Es una de las primeras tardes frías de otoño. Son las seis de la tarde, todavía hay luz, pero se ve entrar leve la noche en ese ir y venir de gente y tránsito por el barrio de Once, en las dinámicas de los negocios que cambian de rubro según las calles, en las acciones previas a que bajen las persianas. Empieza el tiempo de descuento; dos, tres horas, apenas, para que el Once álgido quede vacío, suspendido.
Entre las calles de las ofertas y de la compra por mayor, un hombre de gustos exquisitos y modos refinados vive en lo alto de un edificio de 1920, cerca de Plaza Miserere. A la casa no llegan los sonidos del afuera. Las cámaras de aire, entre piso y piso, amortiguan la ferocidad del ruido que el hombre con oído absoluto buscó alejar con ventanas con doble vidrio. Desde niño, duerme de día y vive de noche. Con el silencio nocturno como marco dorado a la hoja, el hombre toca el piano cuando todos sueñan. Es lo que hace desde los tres años. "Y medio", corrige Bruno Gelber . El pianista argentino, considerado entre los mejores 100 del siglo XX, por esas cosas del carisma o el azar, él, que viene de la música clásica, tiene estatus de figura popular. Aunque muchos no lo hayan visto tocar, saben que es Bruno Gelber.
Todo empezó en su casa: su padre, violinista del Colón; su madre, profesora de piano, le enseñó a tocar. A los 5 años dio su primer concierto. Tenía 7 cuando contrajo poliomielitis y le significó la afectación de la pierna izquierda. Él y su familia encontraron la manera de seguir: estudiaba con la cama metida adentro del piano; acostado, estiraba las manos para practicar. Luego de una recuperación lenta, estudió con Vicente Scaramuzza . A los 10, dio un concierto del que todo el mundo habló. A los 19, viajó a París, donde Marguerite Long lo eligió como discípulo y le dio clases gratis. "Cosa que a ella no le era natural", asegura. Viajó por más de 50 países, tocó con los directores de orquestas soñados para cualquier pianista, recibió las más prestigiosas distinciones del mundo. "No podría vivir sin tener un piano al lado", asegura quien vivió en muchos lugares, más de dos décadas en París, en Mónaco... En un castillo. Pero decidió quedarse en Buenos Aires. Aquí obtuvo dos veces los premios Konex (1989 y 1999). Será precisamente para esa fundación donde se presentará el 23 de abril y abrirá el5° Festival Konex de Música Clásica - Chopin y el Romanticismo. "Acepté tocar en Konex porque es otro público", aclara. El hombre capaz de transmitir las variaciones emocionales más diversas, habla en un tono parejo, uniforme, que sostiene sin apagarse.
–Empezaste a tocar a la edad en que otros apenas conocen las letras.
–Es que yo viví en un infierno musical. En casa estaba el sitio donde daba clases mi madre, el otro donde daba clases mi padre. No querían que yo fuera músico. Nunca me lo dijeron, se lo dijeron entre ellos. No es una profesión con la que se llega a ciertos niveles interesantes desde el punto de vista económico. Ellos fueron muy felices, pero no querían que yo fuera músico. Yo pataleé, lloré. Me quedaba pegado a mi madre, cosa que no me costaba porque la adoraba, y cuando un alumno partía, entre uno y otro, con un dedito, yo repetía los temas que ellos tocaban.
–¿Leías música?
–A los 4 años leía la escritura normal y la musical. Ser pianista requiere un sinfín de esfuerzos y talentos. Mamá me hizo hacer un concierto a los 5 años y yo salí feliz. Iba muy seguido con papá al Colón, él era violinista, y salí al escenario como había visto que hacían los músicos al final. Tenía la confirmación de que era enserio lo que yo quería. Ella había estudiado con Scaramuzza. Él le dijo: "Si usted no lo toma en serio, es una idiota". Esas fueron sus palabras. Empecé a estudiar con él, cosa que fue interrumpida por la polio, justo 15 días después de haber empezado.
–Y todo cambió.
–Mi dolor más grande fue la parte estética. Porque mi pierna izquierda adelgazaba. ¡Mi felicidad cuando me pusieron los pantalones largos! Me daba vergüenza. A escondidas, en vez de una media, me ponía cuatro para que la pierna pareciera más gorda. No son pavadas. Un chico sufre por lo que en ese momento le llega.
–¿Y cómo hiciste para tocar el piano?
–Estudié acostado. Ponían la cama debajo del piano. Sacaron la lira de los pedales. El progreso era ir poniendo un almohadón desde atrás para ir incorporándome. Hasta que después lo pude hacer. Así también, poco a poco, para volver a caminar. Tuve un gran kinesiólogo. Estuve totalmente inmóvil.
–¿Cuánto tiempo?
–Si bien no fue mucho tiempo, para mí fue mucho. Por lo menos, seis meses. Había una sola cosa que era siniestra, cuando me hacían electrodiagnóstico. Mandaban electricidad directa para ver si tenía reacción muscular. Yo paso hoy día por el Hospital de Niños y se me frunce la panza.
–¿Cómo fue ese primer concierto a los 5 años?
–Fue el único donde no tuve nervios. Más adelante, sí, porque empecé a tener la mochila de mi reputación. Se empezaba a hablar de mí. Es curioso: mamá me ayudó a hacerme pianista y papá concertista. Yo tengo oído absoluto, y él me llevaba con todos sus amigos del Colón y me hacía probar el oído con ellos. En ese momento no cubrían el foso para los recitales. Papá me llevaba a mí y a Marthita (Argerich) , que era compañera mía de Scaramuzza, y nos sentaban ahí. Teníamos 6 años. Cuando pasaba una nota falsa, nos dábamos un codazo. Tuve una relación casi profesional con papá. Yo lo quería mucho y seguía por Radio Municipal las óperas y nunca pasaba del segundo acto porque me dormía. Él llegaba y me encontraba dormido con la música en la mano, se emocionaba, me daba un beso y apagaba la luz. Una vida de música todo el tiempo.
–¿Y a los 10 el concierto con Scaramuzza?
–Lo dirigió él. Fue en el Círculo Militar. Era el Concierto N° 3 de Beethoven. Lo estudié un año y medio; la cadencia, solamente, siete meses. Me fascinó la idea de tocar con orquesta. Cuando terminé, vino el público encima de mí. Me sentí popular a los 10 años. Toqué con una solidez impresionante. Martha (Argerich) lo escucha todo el tiempo, está grabado. Yo les pedí que me pusieran una mesa con una silla para firmar autógrafos tranquilo. Y nadie me pidió, todos me besaban, abrazaban. La vida me enseñó que lo que uno espera, no siempre resulta.
–¿Qué es tocar el piano?
–Tenés tres cosas: la parte intelectual, la emocional y la que expresa todo eso, que es la parte física, que es saber la obra de memoria, conocer cómo tiene que ser tocada, tener conciencia de lo que estás haciendo. Después está la emoción que fluye en el momento de hacerlo en público, donde uno lo retoca como si fuera algo que crea uno mismo. La parte técnica es tremenda en lo nuestro. En Medicina tenés un título y sos médico. Yo toco el Concierto N° 3 de Beethoven hoy y dentro de 20 días ya no lo tengo más en las manos. Lo lógico sería que uno aprendiera de una obra y le quedara, pero no.
Oda al detalle
Para la hora pactada de la entrevista, hay una mesa preparada para el té con un juego de porcelana clara, bandejas con masas, sanguchitos, budín de chocolate. De fondo, la pared bordó con cuadros, la araña de caireles, los sillones de tejidos puros, las mesas pequeñas con retratos del artista. "Siéntense, se enfría", dice, y convida el té. Gelber, de 78 años, tiene manos pequeñas. No son lo que las tías llamarían "dedos de pianistas". Alcanza con ver cualquiera de los videos de sus conciertos en YouTube, para perderse en la agilidad de las escalas, en los acordes toda firmeza, en un piano, sutil, que lo vuelven aire.
–¿Cómo es tener tan clara una vocación?
–Yo creo que no hay nada más lindo en la vida que estar dotado por lo que más le gusta a uno, poder realizarlo y trabajar en eso. Hay que armarse fuerte para el hecho de los viajes. Yo dejo que la gente crea que uno está en una nube divina.
–¿Qué significó estudiar en París con Marguerite Long?
–Algo extraordinario. Porque yo soy un esteta, me encanta lo que es bello, en la gente también. Y amé a una señora vieja espantosa que tenía un encanto. Me acercaba a ella y olía rico. Era encantadora. Y espantosa. Nos adoramos los dos. Me dio clases gratis, cosa que no le era natural.
–¿Cómo fue ese primer encuentro con ella?
–Yo tenía 19 años. Me postulé a la beca y ella me escuchó. Estudié con ella y la amé. Todo lo que no quise a Scaramuzza, la quise a ella. Era gracioso, porque a él le servían el té. Cuando estaba de buen humor, te dejaba ver cómo tomaba el té, pero nunca te ofrecía. Yo veía esas masitas y me moría por comerlas. Marguerite Long me hacía servir el té junto con ella y me ofrecía lo que ella comía. Es una chiquilinada, pero es lo que sucedió. Lo que es lindo son las tentaciones; no las podés satisfacer y cuando llegan, es hermoso.
–¿Antes de ir a Francia habías viajado?
–Sí, había ido a Chile a los 16 años, mi primer viaje en avión, y como me habían pagado 1000 dólares, llevé a mi mamá, a mi papá y a mi hermana menor. Pobrecita, me vio siempre en un escenario. Quiso estudiar música, pero no tenía la paciencia. Estudió Psicología y tiene una vida muy linda con su familia. Es difícil tener un ser en el seno de una familia que es una estrellita.
–¿Y tu relación con el sonido?
–Soy una persona resignada, en el sentido de que si estoy en un sitio y no hay manera de evitar de oír ruido, los aguanto. Yo duermo siempre con bolas de cera y tengo a mano un casco para cazar, por si es necesario [risas]. Los ruidos intempestivos. Oigo lo que no debo y escucho lo que me gusta.
–¿Cómo es un día tuyo?
–Soy noctámbulo. No por lo que se hace normalmente de noche: yo no me drogo ni tomo alcohol. Me encanta estudiar de noche. No hay ruidos. Y a veces veo películas de época que me encantan. Estoy conmigo mismo hasta que me acuesto y me duermo a las cuatro. También si hay que levantarse para tomar un avión, lo hago. Soy adaptable a la vida que tengo.
–¿La experiencia da seguridad?
–Nada es seguro. Uno puede estar preparado como una maravilla para el concierto, tener un buen día o no tenerlo. Yo creo en la buena onda, en las influencias astrales, lo que comiste, si dormiste o no. Igual, a tal hora hay que tocar. A veces, uno está bien preparado y no tocás tan bien. Y hay días en los que uno no está bien dispuesto, y sale bárbaro. Eso da rabia, a veces. Uno tiene que aprender que en arte, dos más dos nunca es cuatro; es cuatro con veinte, y así. Que hay cosas que no se manejan. Gracias a Dios.
–¿Por qué elegís vivir en Buenos Aires?
–Las cosas se van haciendo sin que las haga uno. Mamá estuvo enferma muchos años. Yo era el único sostén económico para todo lo que había que gastar para su internación. Tenía depresión crónica. Ella fue un ser de una inteligencia y una sensibilidad sublime que nunca aceptó vivir conmigo en Europa. Yo la invité varias veces, pero no quiso, ni siquiera en Montecarlo, que es soñado. Nunca quiso dejar su vida ni a sus alumnos, lo cual me parece maravilloso. Después de que ella se fue, seguí viniendo desde Europa. Yo quiero mucho a la Argentina. Hay seres extraordinarios acá.
–¿Quedan muchas cosas fuera de un matrimonio con el piano?
–Queda tu vida de persona. Estuve enamorado cuatro veces, no pasé al lado del amor. Soy una persona que capta el interés de los demás, el amor de los demás. No siempre me ha sido fácil. Para hablar claro: en el momento justo, bajarse los pantalones, no me es natural. Me cuesta mostrar mi pierna. Una cosa graciosa: donde menos lo sufro es en el escenario y es donde más se ve.
–¿Cómo es Bruno Gelber como maestro?
–Me encanta enseñar. Saber llegarle al centro para que se expresen. Hay que ver la manera de hablarle al alumno. Hay gente que dada mi situación en la música, puede llegar como aterrorizado y hay que ser muy dulce, casi de pedirles disculpas por interrumpirlos; y a otros hay que darles con todo, porque están muy seguros de ellos y no tienen por qué.
–La armonía es algo clave en tu vida, ¿siempre fuiste así?
–Sí. Un gran amor estético mío fue Laura Hidalgo. (Gelber toma una agenda 2019 que tiene como portada una foto de Hidalgo, una cara que también está en algunos retratos sobre las mesas pequeñas de la casa). Me encantaba. En esa época yo tenía 10 años, no había televisión. Había que ir a ver a los artistas a la entrada de las radios. Yo la vi así. Le pedí un autógrafo, lo firmó, ni cinco de bola me dio. Años después, fui a tocar un día a México. El embajador me recibió, hizo una cena. Yo estaba en el hotel y la busqué en la guía. Marqué. Aló, dijo, y me di cuenta de que era ella. Le conté que era argentino y había ido a dar un concierto. La invité a la cena del embajador. Ella no podía ir al concierto, pero aceptó estar en la cena. Le conté que era su admirador, y que hacía 20 años me había firmado un autógrafo y la describía ese día: usted tenía un cinturón de charol negro, una falda a gajos que iba del té con leche al marrón oscuro. Sentí un silencio. Ella me dijo: "Gelber, tengo lágrimas en los ojos, esa ha sido la falda que más me ha gustado en mi vida". Y nos hicimos amigos.
–¿Qué se siente arriba del escenario, tocar para otros?
–Te sentís el mediador entre el genio y el público, el que hace vivir la obra de arte del genio que estás interpretando. Es una emoción controlada. Pero la música está viva gracias a los intérpretes. Como dijo Leonardo, que el intérprete tiene que ser un espejo muy limpio que refleja todos los colores y todas las formas quedando inmóvil. Sos el que refleja todo lo que recibís.
–¿Cómo estás hoy con vos?
–En armonía conmigo. Me entiendo y me conozco, tanto como entiendo y trato de conocer a los demás. Estoy solo, pero sé que puedo estar acompañado. Si necesito algo, puedo llamar. Le tengo miedo a la soledad porque no soy una persona válida en todo. La casa no está sola. Estoy solo en mi ámbito y en mi dormitorio. Es muy lindo ese momento de estar bien con uno. Soy una persona que cuando apago la luz, enciendo una luz de noche, como los chicos. Me gusta rezar, rezo mucho. [Se queda pensativo]. Sí, estoy en paz y la paso bien.
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