y “There’s a Place”) y otro de Rita Pavone. Encontró un cine de Lavalle que proyectaba A Hard Day’s Night y vio la película 27 veces.
“De chico era formal y cortés, cortándome el pelo una vez por mes”, dice Carmen cantando la letra de “Aprendizaje” entre risas. “Pero después descubrió a los Beatles y cambió todo.” Era 1964, tenía tan sólo 13 años, hacía unos meses que se había recibido de profesor de piano, teoría y solfeo con un promedio altísimo en el conservatorio Thibaud Piazzini y, apodado por una profesora de inglés, comenzaba a dejar de llamarse Carlitos para ser Charly. La transformación del niño que había nacido para la música ya estaba en marcha.
Inspirada en el auge de la nueva ola de grupos de rock que llegaban desde Estados Unidos, la primera banda de Charly nació como un juego familiar entre hermanos. Armaban instrumentos caseros: fabricaban percusiones con cacerolas y servilleteros, una puerta corrediza que dividía el comedor del living hacía las veces de telón y esperaban que el resto de la familia se sentara en los sillones para salir a tocar temas de los Beatles y los Rolling Stones. “El único que sabía tocar bien era Charly”, dice Carmen. “Y antes de empezar el show nos cobraba la entrada.”
Por esos días, Charly le había puesto un micrófono a la guitarra acústica que tenía en su casa y utilizaba de amplificador una radio vieja, que a veces conectaba también al televisor. De modo que para los padres era habitual que, mientras miraran algún programa de televisión, por los parlantes apareciera el sonido de la guitarra eléctrica artesanal que había fabricado su hijo.
A los 13 ingresó al Instituto Social Militar Doctor Dámaso Centeno, de Caballito, y un año después armó un grupo, To Walk Spanish, con dos compañeros (Beto Rodríguez y Alejandro Pipi Correa), que eligió no por sus cualidades musicales sino porque se vestían con el look de los The Who. No le importaba si sabían tocar o no, Charly les marcaba dónde tenían que poner los dedos y, como si fuera el director de orquesta, con un movimiento de cabeza les indicaba cuándo venía el cambio de acorde. “Ya en esa época quería ser un chico más normal y libre”, declaró Charly en la revista Canta Rock, en 1973. “El entrenamiento había sido una tortura, por las noches tenía sueños terribles donde salía toda la bestia que estaba reprimiendo.” La decisión de abandonar las clases de piano para tocar rock & roll en la guitarra eléctrica provocó el llanto de sus padres que vieron derrumbarse los sueños de tener un hijo concertista.
En su dormitorio, junto a la cama, Charly tenía un viejo Winco en el que escuchaba los vinilos que canjeaba los fines de semana en el Centro Cultural del Disco: 20 álbumes de música popular que retiraba de las compañías discográficas a nombre de su madre por un simple de algún grupo que le gustaba. En ese tocadiscos, en 1965 escuchó “Like a Rolling Stone” de Bob Dylan, y dijo que la canción le produjo un ataque de paroxismo: por las noches soñaba que tocaba con los Beatles.
“En el instituto Dámaso Centeno nos hacían llevar el pelo muy corto, te revisaban en la entrada y esa rigidez a Charly le afectaba mucho”, recuerda Pipi Correa, primer bajista de Sui Generis. “El era un pibe muy sensible, demasiado para esos tiempos. Creo que de alguna manera el giro que dio después en su vida fue para tratar de poner una barrera con el mundo.”
La primera banda que armó Charly no tenía el sonido folk acústico que terminaría consagrando a Sui Generis, sino que presentaba características de un grupo más sinfónico, con pasajes instrumentales. El repertorio giraba en torno a una ópera rock de 20 minutos llamada Teo –basada en la historia de un hombre, hijo de la Luna y de un gato–, que requería muchas horas de ensayo y pasaba de la bossa nova al tango y al rock. Con el ingreso de Juan Bellia, un joven de 15 años que recién había llegado de Estados Unidos con una guitarra eléctrica, el trío se convirtió en un cuarteto sólido.
“Ya en esa época, las canciones que componía Charly te tocaban el alma”, dice Bellia desde Nueva York. “Sus letras eran muy elocuentes. Yo lo veía componer y quería hacer lo mismo, pero no podía. Con el tiempo me di cuenta de que la diferencia era que Charly tenía algo para decir y yo no tenía nada.” Pipi Correa dice que el único momento en que lograba verlo disfrutar a Charly era precisamente cuando se sentaba al piano y cantaba: “La música era la forma que tenía para comunicarse con el mundo. Por lo demás, era tímido, callado y buen tipo. No tenía grandes conflictos: su vida giraba en torno a las canciones que componía”.
Un tiempo después aparecieron Los Gatos cantando rock en castellano y Charly conoció a otro alumno del colegio, Mario Carlos Piégari, que tenía una banda con un compañero llamado Nito Mestre, The Century Indignation, cuya fusión con To Walk Spanish daría origen a Sui Generis. Desde un comienzo, Charly se destacó entre sus compañeros tocando un órgano Farfisa y una guitarra Rickenbacker en un nivel superlativo, mientras que Nito hacía panderetas y cantaba en los momentos en que lograba aplacar su timidez.
“Charly siempre fue muy seguro de sí mismo, sabía quién era y adónde quería llegar”, dice Piégari. “Tenía buen humor, era muy rápido para hablar y el chiste inteligente le salía fácil. Pero, sobre todo, era buen amigo.”
Por la tarde Charly invitaba a los compañeros de colegio a ensayar en su casa y, cuando no ensayaban, iban a probar suerte a las grabadoras, a buscar boliches para tocar, a caminar por Lavalle y la Avenida Corrientes, a ver Woodstock al cine Ritz de Cabildo, en Belgrano. “La diversión también pasaba por organizar fiestas o ‘asaltos’ en la casa de algún amigo”, dice Piégari. “En esa época sólo se trataba de conocer chicas.”
Apadrinado por uno de los primeros dealers que tuvo el rock argentino, el Gordo Pierre Bayona, que vivía enfrente de la casa de los García Moreno y organizaba ciclos de rock en vivo, a comienzo de los 70 Sui Generis compartió escenario en el teatro ABC del Centro con Roque Narvaja, Pedro y Pablo y Pappo, que solía caer a la madrugada con su guitarra eléctrica. Allí, a la salida de uno de esos shows en los que muchas veces no iban más de 20 personas, Charly conoció a María Rosa Yorio y comenzaron un noviazgo intenso. “En esa época mi vieja me echaba todos los días de casa porque yo no hacía lo que ella quería. Pero volvía por las noches y sacaba algo de la heladera”, dijo Charly a RS. Sin embargo, Carmen dice que ella siempre quiso que hiciera lo que tuviera ganas. “¿No te contó lo del servicio militar?”, dice ella. “Lo hizo con mi ayuda.”
La idea de componer canciones no fue un deseo sino una necesidad: la forma más sencilla que encontró en la adolescencia para expresar sus angustias. Pipi Correa dice que en un momento la relación de los padres estaba en crisis y eso a Charly le afectaba mucho. “La relación se tornó bastante complicada. Creo que ése fue el origen de todos sus problemas. Eso de ‘me echó de su cuarto gritándome no tienes profesión’, es la madre”, asegura Pipi citando un fragmento de “Confesiones de invierno”.
Charly aprovechaba los viajes en colectivo para hacer canciones. Sacaba un papelito, dibujaba las cinco líneas de un pentagrama y escribía la música que tenía rondando en su mente. En distintas entrevistas reconoció haber compuesto todos sus temas entre los 15 y 20 años; aunque sea pedacitos que quedaron en su memoria y con el tiempo fueron tomando forma, como la melodía de “Seminare” o de “Plateado sobre plateado”.
“Una tarde en el cumpleaños de una amiga, Charly me pidió una lapicera y en una servilleta dibujó un pentagrama y en un ratito escribió ‘Un hada, un cisne’. Para él componer era así de fácil”, recuerda Bellia. Las letras de algunas de esas canciones hablaban de temas que Charly no conocía, o de relaciones que nunca había tenido. A los 17, por ejemplo, escribió “Quizás, porque” y nunca había estado con una mujer. Tampoco había vivido una historia gris y nostálgica antes de componer “Cuando ya me empiece a quedar solo”. Charly consideraba que la experiencia hacía a la creación, pero sentía que no podía subestimar el poder de su fantasía.
“El tuvo algo muy importante a su favor: estudió música”, dice Daniel, su hermano menor. “Y cuando estudiás, te convertís en músico. Si te baja tanta data, como le bajó a Charly, ¿cómo no vas a hacer canciones increíbles? En sus temas hay teoría, armonías y conocimiento. No creo que el contexto familiar haya influido en su obra.”
Piégari ofrece otra perspectiva de aquella época. “Me he comprometido a no divulgar circunstancias privadas de Charly, pero nuestras familias eran muy complejas”, dice Piégari. “Sólo podría decir que por aquellos años las familias porteñas de clase media eran bipolares. Tenían un comportamiento para afuera y otro en el dormitorio. Su tribu y sus relaciones internas no diferían mucho del modelo estándar. Madres al borde de la locura y padres ausentes, muertos a tiempo o cabrones. Su clan debió ser tan intenso como los demás, pero las emociones estaban a la vista. Recuerdo que cuando lo visitaba en su casa, todo me paecía acelerado, denso, turbulento. Nada muy diferente, pero en nuestras familias los vínculos estaban asordinados hacia afuera. En la de él todo sonaba muy fuerte. Los espejos no estaban cubiertos con sábanas.”
Las pocas veces que Charly se ha referido a su padre en público lo ha definido como “un ricachón muy educado al que le costaba expresar sus emociones. Pero cuando lo hacía era muy fuerte: lloraba, cantaba, te abrazaba, era divino. El resto del tiempo podía llegar a tener un malhumor imbancable”. En cambio, al momento de describir a su madre ha dejado entrever cierta incomodidad y ha criticado con dureza la exigencia con la que fue criado.
A comienzos de los 70, recomendado por la madre y apadrinado por Falú, durante un año Charly recorrió junto a Nito canales de televisión, productoras y compañías discográficas. “Una mañana en mi oficina me vinieron a ver dos pibes con una tarjeta de un milico que decía: «Por favor, haga grabar a estos chicos aunque sea dos canciones»”, recuerda el ex productor y mánager de Los Gatos, Cacho Améndola. “Les dije que los iba a llamar, pero no les di pelota. Me molestó mucho que hayan venido con esa recomendación.”
En una entrevista histórica con RS, Charly confesó: “En una época intentamos semivendernos. Hacíamos temas que eran semicomerciales, que estaban buenos. Y entonces apareció Jorge Alvarez y zafamos. Todavía no éramos muy buenos. Almendra nos parecía inalcanzable, tocaban mucho mejor que nosotros”. Bellia confiesa que a fines de los 60 la búsqueda tenaz por conseguir editar un disco con Sui Generis los encontró grabando un jingle para una marca de salchichas. “Ensayamos tres o cuatro días, y Charly compuso un tema que en el estribillo decía «pan, amor y Superviena», era tan pegadizo que todavía lo recuerdo, pero finalmente no lo aceptaron.”
La consagración de Charly al frente de Sui Generis llegó luego de un largo proceso que demandó cuatro años de trabajo. Durante todo ese tiempo, el grupo fue mutando entre sexteto y cuarteto hasta llegar finalmente a dúo. “Se hacía muy difícil tener un baterista”, dijo Charly a RS. “Beto Rodríguez duró hasta que Sui Generis se intelectualizó. Nito era el segundo del grupo de Piraña (Carlos Piégari, de The Century Indignation). Teníamos buenas voces y buenas letras. Con Piraña éramos los Lennon y McCartney del colegio. Primero, To Walk Spanish fue una especie de Vanilla Fudge. Y después fue Vanilla Fudge pasado por el café concert, que era lo que le gustaba a Piraña. Luego él dejó la banda porque la madre no lo dejó cantar en La Boca.”
Bellia recuerda la etapa en que Sui Generis era un sexteto como una época caótica (“El sonido que había en los recitales era tan malo que nadie entendía qué estábamos tocando”) y dice que con esa formación el grupo transitaba un camino incierto hasta que de a poco se fueron yendo todos y quedaron Charly y Nito. “Ahí estuvo la clave del éxito de Sui Generis: con el sonido del piano y la flauta, sin otros instrumentos, comenzaron a comprenderse las letras que había escrito Charly, y el grupo realmente comenzó a despegar.”
“En la época que se estaba perfilando el dúo y ensayaba con Nito, Carlos (Piégari) me dijo: ‘Spinetta va a ser el mejor hasta que la gente conozca a Charly’”, recuerda Daniel. En las cenas familiares de los García Moreno se hablaba mucho de música y las discusiones pasaban por temas tales como si, por ejemplo, en el tango era más importante la música o la letra. Y aunque no solía manifestar sus dudas o pensamientos, en una de esas conversaciones Charly les preguntó a sus padres si podía armar un grupo sin batería y bajo.
En marzo de 1969, Sui Generis regreso a Buenos Aires después de una temporada de verano en Mar del Plata en la que el dúo había logrado consolidarse y hacerse de un pequeño grupo de seguidores a fuerza de un ciclo de shows en el Teatro de La Comedia –que nunca empezaban antes de las dos de la mañana– y una campaña de promoción llevada a cabo por los mismos Charly y Nito en la que repartían volantes por las calles diciendo: “Vengan a vernos ahora porque cuando seamos famosos, no les vamos a dar bola”. Pero la citación que recibió Charly para presentarse al servicio militar en los cuarteles de Campo de Mayo hizo que el proyecto quedara en stand-by.
A los pocos días le escribió una carta a Carmen. “Mami: esto es una cagada. Pero dentro de todo es horrible”, decía la carta. “El morfi es asqueroso, menos mal que hay una cantina donde comprar algo (…) El horario de visitas es los domingos de 14 a 19 hs. Por favor, traé comida y, si es posible, algo de $. Por lo demás estoy bien. Espero que me puedas sacar pronto. Besos. Charly.”
Buscó todo tipo de estrategias para zafar de la conscripción y en uno de los tantos intentos por conseguir la baja, mientras hacía ejercicios físicos simuló tener un soplo al corazón y fue trasladado al Hospital Militar, donde tuvo que permanecer varias semanas en observación. Unos días después, de visita por el hospital, Carmen le consiguió anfetaminas para que pudiera provocar fácilmente las palpitaciones y simular un problema cardíaco. Pero cuando el efecto de las pastillas comenzó a bajar, Charly sintió que realmente se moría. Se recostó en su cama, buscó un lápiz y papel y en diez minutos escribió la letra de “Canción para mi muerte”. Consiguió la baja del servicio militar después de un mes y medio, cuando se le ocurrió pasear un cadáver en una camilla por el casino de oficiales y le diagnosticaron “neurosis histérica, personalidad esquizoide”.
Por medio de Pierre Bayona, en 1972 Sui Generis logró que Billy Bond, que por entonces era el productor artístico del sello Microfón –propiedad de Alvarez–, les tomara una prueba en el estudio Phonalex, de Palermo. “El Gordo Pierre me proveía las drogas y me insistió tanto para que los escuchara, que me terminó convenciendo”, dice Billy.
Al día siguiente, cuando Charly y Nito se presentaron en Phonalex, Billy les preguntó qué iban a tocar, le puso un micrófono al piano y otro a la voz para escucharlos desde afuera del estudio y que no se pusieran nerviosos, y se fue a la sala de control. Nito se sentó en un banco con una guitarra acústica y una flauta, y Billy pensó: “Lo grabo y después lo escucho”. El líder de La Pesada del Rock & Roll tenía que seguir trabajando, y estaba con la cabeza en otra parte hasta que escuchó algo que lo hizo prestar atención. “Me acuerdo que los dos eran muy flacos. Y cuando grabaron ‘Canción para mi muerte’ y entró el estribillo, me di cuenta de que era un éxito. Corté el acetato y enseguida se lo llevé a Alvarez.”
El tema se grabó en septiembre de 1972, fue editado como simple un mes después y estuvo varias semanas en la cima del ranking de los discos más vendidos. Sui tenía la impronta compositiva de Charly: canciones de armonías simples con temáticas para adolescentes y, al mismo tiempo, letras ingeniosas con un mensaje directo para tocar en ronda de amigos con una guitarra criolla.
En una entrevista con Pipo Lernoud de 1973, Charly dijo que cuando comenzaron con Sui Generis “la gente del espectáculo se burlaba” de las canciones del grupo y de la pinta que tenían: “Alvarez nos veía como blanditos, ya que él producía a Manal y La Pesada. Pero se la jugó.”
“Luego de aquella grabación, Charly comenzó a componer canciones que fueron geniales, como ‘Instituciones’”, dice Billy. “Los cuatros discos de él que grabé después fueron mejores que ‘Canción para mi muerte’, pero ese tema le abrió las puertas al rock. Microfón vendió 250.000 discos, todos fueron clasificados como ‘rock’. Todo el mundo creyó que el rock iba a vender y les metimos, al mismo tiempo, 150 grupos a tres grabadoras. Ahí se prendió la hoguera y comenzó todo. Manal había sido el peor fracaso del mundo, no había vendido nunca nada. Siempre digo que, si no fuera por Charly, el rock estaría muerto.”
La familia de Charly comenzó a tomar dimensión de la figura en la que se había convertido Carlitos el día de la presentación del primer disco de Sui Generis, Vida, en el Teatro Opera, en abril de 1973. “Recuerdo que fuimos a verlo con mi marido en el auto y unas cuadras antes de llegar estaba el tráfico parado”, dice Carmen. “Carlos me dijo: «Justo hoy que toca Carlitos hay lío». Y cuando por fin pudimos llegar hasta la puerta del teatro nos dimos cuenta de que el lío se había provocado por las miles de personas que querían verlo a él.”
Esta nota fue publicada en el Especial para Coleccionistas de Charly García de la serie Bookazines, editado en 2006.
LA NACION