En el Luna Park
Aquí me pongo a cantar
Defensa del rol de cantante, el mejor para aquel que cree terminada su obra como gran compositor
El lunes 18 de abril de 2005, al caer el sol, la sonrisa zumbona de Andrés refulgía en la tapa de la sexta edición de Crónica en todos los kioscos de Buenos Aires: calamaro absuelto. El Cantante, se decía, había dormido poco, se tentaba y cabeceaba en los Tribunales Federales de La Plata y, quién sabe, tal vez la absolución le había despertado emociones encontradas, como todo desenlace de un proceso traumático (la causa del porrito duró once años). Ya nos lo dijo él: todo lo que termina, termina mal.
Por eso, su repentina amnesia y tara compositiva no podían ser otra cosa que un nuevo comienzo. En estos días, Andrés no se acuerda, no escribe, no quiere hablar en público de casi nada. Pero piensa, se emociona y canta. Canta con la vitalidad de un sobreviviente, con la placidez y el candor que le concede el olvido. Canta sentado, a veces se incorpora para rastrear el mejor ángulo de expresión, posa una mano en el pecho o en el vientre e inclina ligeramente la cabeza, como si intentara un trémulo diagnóstico de su estado de ánimo. Fueron muchos años de siembra y tempestad: insomnios, divorcios, menoscabo, exilios, intoxicaciones, demandas, desnutrición, paranoia, escritura automática, grabación compulsiva. Un hombre puede hacer sus mejores canciones en esas circunstancias, y también puede acabar con sus defensas. El logró volver entero del desvarío y de su estado de gracia, dos situaciones igualmente peligrosas. Por eso se lo ve tan bien en este tiempo de cosecha: la obra-Calamaro ya fue edificada, es un espacio inviolable y, de algún modo, completo. Es suficiente con que se lo vea lozano, panzón, impetuoso y frágil en la interpretación de pequeñas obras maestras como “Paloma”, “Clonazepan y circo” (ese anverso de “La argentinidad al palo”), “Media Verónica” o “Crímenes perfectos”. Alcanza con verlo apropiarse de versos del Martín Fierro en un interludio de “Estadio Azteca”: “Gracias le doy a la Virgen/ gracias le doy al Señor/ porque entre tanto rigor/ y habiendo perdido tanto/ No perdí mi amor al canto/ ni mi voz como cantor”.
Es emocionante tener entre nosotros a un escritor de canciones que se tomó su trabajo tan en serio, que creyó necesario empeñar su cordura y horas de sueño para llegar hasta el fondo de una misión: encontrar las palabras y melodías que mejor definan sus sensaciones. Calamaro podría dedicarse solamente a reinterpretarse, como lo hizo en el Luna Park, rodeado de una banda (Bersuit) que captó a la perfección la necesidad de repatriarlo artísticamente. Podría abandonarse como un tótem de carne y hueso en torno del cual zumba el rock popular (pasaron Juanse y Andrés Ciro) y al que los maestros (Juanjo Domínguez) legitiman como interlocutor. Calamaro podría dejar de ser El Salmón (el que nada contra la corriente) para convertirse definitivamente en El Cantante. Si, por obra y gracia de su espíritu, consigue congeniar ambas cosas, lo recibiremos como una bendición de la música pop. Sea.
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