Para el viernes de la entrevista se había pronosticado lluvia. El cielo nublado durante la mañana parecía confirmar un clásico de época: la tormenta de Santa Rosa. Por la tarde, el viento helado limpió hasta la última de las nubes y el escenario fue otro. Un giro, como si la naturaleza hubiese ofrecido su propio happening, eso que el artista Alfredo Arias conoce desde adentro, desde los días del Instituto Di Tella, cuando él y otros pares ampliaban los límites del arte. Arias camina este viernes de la entrevista por las calles de Barrio Norte, bajo un azul inesperado. El hombre que nació un año antes de que terminara la Segunda Guerra (1944), va por esa parte de Buenos Aires que bien podría ser París, la ciudad en la que vive desde 1969. Allí se fue porque entendió que, en la Argentina de fines de la década del 60, las cosas se empezaban a complicar. Lo comprendió cuando, en una esquina del Di Tella, un policía le dijo que no pasara más por ahí. Se fue a Francia y al año de haber llegado estrenó Eva Perón, de Copi, y tejió un exilio en esa otra lengua durante 17 años. Luego, una vida a dos orillas. A partir de 1986, ha regresado con cierta periodicidad a Buenos Aires, donde presentó puestas icónicas como Familia de artistas, La mujer sentada, Mortadela y Tatuaje; en el Teatro Colón montó óperas.
Entre sus obras; cine, teatro. Máscaras. Singularidad. Un sello que anida desde la infancia, cuando a los 9 años vívía en Lanús y les iba a recitar poemas a los ferroviarios porque se sentía "un niño peronista en una familia de radicales". Como respuesta, sus padres lo mandaron al Liceo Militar. Tenía 11 años. Cuando terminó, de vuelta en la casa materna, a los 18, una tarde decidió irse. Salió "sin una moneda" y caminó hasta el centro, a lo de su amigo pintor Juan Stoppani, que le abrió su hogar. Y desde ahí no paró.
Por estos días, de vuelta en el país, acaba de terminar el rodaje de Fanny camina, película sobre la vida de la actriz Fanny Navarro en codirección con el cineasta Ignacio Masllorens, que saldrá por Canal Encuentro y la plataforma Cont.ar. En septiembre estrenó Happyland en el Teatro San Martín. Es sobre la figura de Isabel Perón, "un tratamiento de forma fantasmagórica", dice Arias al resaltar que no es una obra documental. Además, en Francia presenta ahora La pasión suspendida, basada en un libro de entrevistas a Marguerite Duras, con quien Arias tuvo un trato muy cercano.
El hombre que crea a partir de que las luces se apagan, hace la entrevista con dos anteojos –de aumento y de sol–, uno sobre otro; es que este ser de la escena y de las luces es fotofóbico. "Los anteojos me restituyen la penumbra de las bambalinas, ese espacio entre ficción y realidad donde paso la mayor parte de mi vida", dice. Un creador nacido a la medida de su arte.
–Para comprender el sentido de tu trayectoria, necesitamos ir a tu infancia. ¿Tenías claro por esos días lo que querías?
–Era muy niño. Es necesario empezar por el desenlace, cuando a los 11 años mi familia decide separarse de mí porque era una individualidad que ellos no sabían cómo manejar y me dirigen hacia el Liceo Militar.
–¿Sabías de pequeño el desenlace?
–Tenía muy claro que quería avanzar. Superar algo. Por ejemplo, estaba en segundo grado, pero estudiaba con los libros de sexto. Me mostraban como un fenómeno que estudiaba un texto al que tendría que haber llegado más tarde. Si me pedían el cuaderno, me quedaba toda la noche haciendo los dibujos, la letra perfecta. Quería superarme, ver qué había más allá de todo eso en la medida en que yo me daba cuenta de que no me entendían para nada. No sabían qué hacer conmigo.
–¿Cómo eran en tu casa?
–Mi papá trabajaba en Alpargatas. Hizo una carrera de organización de trabajo donde llegó a algo. Mi madre se quedó en la casa y fundó una gran amargura que fue dirigida hacia mí. Muy claustrofóbica. Poco diálogo. Nada de elaboración. Yo me manifesté como un chico que quería actuar, representar. El hecho de enrolarme al peronismo con 9 años me ofreció eso: poder ir al sindicato de ferroviarios a decir poemas, también a los hospitales con mi teatro de títeres; todo eso hasta los 11, que es cuando termina mi vida de niño.
–¿Qué significaron los años en el Liceo?
–Pura sobrevivencia. Me sorprendió que el otro día mi sobrino hizo un documental sobre mí, ellos son los Arias de Argentina Sono Film, como si el cine hubiera venido y se hubiera reconstituido por esa parte de la familia. Me impresionó ver cómo yo movía las manos. Entré y salí del Liceo moviendo las manos igual. No hubo manera. Una cosa muy trágica fue que un día me pusieron unos guantes de box, me forzaron a ponérmelos y yo lloraba: me sacaban la posibilidad de gesticular. A pesar de que fue doloroso, no hubo posibilidad de que yo renunciara a nada ahí.
–¿Un sobreviviente en otra naturaleza?
–Algo así. Yo era una persona absolutamente diferente, sensible, en contacto con toda la gente que tenía problemas de sexualidad. Todoa los problemas que podía haber de orden homosexual, entendí rápidamente que yo estaba en un asiento eyectable. Sabía que no tenía posibilidad de expresar algo personal o íntimo. Pero ahí navegué. Fui al teatro con uniforme, porque nos llevaba un cadete superior. Gracias a eso vi a Becket, Ionesco.
–¿Cómo te permitían ir?
–Teníamos permisos de salidas culturales. Un chico de quinto año nos llevaba a ver esos espectáculos. Así vi a Jorge Petraglia y a Roberto Villanueva hacer Esperando a Godot, en el teatro Candilejas. Para mí era una fiesta ir a ver eso y pensar que había esos límites fantásticos a conquistar a futuro.
El hombre pura escena
Comenzó abogacía y a los dos años dejó. Estudió en la escuela de teatro de la Alianza Francesa. Arias es fundamentalmente un autodidacta. Tiene una cosecha de premios como el Molière de Oro (2003), nombrado Caballero, Oficial y Comandante de las Artes y Las Letras. Premio ACE, crítica argentina; Konex de platino 2009. Su primera puesta fue Drácula, una adaptación del libro de Stoker al mundo pop del Di Tella. Luego, una vida en obra. Y la obra en la vida, tanto, que cuando propone un espacio para la entrevista, ofrece su casa; ahí donde vive cada vez que vuelve al país. "Mejor hoy no, estamos remodelando y hay mucho ruido", dice, amable, después de abrir la puerta del edificio. Sugiere un bar de la esquina. Pero no hay mesas cómodas y propone un nuevo lugar. Cuando la entrevista lleva media hora, las voces de dos nuevos comensales lo hacen volver a mover hacia un rincón más amable del bar. "Cambiemos de decorado", dice. Entonces sí, la obra y la vida son los cuerpos y los espacios, una forma de estar en este mundo; el de Alfredo Arias y sus presentes.
–¿De qué se trata Happyland?
–Es el momento en el cual la Junta destituye a Isabel Perón y la envía como prisionera a Neuquén. El tema es abrir un episodio del orden de la fantasmagoría teatral en donde se revisen las bases de este personaje. A partir de qué elementos se constituye. En realidad, queriendo y sin querer, he tenido siempre una relación con el peronismo. Cuando llegué a París, hace 50 años, creé Eva Perón, de Copi, que fue una obra que generó un escándalo. Hubo una confusión de lectura, es decir, yo creo que el peronismo, la gente que intervino en eso, pensó que era una obra panfletaria de una familia que había sido de oposición. No se interpretó como la obra de un futuro poeta y dramaturgo y se la tomó como un panfleto.
–Tomás a Eva e Isabel. ¿Por qué decidís poner la mirada sobre ellas?
–Happyland me la ofreció Gonzalo De María, que me conoce como la palma de su mano. Él sabía que si escribía una cosa sobre Isabel Perón, me la tenía que ofrecer. Cuando Jorge Telerman me propuso continuar mi participación con el San Martín, yo deseaba separarme un poco del teatro y hacer solo episodios que me comprometieran con toda mi historia. Esta obra me interesaba para continuar mi discreta y, espero, inteligente observación del peronismo.
–¿Y en qué consiste esa observación?
–Pienso que como el peronismo ocupa un lugar muy importante en nuestra historia, hay que hablar de eso para ver cómo el teatro, con todo su lenguaje que está dirigido al inconsciente, puede mover esos mitos y llevarnos a otro lugar.
–Estrenás en París, casi al mismo tiempo, La pasión suspendida. ¿Qué representa para vos?
–Con Marguerite Duras hice una puesta en escena que quedó como un episodio mítico del teatro, una adaptación que ella hizo de un cuento de Henry James, La bestia en la jungla. Con Marguerite compartíamos el mismo barrio, la experiencia teatral y a muchos artistas que han trabajado conmigo. La pasión... es un libro indirecto sobre Duras, el de una periodista italiana que le hace una entrevista sobre El amante. A Duras le gustaba hacer declaraciones muy fuertes, y esta mujer llegó a conducirla hacia algo más sensible, la infancia de Duras en Indochina.
–¿Cómo la conociste?
–Ella venía a ver mis espectáculos. En uno de ellos me dijo: "Hagamos algo juntos". Después, este episodio de ir a verla a partir de la adaptación de La bestia en la jungla. El primer recuerdo que tengo de ella es cuando me invitó a su casa y me dijo: "Escuchá". Había interpretado la obra en un grabador. Me dijo que no se la hiciera escuchar a los actores porque después de eso no iban a poder actuar. Era divertido hablar con ella. Tuvimos muchos momentos de contacto.
–¿Hay un tema en Arias?
Sí, mis raíces, porque nunca las abandoné. Nunca me alejé de acá. Cuando tuvieron que ponerme algún título en Francia, fue "el argentino de París". Si hoy se puede recortar y darle adjetivos al teatro que yo hago, diría que traté de no identificarme con nada y estar siempre disponible. No creerme poseedor de ningún tipo de estilo y me molesta lo didáctico: por ejemplo, cuando les hablo a los actores, espero más bien desconcertarlos que concertarlos.
–¿Que no sea aleccionador, que no les marques las cosas?
–No, yo marco todo. Lo primero para mí es el espacio. La página en el teatro es el espacio. Todo significa dentro de eso. Lo construyo como un arquitecto y después trato de entregárselos lo más rico de posibilidades a los actores, para que ellos lo vivan adentro. Yo puedo dar todo, pero no el alma, eso lo tienen que poner ellos.
–¿Qué significa la memoria en tu obra?
–La memoria me permite entenderme y ver sobre qué mitos estoy construido. El hecho de reconstruir a Niní Marshall, Doña Petrona o Eva Perón. Volver hacia atrás es entender de qué manera mi imaginario funciona porque son personajes o mitos que lo alimentan.
–Son de la cultura popular, pero los corrés de su clásico lugar.
–Sí. Debo reconocer que estoy hecho de esa materia. Pienso en los niños de Francia que los llevan a dibujar y disfrazarse de las pinturas que tienen detrás en el Louvre. Lo que yo tenía era escuchar una radio, los cines de barrio, las calles de tierra, un circo que llegaba. No puedo inventarme que me llevaron a tomar un helado a la Fontana di Trevi. Tengo que decir que vi una fogata, que más allá estaba el club Talleres. Esas son las cosas que me maravillaron y me dieron ganas de contar. Esos lugares épicos. Baldíos. Me parecen elementos fantásticos, maravillosos. El eco de los libros de cocina de Doña Petrona en esos ámbitos y la idea de esta mujer por llevar esa utopía de tipo burguesa a esas casas más bien precarias para hacer tortas fantasmagóricas. Todo eso me llevó a interesarme y a disfrutar de las grandes obras de la cultura. Con esos instrumentos llego; después, aprendo y me enseñan.
–¿Cómo ves al teatro argentino?
–Veo poco teatro. Mi imaginario es más cinematográfico. Estoy siempre encerrado viendo cine. Voy a decir una cosa con mucha humildad: hago teatro porque no sé cómo es el teatro. No sé cómo lo hacen los otros ni me doy cuenta. Si supiera, tal vez no haría. Hay varias cosas del teatro acá: una calidad de actuación brillante, una escritura que me interesa. Soy un estudioso de varias cosas: la fotografía, la moda, la música popular, los artistas del arte contemporáneo. Eso me interesa: una curiosidad más amplia.
ESTAMOS DE ESTRENO
- Happyland. En el teatro San Martín, de miércoles a domingos a las 20.30.
- Fanny camina. Se verá en 2020 por Canal Encuentro y Cont.ar.
- Hello Andy? También 2020, esta performance se presentará en el Palais de Tokyo de París.
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