En el álbum más turbulento de su carrera, Springsteen retrata el fin del sueño americano
Wrecking Ball es el disco más desesperanzado, polémico y musicalmente turbulento de la historia de Bruce Springsteen. En estas canciones, se lo ve enojado y acusador, hasta el punto del agotamiento, y con motivos serios. Los Estados Unidos son aquí una tierra arrasada: estragada por acaparadores y víctima de una vergonzosa erosión en sus valores democráticos y en la caridad nacional. La sensación de rendición que atraviesa esa marcha de encadenados, con la voz barrosa de Springsteen, que es "Shackled and Drawn"; el doble sentido de la balada "This Depression"; el reproche que impulsa "We Take Care of Our Own", una canción que habla tan evidentemente sobre los ideales abandonados y los repartos de culpa que ningún candidato se atrevería a tocarla: he aquí una oscuridad que va más allá de lo local, que penetra el corazón de la república. Springsteen ya ha tocado estos temas, muchas veces. Se inspiró en la vida de trabajador de su padre para componer "Factory" (1978), sobre los espíritus adormecidos en la línea de producción. Pero los sueños menguados que rondaban The River y los ciclos de hambre y violencia de "The Ghost of Tom Joad" siempre incorporaban algo de luz: una terca fe en el honor y en la bondad estadounidenses. Incluso The Rising, la respuesta de Springsteen a la angustia desgarradora y a los desafíos morales del 11 de septiembre, fue compuesto para curar y unificar, un magistral equilibrio entre el duelo y el ejército de guitarras que es la columna vertebral de la E Street Band.
En Wrecking Ball, Springsteen deja la sutileza de lado. "Death to My Hometown" es una evidente alusión a la maltrecha nostalgia de "My Hometown", de Born in the U.S.A. (1984). Pero hasta los escaparates vacíos de las últimas canciones han desaparecido; el lugar ha sido arrasado. "No escuchó sonido alguno/ Los maleantes vinieron en la oscuridad / y trajeron la muerte a mi ciudad", canta Springsteen, una dura acusación contra la fría codicia y la impotencia del Congreso. Y la canta como una deliciosa venganza, con el robusto ritmo de un velorio irlandés y un toque de nobleza guerrera: un sample de una grabación de 1959 de Alan Lomax, de los Alabama Sacred Harp Singers. El efecto es un baile a través de las cenizas, con un recordatorio: en una lucha justa, la música sigue siendo una buena arma. "Van a volver, seguro como el amanecer", advierte Springsteen. "Conseguite una canción que cantar... Cantala fuerte y cantala bien/ mandá a los barones del robo directo al infierno." Es el Woody Guthrie de esta época, con un sticker nuevo en la guitarra: esta máquina mata calamares vampiros gigantes. Wrecking Ball es el primer disco de canciones nuevas sin la formación completa, fogosa y disciplinada, de la E Street Band desde Devils & Dust, de 2005. También es su primer disco con un nuevo coproductor, Ron Aniello, en cuyo currículum más pop figura un disco solista de la mujer de Springsteen y vocalista de la E Street Band, Patti Scialfa, de 2007.
Springsteen le concede un par de importantes solos de guitarra a su compañero de viaje Tom Morello, de Rage Against the Machine, y también los gritos agudos y cálidos que contrarrestan el dolor de "This Depression". Pero en su mayor parte, Springsteen y Aniello son su propio combo de pistas básicas: trabajan con loops llenos de un eco húmedo y espeso, y tocan ellos mismos muchos instrumentos antes de agregar las cuerdas, los acordeones folk, los vientos que repiquetean y las voces corales. El efecto es un subibaja frenético e irresistible entre intimidad y estallido, angustia y alegría, que reproduce los zigzags emocionales y el temperamento irritable de la composición. "La sangre que tenemos en las manos nos volverá duplicada", se lamenta Springsteen en el sufriente himno "Rocky Ground", entre la tensión del hip-hop y los coros de iglesia. Para un año de elecciones, Wrecking Ball es un disco audazmente apolítico. La premisa fundamental es que el verdadero objetivo de la política (gobernar con responsabilidad, un comercio de recompensas compartidas) se ha roto, con muchas culpas para repartir. Podría interpretarse como una señal de lo difícil que resulta ser optimista el hecho de que Springsteen se reversione a sí mismo, volviendo a grabar "Land of Hope and Dreams", editado por primera vez en Live in New York City, de 2001, para insistir en que no todo está perdido. Y lo demuestra con gran elocuencia. El nuevo arreglo es como si Phil Spector hubiera ido a la iglesia, con ayuda de Curtis Mayfield. También hay resurrección. El fallecido Clarence Clemons toca el saxo, una hermosa prolongación de su vida con Springsteen. Pero la canción nueva más apasionante de Springsteen en Wrecking Ball es la que termina con la peor de las frustraciones. En el apesadumbrado lamento y el piano moroso de "Jack of All Trades", Springsteen interpreta a un miembro de la nueva clase monotributista, talentoso y a la deriva, sin beneficios, seguridad ni, finalmente, paciencia. "Si tuviera un arma, encontraría a los hijos de puta y los mataría nomás verlos", maldice entre las ráfagas guitarrísticas de Morello. Porque no existe eso que llaman libre empresa. Alguien, por lo general al final de la cadena, paga esa cotización de las acciones. Y quizás un día se cobre con sangre la pedrada.
Por David Fricke
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