Volvió a los escenarios, se deshizo de sus peores vicios, se alió a Nebbia y Solari, se enamoró perdidamente y vio cómo su influencia se extendió por buena parte del rock argentino. Historia secreta de un renacimiento.
Las mañanas ya no huelen a Napalm en este departamento de Recoleta. El coronel Kurtz se prendió fuego en uno de los cuarteles de grabación, cuando el fantasma de Calamaro (por esos días no era más que eso) dejó una vela encendida en el altillo del fondo. No fue una de las noches salvajes. Fue un descuido. Como sea, esto ya no es Deep Camboya (autofundada metáfora-territorio en que brotó lo más intenso de la obra AC). “Acá pasaron cosas que ni los Rolling Stones se atreverían a contar… Ni Led Zeppelin”, dice el anfitrión. Sobre el escritorio hay una eMac atragantada de canciones inéditas, una bandeja Technics digital, un frasco de pastillas y un tubo de hisopos. La luz oblicua y el orden de peritaje con que se desparraman los objetos le confieren al living cierto aire de escena del crimen revisitada. Y ahí está Andrés, autor intelectual y rehén del delito: una tonelada de música grabada en horas de ayuno, insomnio, cocaína, despecho, fármacos y excursiones a las noches de un país que se descomponía en cada esquina. “No estaba haciendo música para saciar mi vanidad”, comenta Andrés sobre aquel tiempo pos Salmón (el que nadaba contra la corriente, 2000) y pre Cantante (el que recrea repertorios ajenos), los días más feroces para él y para la crisis institucional de la Argentina. “Estaba buscando la vacuna contra la gripe.”
Las heridas están a la vista. Las mil canciones que sangró en un par de temporadas todavía duelen un poco. Son demasiadas y dicen demasiadas cosas. Salen a borbotones de la Apple, y una mezcla de orgullo, vergüenza y nostalgia le humedece los ojitos fumados. Como si de pronto abriera un viejo cajón con jeringas, cucharas y un manual de autotrepanación. Acá hay de todo: aguafuertes carcelarias, sátira política, metarrock, amistad, antiamor, resentimiento, pechito argentino, jet lag, vómitos de yonqui, líneas desesperadas, música de alcantarillas.
Durante un tiempo, en la cabeza de AC, esas canciones se convirtieron en los muebles podridos de una casa abandonada. Empezaron a fermentar. Y se fundieron en el limbo de un tortuoso proceso de limpieza. Había que olvidarlas momentáneamente para volver a cantarlas alguna vez. Había que dejar de pensar en las canciones como el cometido existencial último. Y el proceso fue devastador como toda desintoxicación, como todo exorcismo.
Es el pasado. Ahora el gaucho está feliz, enamorado de su mujer y de la vida. Dejó los vicios más peligrosos. Dejó de confundir temeridad con valentía. “Toda esa música me aplasta”, confiesa Andrés alejándose de los parlantes. “Soy un simple hombre feliz y enamorado... Ni siquiera le encuentro sentido al arte derramado, a la sangre en los cuatro canales, al rock & roll elevado, aristocrático y feroz... Cambiaría todo por haber descubierto antes esta dicha perfecta y sencilla... Si es que existe algo sencillo y perfecto. Lo cambiaría por mil canciones.”
El año calamaro empezo formalmente en Cosquín, cuando la Bersuit logró devolver al Cantante a los escenarios. Pero el proceso de repatriación artística ocurrió (casi) más allá de su voluntad. Era un clamor sordo y sentimental que podía prescindir del ánimo del protagonista.
“Cosquín fue una tortura”, recuerda Andrés hoy. “Reaparecer en un festival masivo, sin probar sonido, teniendo que satisfacer un montón de expectativas que no estaba seguro de poder complacer... En lo único que pensaba era en terminar y volver corriendo a casa. Después lo vi por tele y me emocioné viendo a la gente, y empecé a darme cuenta de que algo había cambiado en la relación entre el pueblo y yo, con las canciones en el medio. Supongo que les sirven a muchos para capturar sus propios recuerdos y sentimientos. Las canciones daban esa sensación heroica, capaces de detener el tiempo por dos minutos. Me sorprendí mucho.”
En cualquier momento de 2005, bastaba sintonizar un rato La Mega para verificar hasta qué punto la marca AC se extendía por toda una generación de bandas: Jóvenes Pordioseros, Intoxicados, La Mancha de Rolando, Turf, Estelares... A la vez, consagrados como el Indio Solari, Bersuit, Litto Nebbia, Vicentico y Los Auténticos Decadentes querían tenerlo cerca, ya fuera en la intimidad o frente a una multitud. No hacía falta escuchar ninguna grabación nueva para inferir que Calamaro era el artista del año. Su ausencia había sido demasiado densa. Y el regreso se vivía como un instante de analgesia espiritual en los comienzos horrorosos de esta temporada del rock argentino.
El intercambio de mails con el Cantante también comenzó en esos meses. Calamaro aseguraba, insistía en que no tenía nada para decir. Calamaro decía, juraba haber olvidado hasta sus canciones (comprobado: en los conciertos tenía que leer sus propias letras, esas que sabemos todos) y atravesaba un indoloro período de sequía compositiva. Algo cambió en la primavera, tiempo después de los tres shows históricos en el Luna Park (apenas precedidos en los noticieros por la absolución del Juicio del Porrito) y su reinserción en la vida social porteña. La última escala de un difícil proceso de extraversión que sucedió a una temporada de confinamiento bucólico en la región de los Pirineos, España.
“La verdad es que yo era otra persona hasta que conocí a mi mujer, Julieta Cardinali, probablemente la actriz más linda y mejor vestida del mundo”, me escribió Andrés una noche. “Yo estaba en un sofá acariciando el mando a distancia, atravesando tormentas químicas y momentos de calma eléctricos. Vivía en el campo y alimentaba a un burro, eso es cierto. Usaba botas de goma y pantalones Pampero. Pero vivía en la nostalgia y volví a esta ciudad. Vivía el día... casi siempre la noche. Día a día, noche a noche... Durmiendo solo. No sabía que el amor estaba por aparecer en mi vida de una forma tan profunda, real, divertida y valiente.”
En ese contexto, el proyecto de la tapa de diciembre de Rolling Stone, para Calamaro, se convirtió en una especie de coronación pública del año del Regreso (documentado en un disco en vivo que desarma a cualquiera que se haya emocionado alguna vez con sus canciones). El año en que terminó de instalarse un consenso sobre su obra, que incluye un flamante Konex de Platino al mejor compositor de rock de la década. Todas señales de reconocimiento que él vive con intensidad. Así que, después de meses de esquivar el reportaje, un buen día comenzaron a lloverme mails de un Comandante Ranchito en plena ebullición discursiva, desbordado de chispa y de eso que él llama “violencia intelectual”.
"Hagamos una buena nota”, tipió. “Yo hablando soy bastante aburrido y no soy el indicado para hablar de mí o de mi importancia en el arte. Yo quisiera que me pongas en mi verdadero lugar, estoy cansado de divos y de chuparle el culo a los músicos de afuera... Si es verdad que tengo algún mérito y que con mis grabaciones y textos dejé un legado, entonces que sea tu propia responsabilidad (y arte) ponerlo bien clarito en esa revista... vos decí si soy bueno de verdad, si los pueblos me quieren, si me respetan en los barrios y en las cárceles, si me conocen y me aprecian fuera de las fronteras de este país, si lo mejor de mí nadie lo escuchó nunca, si es verdad que Paco de Lucía, Morente, Solari, Nebbia, Jerry González y Mariano Mores me respetan, incluso, demasiado... y El Cigala, y Escohotado... y los marginales. Yo no voy a competir a ver quién descubrió la cumbia, yo nací a la vuelta de El Palacio de las Flores, pero no soy de barrio, soy de Buenos Aires puro… Soy Melingo, soy Miguel, soy Julián, soy Feiling, soy Alberto Girri...”
No hacía falta que investigara yo demasiado para corroborar los signos del cariño popular y el respeto de notables. Pero sí es parte de mi trabajo “poner bien clarito” en qué consiste la grandeza de Calamaro. Digamos que sus canciones son lugares en los que uno siempre quiere estar, ya sea porque te hacen sentir seguro o porque te generan un desequilibrio emocional benigno. Las cosas y los seres que habitan esos lugares son más bien simples, básicos, pero apenas uno modifica el ángulo o mueve algo, descubre sensaciones que no estaban ahí a primera vista. Sus canciones nos convierten en criaturas más sensibles y frágiles, o en supervivientes. Y eso es casi todo lo que uno puede pedirle a un artista.
Esas emociones, este año, reencarnaron con una vitalidad deslumbrante. “Intimamente estoy orgulloso de haber conseguido tanto con tan poco”, me confió cuando le confié que sería tapa del Anuario 2005. Y siguió proyectando las coordenadas de la entrevista: “No quiero acotarte ningún terreno, ni quiero condicionarte. Vos preguntame lo que quieras, y hablamos de lo que quieras vos... Sabés que si me provocás un poco... yo voy a escupir fuego y crueldad intelectual... Pero tampoco soy un músico drogado que no para de dar discursos, ni voy a pedirte por los derechos de los indígenas, ni sabría qué decir de Cromañón... o Pepsiñón... Es más, me gusta polemizar, pero prefiero ser buen tipo... Intimamente, te confieso, nunca fui self conscious... O sea, jamás medí mi grandeza, que es lo único que saben hacer mis colegas... Todos tan divos... Creo que mis letras (incluyo las de scornik y larrosa) hablaron por mí. Deberíamos juntarnos un día, pero solamente a escuchar música secreta. Lo mejor de mí. Las cosas que ni me molesté en editar. Mi revolución”.
Andrés quería delinear “un estilo, un lenguaje” para nuestras conversaciones. “Me basta con no ofender (u ofender a quien sí haya que ofender), me alcanza con no romper con este buen momento de mi vida. Estoy contento, viviendo, por fin, un instante eterno de alegría y armonía, y no quiero quebrar ese delicado equilibrio. Quiero que mi pueblo, mi familia, mis amigos y mi novia estén orgullosos de mí y no se sientan incómodos. Estoy feliz con mi vida actual y eso no es un secreto. No me molesta decir que quiero a mi mujer, porque soy un gaucho noble y las cosas importantes merecen celebrarse (el gaucho enamorado es el zonzo por antonomasia). Por lo demás, descarguemos un poco de nuestra violencia intelectual, peguemos esas trompadas que tenemos guardadas para alguien, hagamos respetar la verdad y la dignidad.”
Evidentemente, el Andrés verborrágico había vuelto, al menos intermitentemente y por escrito. Sin conocerlo más que a través de sus canciones y sus mails, para mí era una buena noticia en un contexto de romance, plenitud física y cierta inseguridad personal. Así que me reuní con él en lo que alguna vez fue Deep Camboya y, en efecto, nos dedicamos buena parte de la tarde a escuchar esas canciones que no se molestó en editar. Sólo con ese material, la mayoría de los músicos daría por redondeada una obra magnífica. Calamaro cantaba los inéditos con un compromiso emocional de escenario, haciendo la mímica de las letras y bajando liner notes en simultáneo. “Escuchá ésta: es épica.” “Bueno, ésta debería ser el himno nacional argentino.” “Yo digo que este pack de canciones es como un Say No More pero con mucho para decir”, se jacta. “Era la época. Era la peor de las crisis argentinas. Queríamos comernos crudo al rock, pero nos estábamos comiendo crudos a nosotros.”
Andrés estaba exultante, sonriente, conversador, mateinómano... Armaba un tabaco sazonado, fumaba varias bocanadas y después me lo pasaba. Cuando nos dispusimos a hablar con el grabador encendido, clic, todo se transformó de repente. Andrés palideció, comenzó a transpirar y a carraspear, a rascarse el tórax y a manipular nerviosamente unos caramelos Sugus... Pero quería abordar el desafío, enfrentar esa suerte de magnetofobia que contrajo en el último tiempo, tal vez desde que ya no tiene cocaína en las narices. Hablaba a los tumbos, alternando largos silencios, pero el pensamiento era coordinado y lúcido y, más allá de los hiatos, la sintaxis oral era casi perfecta. Andrés dijo cosas como éstas:
“Cuando dejé las drogas, el acceso a la inspiración y al fuego sagrado se hizo mucho más difícil. Para conectarse a dos cables hay que primero desconectarse del mundo, ¿no? Creo que es una experiencia que tuvo el 90 por ciento de los artistas, y hoy en día hasta los políticos la tienen. La analgesia forma parte de nuestra cultura, y vamos a buscar el arte en eso. Para calmar el dolor y poder olvidar, pero entonces terminamos mezclando muchas cosas, o dedicándonos seriamente a una sola, que es incluso más peligroso.”
“Durante mucho tiempo me consideré ex músico. Realmente llegué a pensar que no iba a recuperar el deseo o la diversión de tocar, de encerrarme en un estudio y de hacer giras, y creo que en el fondo no voy a recuperar ese gusto. Y en el fondo tampoco me importa. En lo personal y en lo musical hay un antes y un después bastante claro respecto de mi adicción. No es una experiencia fácil. Ahora estoy tratando de disfrutar de la vida y de ser feliz. Estar pasando por el momento más feliz de mi vida, incluso sin hacer música, es como estar frente a un abismo. Me invade la melancolía de tan lúcido que estoy. La felicidad es avasallante, también. Es un tren que se te viene encima. No sabés si estás en el cielo o en una cuerda floja.”
“Muchos viejos de mierda de mi edad jamás van a poder aceptar a otro que no sea el Flaco Spinetta o Charly García. Yo prefiero pensar que no se puede entender el rock sin Pappo, sin los Redondos o sin Manal.”
“El rock argentino no es mi género musical favorito, porque tengo mucho respeto por el tango y el folclore, porque me gusta la cumbia y porque escuché música muy buena toda mi vida.”
“Cinco años [de ausencia] para la geología es un parpadeo, pero en esta industria puede ser una eternidad. Yo me siento un poco como uno de estos vampiros inmortales que vivieron varias vidas y tienen la melancolía de haber sobrevivido a varias generaciones; que vieron envejecer a sus hijos y después a sus nietos y después a sus bisnietos…”
“Vamos a intentar que en esta nota no haya ni nostalgia ni fútbol. Dos yeites que nunca advertí en Miguel Abuelo.”
“Lo que en Barrio Norte se conoció como cacerolazo (Cabildo esquina Cacerolazo, digo yo), en el interior del país se lo conocía como hambre, desnutrición, Mal de Chagas y analfabetismo. En esa última gran crisis, la realidad salió a flote, todos éramos soretes en agua contaminada. Ahí dejé de leer libros y me convertí en un hombre de acción. Quiero decir, Herman Hesse escribió Siddharta frente a un lago, en Suiza, donde ahora vive Phil Collins. Pero yo sentía que la realidad había superado a la fantasía. Todo lo que nosotros pensamos que era rock & roll, las anécdotas del tango y los piringundines del Bajo, La Cueva, los argentinos en París… todo se vio superado. Pudo haber terminado en una toma de la Bastilla. No hay revoluciones sin guillotina. Faltó poco. Y mientras la gente se quedaba sin casa, sin hipoteca, sin trabajo, sin país, en un momento de decadencia, locura y desesperación, yo tuve la coherencia de ser un loco desesperado más, como mi propio país. No estaba yo celebrando las mieles del éxito. Había decidido vivir como un homeless, un yonqui, un vampiro adentro de esta casa. Empecé a salir. Y mis salidas eran una visita a la cárcel, o a hacer una operación en la villa de Flores, o a ver a unos amigos en los barrios del sur. Tal vez si no hubiera sido tan zarpado y tan valiente y tan artista, me habrían pasado más cosas lindas, ¿no? Igual, en el subsuelo, cuando la experiencia personal era más compleja, más viciosa y más patética, siempre había alguna aventura artística interesante.”
De pronto Calamaro preguntó qué hora era y, casi sin esperar respuesta, dijo que mejor la seguíamos otro día porque tenía que ir a “entrenar”. Casi todos mis encuentros con AC (virtuales o personales) terminaban con Andrés yéndose al gimnasio. Descubrí que era una de las razones por las que había recuperado su estampa más icónica –angulosas facciones y rulos espesos–, luego de una temporada de busarda y barba rala. “Hago aparatos”, me comentó. “Hoy en día hacer aparatos es políticamente incorrecto, ¿no?” Andrés asegura que su nivel de ansiedad tiene que canalizarse por algún tipo de ejercicio fuerte y rápido. Nada de yoga, tai chi o método Pilates. Fitness, psiquiatría, yerba mate y vida en pareja integran el programa Andrés de recuperación integral. Y funciona.
Cuando estábamos por salir del departamento, recibió una llamada desde España. Era Oski Righi, de la Bersuit. La banda acababa de terminar hacía cinco minutos su gira por allí y no veía la hora de volver a Buenos Aires para ensayar con el Salmón y acompañarlo en sus shows en España (noviembre) y la Argentina (diciembre). Oski le dijo que en las pruebas de sonido tocaban sus canciones (a tal punto llega el entusiasmo de la banda por su nueva sociedad). “Gracias por todo. Te quiero mucho, Oski, sos muy bueno conmigo. Y como dice Willy Crook: «No les demos el gusto a los putos que nos quieren ver arrodillados»”, citó Andrés antes de colgar.
Esa misma noche me encontré con un nuevo mail enviado por “andres kalamaro”. “PP... Bueno, entonces nos enfrentamos a la cruda realidad... Hablando no me pongo de acuerdo conmigo mismo... Creo que es imposible hablar conmigo. Deberías interrumpirme más a menudo con un «Cantante, no se vaya usted por las ramas». O cosas peores. No quiero terminar en un ejercicio de autoestima, ni competir. Me gustaría soltar magma, no me disgustaría. Ocurre que me aburro hablando y tampoco podemos mantener un diálogo frío de interview... Vamos a intentar con preguntas escritas, o planteos, a ver si encontramos una mejor dinámica. Yo quiero esa tapa pero no tengo nada que decir. Y si no me ayudás un poco... no va a salir nada. Necesitamos una solución para tener la nota esta semana, ya que la semana que viene ensayo duro desde el lunes y me voy a Spain. Buen día.”
Más allá de la ciclotimia y el ánimo voluble de Andrés, me parecía un plan justo –considerando la sintomatología que exhibió frente al grabador–, así que le envié algunas preguntas por mail. Le pedí que me narrara su encuentro a puertas cerradas con los Kirchner. Fue así: “Conocí a un superministro en la presentación del show de Vivi Tellas en Faena Town. Había mucha gente y fue amable. El hijo había estado en Cosquín y hablamos un rato… Después le escribí por unos trámites y nos escribimos varias veces. Justo me estaban invitando a cantar en el Salón Blanco de Casa de Gobierno y eso no lo veía muy claro, más que nada por la agenda de los músicos que iban y porque... no lo veía demasiado claro. Pero sí me gustó la idea de saludar al que es nuestro presidente... Eso en una democracia tendría que ser normal; más que normal, un privilegio. Yo prefería conocer a nuestros líderes en forma privada y sin hacer de eso una movida de prensa, y así fue... Hablamos un rato de música con los ministros Fernández y después vino don Néstor. Llevábamos dos minutos hablando y me preguntó por mi hermana Hebe, que tocaba en Huerque Mapu en los primeros años 70, un conjunto folclórico muy bueno, con voces e instrumentos impecables... Casi todos militaban en Montoneros. El Presi, así me dijo él, era el «flaco de pelo largo y anteojos» que los llevaba de un lado a otro cuando tocaban en el Sur. Eso entendí yo”.
Guau. Kirchner como un improbable Brian Epstein en la Patagonia de los 70. Pero el encuentro no terminó ahí. Al día siguiente, el presidente y su gabinete viajaban a Santiago del Estero y Calamaro abordó el Tango acompañado de su asistente Marcelo Pomilio. “Llevamos el termo, el mate y la yerba”, me contó Andrés. “No participamos de ningún acto oficial. Fuimos de curiosos. Yo quería ver a los nuevos justicialistas, y darle la mano al presidente elegido... Después del juicio de La Plata y, tomando en cuenta mis antecedentes en la bohemia, era simbólico y simpático. Tomamos un té y le regalé unos discos... Yo no soy justicialista, pero supongo que nos queda para un siglo de gobiernos justicialistas. O por lo menos cincuenta años.”
Sobre el insólito juicio en La Plata, Calamaro intentó reflexionar con la cabeza fría (si es que alguna vez se le calentó por eso): “A veces me parece una gran broma y a veces me parece algo importante. Haber defendido lo que uno dijo, los ideales, la libertad y la dignidad. Visto así, va mucho más allá de la frase. Inunda áreas como la libertad de expresión y algunos derechos sagrados; además, siempre tuvo tufo a maniobra política sin importancia. Fue un break point de la sanata, porque el asunto Cabezas estaba todavía caliente por esos años [mediados de los 90]. ¿Cómo llegó a estirarse tanto, hasta llegar al juicio oral y público? No estoy seguro. Supongo que fue una buena decisión prorrogar el juicio oral. Lástima que fue justo el día del primer Luna Park. Fue bastante delirante: yo justo tenía una obra en construcción al lado de mi habitación y dormía mal. Toda esa previa al Luna Park fue bastante delirante. No fue un regreso tranquilo”.
Y hablamos de las canciones, por supuesto. A Calamaro le hubiera gustado escribir “Dead Flowers” o “Far Away Eyes”, de los Stones, la mayoría de la obra de Bob Marley (todavía sobrevive un póster chiquito en un rincón del living de Recoleta), “Pressure Drop”, de Toots & the Maytals, la versión de “That’s What Friends Are For” a dúo entre Elton John y Stevie Wonder; “El arriero”, “La última curda”, “La guitarra”... “Seguramente hay diez mil canciones que yo habría escrito encantado de la vida”, calcula Andrés. Y agrega: “Me falta escribir algunas canciones dedicadas a mi novia y grabarlas... En estas últimas semanas estuve escribiendo algunas románticas y pícaras, sentimentales pero no carentes de sentido del humor. Como de peña folclórica”.
Tuvo que pasar más de una década para que el Salmón creyera seriamente en aquello de que “la vida no está hecha de canciones”, como cantaba en “Mi rock perdido”, de Los Rodríguez. “Hoy, escribir buenas canciones no es mi principal prioridad. Yo estoy agradecido y me siento honrado de haber escrito canciones importantes para alguien, pero me considero más músico que poeta, o ninguna de las dos cosas. No me molesta mirar mi obra como algo ya constituido. Yo quería esto: que me respeten, ser respetable. Y ser feliz.”
Su proximo disco ya esta grabado. No será una caja con el precioso material inédito que se desperdigó en internet o en la memoria de unos pocos testigos hechizados. Es un disco de versiones de tangos grabado con los flamencos Niño Josele y Javier Limón, la misma fórmula que alumbró El cantante, sumada a sesiones con el pianista uruguayo José Reynoso y el guitarrista argentino Juanjo Domínguez. “Espero que en Europa lo consideren un disco de flamenco cantado por un argentino. De tangos, sí, pero un disco flamenco. También espero que en la Argentina sea entendido como un disco de tango puro y vital, como una revolución vital del género. Género, no tela mal cortada.”
Mientras Afo Verde –desde Sony bmg– prepara un álbum homenaje con versiones de su obra a cargo de colegas de estirpe, Calamaro sueña con refundar algunas de sus canciones en clave cumbia y cuarteto. “Esa sería la fórmula: Calamaro, cumbia y cuarteto”, se envalentona. Andrés admira a la cumbiera romántica Dalila (“con mi mujer escuchamos tu versión de «Cóncavo y convexo» y nos enamoramos más”, dice a modo de mensaje mediado), a Pablo Lescano, a los Mars Volta, The Streets, The Darkness, Gov’t Mule y todo el hip hop, de Public Enemy a Kanye West.
Andrés es consciente de que es un poco demasiado joven (44 años: “la cárcel; dos veces 22, el loco”) para ser objeto de tributos en vida, por más que muchas de las leyendas del rock & roll hayan muerto a los 27. “Yo, que alguna vez me fui de viaje a España pensando que, en veinte años, nadie me había reconocido nada... O a lo mejor es que necesité todo ese tiempo para escribir mejor. La autocrítica y la autoironía que no falten. Yo sigo sin tomarme tan en serio.”
Que tampoco falte la autoestima, entonces. Casi secretamente, Calamaro preserva su endeble vanidad entre algodones. “Entiendo que para los de treinta y algo (para abajo) mis canciones fueron un espejo de sus propios momentos. Igual me sorprende un poco darme cuenta de que hay mucho pueblo que sabe cantar mis canciones, que las gritaron, que las sintieron... Las entendieron. Buenos receptores, gente del palo que ya son hombres y mujeres. Para mí es un alivio, una tranquilidad y una bendición. Haber roto con la dictadura de los clásicos del rock argentino es una conquista imponente para alguien de mi edad... Aunque ése ya era un camino abierto por Sumo, los Redondos y Fito Páez.”
Cuando Calamaro habla de la “dictadura de los clásicos” está promoviendo una reescritura de la historia oficial, acaso una misión tan grande para él –la de copar ese Panteón simbólico– como la que componen sus canciones. Como lo dijo, prefiere pensar el rock argentino alrededor de Nebbia, Pappo, Manal y el Indio Solari (“un camarada y, antes, un maestro”), tal vez porque fueron, entre otras cosas, los que no dudaron en darle ese espacio consagratorio que merecía. ¿Quién queda del otro lado? No hace falta ser demasiado suspicaz o buscarroña para pensar en García y Spinetta.
“Spinetta hace mucho que no me da bola, pero la última vez que hablamos fue tierno y exigente”, concede. “Supongo que si yo tuviera un buen par de tetas me daría más bola. Lógicamente.” Los reparos con García son mucho más radicales y tuvieron su ardiente episodio mediático hace algunos años, en un conflicto personal alrededor de Mónica García, amiga de Charly y ex pareja de Andrés. “Un hombre jamás puede ser ni alcahuete ni maleducado”, dice Calamaro hoy. “Eso es lo principal. Si no respeta eso, tiene que ser castigado, hay que ponerle los puntos urgente. De García pienso lo mismo que la mayoría de la gente. Lo vi en el programa de Diego y creo que vi lo mismo que vimos todos. No lo respeto.”
Precisamente, el año Andrés incluyó una declinación a participar de La noche del 10, la puesta en escena de la desintoxicación más famosa del año, muy por encima de la del propio Calamaro y la autopromovida de Joaquín Sabina. “Yo a Maradona lo quiero mucho, lo mismo que a su familia”, dice Andrés. “El fue muy bueno conmigo, muy gamba. Siempre estaba si yo lo necesitaba. Yo no quiero cobrar plata para ir a decirle a un amigo que lo quiero... Creo que la tele es la tele y la amistad es algo más serio, más profundo y eterno. El tiene un millón de amigos que lo pueden ir a ver a la tele, la mayoría cobraron por eso y alguno seguramente pagó para ir. Alguno se puso dientes especialmente... Yo no fui porque no quería abrir el programa tocando, creí que merecía más. Me alegro de que Diego haya recuperado su buen aspecto y espero que no esté tomando nada. Siempre voy a desearle lo mejor y espero que nos volvamos a encontrar un día, tranquilos, a tomar unos mates. Creo que debería haber hecho otro tipo de programa. Mucho más sobrio, más clásico. Diego en una mesa con tres invitados, como el programa de Neustadt pero sin Bernie.”
Algunos días después, Calamaro recibió un llamado de Claudia invitándolo al cumpleaños de Diego. La idea era que cantara su canción-homenaje. Esta vez Andrés dijo que sí. Al día siguiente me reportó lacónicamente el encuentro. “Ayer, en la fiesta, valoré mucho la familia, esa institución últimamente en desuso. Me gustó el cumpleaños sanote, con la familia unida y emocionada. Yo ni me acuerdo de mi anterior cumpleaños. Eramos tan distintos…”
Pues sí, todo ha cambiado mucho. Ahora Andrés toma mate “como un uruguayo”, cena en A Los Amigos –una cantina de Villa Crespo– y va con Julieta a todas partes. Recuperó el gusto de caminar la ciudad y salir de noche sin necesidad de ir a pegar merca al Bajo Flores. Aunque tiene sus objeciones sobre el paisaje: “Veo una Buenos Aires muy turística... Eso no me gusta. Odio que nos hayamos convertido en un país turístico, que seamos tan baratos. Es un prostíbulo gigante, una parrilla para gringos. Pero yo adoro mi ciudad, como dijo Miguel Cantilo. Y parafraseando a Dalí: Buenos Aires soy yo”.
Una noche nos encontramos en la inauguración de una muestra de pinturas de Romina Ricci y otros jóvenes artistas de perfil más bien bajo. Todo sucedía en torno de una terraza del barrio de Once, en uno de esos edificios alguna vez aristocráticos cuyos ascensores suben y bajan a la velocidad inmemorial de los hielos antárticos. La gente tomaba vino tinto sobre un alerón de tejas que miraba al precipicio y a los palomares de las cúpulas de Congreso, tan ornamentadas y salpicadas de mierda. Había gente como Fito Páez, Celeste Cid, Santiago Pedrero... En eso llegaron Andrés y Julieta tomados de la mano. En cuanto lo saludé, Andrés me dijo que venía escuchando en el auto Steely Dan, “uno de los grandes grupos de los 70”. Hablamos de Wonder, de Waits, de Marley y en un rato estuvimos en la primera habitación de la muestra calzándonos unos auriculares para escuchar los mensajes de una vieja muñeca con mirada satánica. Una obra típicamente contemporánea. Con voz de nena, la muñeca decía algo acerca de caminar descalza sobre vidrios rotos. Intercambiamos un par de mohínes imprecisos y seguimos de largo.
Andrés ya tuvo bastante de vidrios rotos. Se pasó buena parte de la última década caminando sobre ellos. En ese estado de faquir y de torero escribió sus canciones más trascendentes. El desafío ahora es recuperar la inspiración en tiempos de autocontrol y sanidad. De vidrios intactos. “Supongo que las canciones volverán de a poco”, comentaba. “Es probable que ya haya escrito mis mejores canciones, no es triste darse cuenta de eso. Si pintan nuevas, mejor. Yo quiero ser mejor como hombre, como argentino y como varón. La verdad es que los años desprolíficos fueron, también, una bacanal de sensaciones. Entre la soledad, la amistad, la inspiración y la locura, siempre hay más cosas... Cosas en el medio. Incluso con abuso de lo que se supone que es el rock & roll, pero sin límites de presupuesto o de horarios, ni de tiempo, ni tampoco morales. La vida misma tiene un poco de pornografía, de psicodelia, de tango desesperado, de euforia, de gloria y de miseria. En fin, es un poco tarde ahora para pensar que podría haberme bajado antes de ese tren en movimiento. Aunque no es menos cierto que intenté tirarme de esa locomotora... Y lo hice, con el consiguiente impacto, y no sin lastimarme un poco. Igual ya terminé con esa vida hace tiempo, no fue precisamente ayer. Ya probé mi voluntad y está firme, de hierro. Tampoco es sencillo parar el carro de golpe y sin consejos o asistencia profesional. La verdad es que te comés flor de bajonazo. Igual, por si a alguien le importa, sí se puede hacer... Quiero decir, si ya traspasás tus límites (o los límites conocidos o razonables) y estás en un territorio desconocido, deslumbrante u oscuro, tampoco está muy claro en qué consiste volver atrás. Yo, en el fondo, siempre me cuidé bastante, nunca llegué a límites de peligrosidad, nunca fui un yonqui, ni un pincheto, ni fumé sostenidamente base ni caballo. Era lo que Enrique Symns describe en su libro [ El señor de los venenos ] como un profesional... Tenía un método.”
Está claro que Andrés trabaja día a día para mantener a raya la melancolía de drogón. No quiere “ponerse a predicar”, pero, en definitiva, está seguro de que “arrastrarse por el suelo no es lo ideal.” Así que no piensa darles el gusto a aquellos que lo “quieren ver de rodillas”, aunque ni siquiera sepa bien quiénes son esas personas. “¡Basta de melancolía!”, exclama. “Si pudiera cambiar algo, sería haber encontrado antes a Julieta, creo que nací para encontrarla... Estoy hasta las manos, desayunamos en la cama… Estoy orgulloso de mi mujer: es un genio, es la mejor persona que conozco. A veces quisiera llorar de contento, pero no encuentro las lágrimas. Estarán secas... Ojalá algún día pueda. Llegué a pensar (eso era antes) que la felicidad era un eslogan, una marca registrada. Que eran momentos de alegría, otra cosa. Creo que algunos nos merecemos ser felices de una vez por todas, infinitamente. Por primera vez estoy seguro de que quiero ser un gaucho de familia.”
Al mismo tiempo que Calamaro aterrizaba en el aeropuerto de Barajas, Madrid (adonde fue a tocar para 15 mil personas en el Palacio de los Deportes, en la escala mayor de una exitosa gira que incluyó Barcelona y San Sebastián), a mí me llegó a la redacción un sobre de Warner Music con una copia de El regreso, el disco registrado en el Luna Park. Esa noche lo escuché y se me hizo un nudo en la garganta en varios momentos. Por ejemplo, cuando a Andrés se le quiebra la voz al cantar “esa que anteees...” en “Estadio Azteca”, por encima del grito de la multitud. Es uno de esos instantes llamados a quedar en la memoria, un interruptor de alientos, un generador de taquicardia masiva. Es la emoción de haber recuperado sensaciones que creíamos perdidas en alguna parte.
Revisé viejos mails y encontré aquellos en los que Andrés pretendía delinear “un estilo, un lenguaje” para nuestra entrevista. “Hagamos algo importante”, me había dicho. “Mejorame. Me importa que escribas lindo y que saquemos un buen reportaje redactado y exacto... Me voy a dormir... Ojalá sigamos valientes y chistosos, como siempre (leído en una carta manuscrita por solari).”
En otro correo, enviado casi al final de nuestro intercambio, Calamaro escribía, a modo de consigna improbable o enseñanza existencial: “Mirá PP… Una vez me dijeron lo siguiente: yo no soy ningun santo, pero soy discreto. Eso te pido. Sólo te pido. Eso me pido. Aprendamos de los que saben... hagamos algo diabólico pero discreto... grass”.
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