Antracita, un policial de sectas y misterios que se enreda en una inconsistente parodia del género
La ficción francesa es una de las más vistas en la plataforma, pero su intento de abrazar todas las posibles variantes del suspenso le juega en contra
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Antracita (Anthracite, Francia/2024). Creadores: Maxime Berthemy y Fanny Robert. Elenco: Noémie Schdmidt, Hatik, Camille Lou, Jean-Marc Barr, Stefano Cassetti, Nicolas Godart, Raphäel Ferret. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: regular.
Antracita evoca una marca negra en el rostro que distingue la pertenencia a la secta de Écrins. O eso fue lo que inundó las noticias en 1994, cuando el suicidio de 12 personas y la detención del gurú de ese culto recluido en los paisajes nevados de los Alpes, fue el resultado de una incursión policial en el refugio tras el brutal asesinato de una adolescente. Una sombra negra en el rostro uniformaba a los cadáveres y ocultaba el accionar sectario, cuyo secreto quedó sellado con la muerte conjunta y atrapado en la mente del líder Caleb Johansson (Stefano Cassetti), encerrado en un manicomio de por vida. Treinta años después, en 2024, el periodista Solal Heilman (Jean-Marc Barr) persiste en el esclarecimiento del caso y dispone un viaje hacia el lugar de los hechos, justo en el inicio de una nueva temporada de esquí. Mientras se despide de su hija Ida (Noémie Schdmidt) por teléfono, es secuestrado por una misteriosa silueta que sale de las sombras. Lo que sigue es el interrogante alrededor de su investigación y la pesquisa que emprende su hija hasta el mismo corazón de los Alpes para descubrir su paradero y el secreto de la secta alojado en el pasado.
Hasta aquí tenemos un punto de partida estándar para una miniserie que busca cruzar la narrativa policial con los relatos sobre sectas y prácticas perversas. Las preguntas son: ¿qué ocurrió en 1994? ¿Es Caleb Johansson el responsable del asesinato de la adolescente Roxanne Vial y de inducir al suicidio a sus 12 feligreses? Pero lo que distingue a Antracita, escrita en conjunto por Maxime Berthemy y Fanny Robert, y dirigidos sus seis episodios por Julius Berg, es el tono de abordaje, fronterizo con la sátira y el ejercicio de una explícita deconstrucción de las narrativas herederas del true crime. En esa lógica elige como punto de identificación a la extraña Ida, una mujer que está transitando una quimioterapia (por ello lleva una peluca colorida que cubre su cabello todavía en crecimiento), que tiene una agencia de investigaciones on line integrada por “detectives” amateurs que recuerdan a los obsesos seguidores del true crime, y dispuesta a arriesgarse al límite para seguir la pista de su padre desaparecido. Desde su atuendo pop, como salido de un video de Madonna, hasta su corporalidad clownesca, desestima cualquier atisbo de seriedad a la que pueda aspirar el misterio, develando que es el revés de su hechura lo único que puede resultar interesante.
Sin embargo, no se conforman con ello los creadores, y emprenden un camino de acumulación que demuestra la voracidad de estos relatos en esa lógica tan de moda de contenerlo todo, de explicarlo todo de la misma manera. En paralelo a la llegada de Ida a los Alpes conocemos a Jaro Gatsi (Hatik), un joven mestizo con antecedentes penales que trabaja en la estación de esquí. Una fotografía en la habitación del periodista Solal Heilman lo une a Ida, y luego el pasado de su madre muerta en la secta lo conecta con Johansson. Pero, mientras tanto, una atractiva turista que lo seduce termina asesinada debajo del hielo, una policía con pasado problemático asume la investigación de ese nuevo crimen, una fiesta orgiástica en la casa de la secta replica la marca de antracita como sello de entrada a ese moderno santuario. Y hay más: Ida y Jaro visitan a Caleb en el manicomio, descubren una oficina secreta del padre de Ida que contenía la investigación en curso, aparecen entrevistas a la madre de Jaro que ponen en duda la responsabilidad de Caleb en el crimen de Roxanne Vial y el suicidio de sus seguidores. ¿No será demasiado?
Y sí, es demasiado. En esta lógica de la aproximación autoconsciente y ligeramente satírica, la miniserie se enreda en sus propios propósitos. La información se acumula, los desvíos se solapan, y la lógica del misterio sectario y la investigación policial se diluyen en virtud de un interés por personajes inusuales que tienen algo o mucho que decir: Ida y su enfermedad, Jaro y su pasado criminal, la policía De Luca (Camille Lou) y los traumas con su profesión, y un importante etcétera que ofrece, en cada nuevo jugador, un frondoso prontuario que es necesario explorar. Debido a esta lógica de enredarse en el mismo espiral de su pretendida parodia, la miniserie adolece de una consistente intriga, bombardeada todo el tiempo desde la chanza, al mismo tiempo que no termina de ejercitar la anhelada deconstrucción debido a su dependencia de una lógica policial que no quiere abandonar. En esa indecisión está su trampa, al igual que su irremediable pendiente en una narrativa que se come a sí misma.
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