Algoritmo hot: el fenómeno polaco 365 días volvió a Netflix con su modelo de sexo pensado para el público de Instagram
La segunda parte del éxito pandémico softcore Aquel día, devuelve al top ten de la plataforma al romance del mafioso italiano y su esposa polaca; sus evidentes limitaciones, tanto narrativas como sugestivas, delatan el abandono de Hollywood del thriller erótico que tantos éxitos supo dar y el giro culposo del actual clima cultural
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Desde su desembarco -en plena pandemia- en la plataforma más exitosa del mundo, la saga erótica polaca que cuenta los días de un secuestro como los febriles pasos para enamorarse viene cosechando clics e indignaciones. Para Netflix, 365 días se convirtió en un éxito meteórico y rendidor, con base en Polonia pero con aires de producto internacional: un poco de mafia y verborragia italiana, playas de aguas turquesa filmadas con drones y filtros digitales, gente linda que apenas sabe actuar y un erotismo naïf arropado con las vestiduras de un cuento de princesas hot. Para la prensa del mundo, la película se convirtió en un fenómeno difícil de aprehender, cuyas respuestas posibles oscilan entre la vergüenza ajena y la réplica airada. Varias publicaciones de los Estados Unidos y hasta la cantante Duffy acusaron a la producción, no sin razón, de romantizar el abuso y la violación, de reproducir viejos estereotipos sobre la relación entre sexo y dinero, además de rozar el mal gusto y el descarado exploitation. Algo así como un Portero de noche sin tanta astucia en la provocación ni talento alguno detrás de cámara.
Para otro sector de la recepción era mejor dejar caer el fenómeno fuera del radar, empujarlo a un rincón como el placer culpable de los encerrados durante la cuarentena que canalizaban sus ansiedades sin hacer excursiones por el porno oficial. Un producto berreta y publicitario, confeccionado a las apuradas, que terminó anclado en los top ten del mundo, asegurando que detrás había un mercado que no podía ignorarse. Por ello no sorprendió tanto cuando la segunda parte titulada 365: Aquel día asomó con descaro otra vez entre las más vistas de las últimas semanas. ¿Era por el misterio que se había instalado en el final de la primera sobre el destino de Laura (Anna Maria Sieklucka) en ese túnel en plena geografía siciliana? ¿O pese al final del encierro masivo originado por la pandemia, Netflix había encontrado un público potencial para un cine erótico que el mainstream contemporáneo había erradicado definitivamente?
De Emmanuelle a Christian Grey
El softcore tuvo su edad de oro en los 70 al calor de la profesionalización de la industria pornográfica, con sus premios y estrellas, que abrió ese canal alternativo para los que no se animaban a cruzar todas las barreras. Estimulado por la popularidad de revistas como Playboy o Penthouse desembarcó en el cine con no pocas ambiciones, logrando en hitos como Emmanuelle (1974) al trascender las limitaciones de un consumo acotado. Pero los 80 y el video despejaron esas aspiraciones, tornaron su producción algo express y su factura menos sugerente y dieron origen a producciones de corte publicitario que encontraron en Adrian Lyne y sus 9 semanas y media (1986) quizás lo más exitoso y masivo hasta el momento. El devenir del mainstream contemporáneo convirtió al sexo explícito en algo casi inadmisible en sus producciones y ese voyeurismo culposo desembarcó en adaptaciones de “literatura de aeropuerto”, al estilo Cincuenta sombras de Grey, cuyo trasfondo era apenas el desplazamiento del cuento de hadas al territorio de las fantasías sexuales.
Algo de ello -en una versión “segunda marca” poco inspirada- llega en la trilogía polaca de 365 días. Lo curioso es cómo amalgama el softcore con la telenovela, modelando las fantasías en un muestrario de consumos que incluyen ropa de diseño, autos lujosos, mansiones y playas paradisíacas. Entonces, las películas venden ambas cosas en un único dispositivo: ya no son deseos prohibidos sino el sueño de la Cenicienta casadera con un príncipe guapo y adinerado que la ata a la cama y la secuestra entre lujos y millones para que lo quiera. No es encubierto el robo descarado que 365 realiza a la saga de la inglesa E. L. James, sino que es asombroso cómo puede afear aún más esa premisa con una realización torpe y amateur, sin atención ni a la consistencia argumental ni al devenir de sus personajes, hundida en una producción que solo se interesa por agrupar clips de sexo simulado en paisajes de postal. Ese rejunte que puede resumirse en la retórica hot del algoritmo encuentra su obsceno apogeo en la historia de don Massimo (Michele Morrone) y Laura y su atropellado affaire con destino de casamiento rosa.
La historia de la primera 365 no es nada novedosa. Massimo es testigo del asesinato de su padre en el instante en el que vislumbra a lo lejos la silueta de Laura, la mujer de sus sueños. En los cinco años siguientes conjuga la asunción del poder en la mafia siciliana con la persecución de esa fantasía. La encuentra en un aeropuerto, la secuestra y la mantiene en cautiverio para que ella se enamore de él, para lo que le da un el plazo de 365 días. Laura es una chica común que vive en Varsovia, con un novio infiel y desinteresado, que cumple el encierro con una mezcla de enojo y sumisión. Lo que viene es, por supuesto, el enamoramiento, escalonado con gritos y maltratos, violaciones simuladas, excursiones a los lugares más espectaculares del mundo, dinero a raudales, y un erotismo filmado y musicalizado de la peor manera. Todo resulta un aglomerado de planos estilo wallpaper, una versión infantil de la mafia, diálogos banales y actuaciones espantosas. Pese a ello, la película exhibe una confianza descarada en que detrás de los clips eróticos hay una historia de amor que debería importarle al espectador.
Como no podía ser de otra manera, aquellos primeros 365 días terminan en suspenso sobre el destino de Laura, que esta secuela -todavía en el podio de Netflix- despacha con una oportuna elipsis y la instalación del secreto de un embarazo perdido. Con el correr de los minutos descubrimos que ni el embarazo ni el secreto importan demasiado, porque esta historia es aún más ridícula que la primera: hermanos gemelos, jardineros sexies, mafiosos españoles y Ferraris último modelo. Nuevamente la ecuación es “sexo+consumo”, ya sea en una luna de miel a bordo de un yate o en una huida a una isla paradisíaca por una infidelidad. Este devenir confirma que este nuevo estadio del softcore está más cerca de la telenovela en su versión más superficial y maniquea como lo ha sido la soap opera en la narrativa estadounidense, que de cualquier otro género adulto. Sus protagonistas se asemejan a modelos de ropa interior cuyas emociones se encarnan en los filtros digitales que median sus poses en esos exteriores de ensueño.
El éxito de esta incursión en un erotismo de tiempos de Instagram descubre que detrás de esa promesa de fantasías prohibidas asoma en realidad la consigna de un matrimonio felizmente consumidor y sexualmente saludable. Al igual que la saga Crepúsculo había sido una reconversión del vampirismo a su versión célibe y conservadora –con una inmortalidad melancólica y despojada de cualquier anhelo de transgresión– esta heredera de Cincuenta sombras de Grey se apropia de ese melodrama de hoteles boutiques y autos último modelo para convertir el sueño de independencia de una chica polaca en el matrimonio con un capo mafia seductor y multimillonario. No hay mucho más que eso en la nueva 365 días: Aquel día: toda la intriga de los gemelos y las disputas de los clanes mafiosos tiene una construcción torpe e inverosímil, el clímax de peleas en ralenti y morisquetas en cuevas desiertas resulta entre catastrófico y risible, y el intento de humor con la segunda pareja que forman los mejores amigos Olga y Doménico, un chiste sin demasiada gracia.
El resultado es el de un algoritmo no demasiado audaz ni emancipador.
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