El otoño siempre llega antes a Mar del Plata. Aquella noche del viernes 4 de marzo de 1988 se presentaba brumosa. La garúa empapaba las calles y empañaba la visión de los últimos pisos de los edificios más altos de la ciudad. Imposible divisar la terraza de letrero luminoso con marca de alfajor del Demetrio Eliades. Tampoco se leía el nombre de gaseosa que coronaba titilante el Palacio Cosmos sobre la avenida Colón. Mar del Plata se contorneaba en sepia. Aún así, todavía la temporada de verano daba batalla con sus estertores finales ya que el lunes 10 comenzarían las clases en buena parte del país. Muchas compañías de teatro habían culminado sus presentaciones. El éxito arrollador de Éramos tan pobres, la comedia que lideraba Alberto Olmedo , con libro y dirección de Hugo Sofovich, determinó que las funciones se continuaran hasta avanzado el mes de marzo. No pudo ser. En la madrugada del sábado 5, Alberto Olmedo encontró la muerte cayendo del piso 11 del edificio Maral 39, ubicado frente a la bahía de la playa Varese. Tenía 54 años. Aquel no fue un verano más. Algunas semanas antes, Carlos Monzón había matado a su esposa, Alicia Muñiz, en la casa que le facilitaba Adrián Facha Martel, uno de los galanes que acompañaba a Olmedo en aquella, su temporada teatral final.
¿Hubo indicios de un estado depresivo que alertaron a sus compañeros de elenco aquella última noche en los camarines del teatro Tronador? ¿Cuáles fueron sus pasos por la ciudad de Mar del Plata antes de encontrar la muerte? ¿En compañía de quiénes transcurrió su última cena? ¿Qué sucedió, realmente, aquella madrugada en la que Olmedo se encontraba, en su departamento, junto con la actriz Nancy Herrera, su pareja de entonces? ¿El cómico había consumido drogas durante el reencuentro con su novia? ¿Qué contenía la bolsa de plástico ubicada a un lado del cadáver del cómico en el cantero de césped de la planta baja del edificio del cual cayó? Los interrogantes son múltiples. Muchos de ellos, aún no tienen respuesta. Nancy Herrera estaba embarazada de Olmedo cuando sucedió la tragedia. Meses después nació Albertito, de rasgos idénticos a los de su padre, como testimonio de aquel amor que navegó mucho más en tempestades que en el mar calmo. Aquel bebé fue el símbolo de la vida después de la muerte.
Como una regla de lo funesto, la expiración que llega antes de tiempo y trunca una vida exitosa, irremediablemente da paso a la creación del mito. Alberto Olmedo no fue la excepción. Como Carlos Gardel, también con deceso trágico y precoz, permanece vivo en el recuerdo y su figura, lejos de apagarse, se agiganta con los años. Olmedo era de esos actores populares arraigados al sentimiento del público. Adorado e idolatrado. Enraizado de tal forma que los bocadillos de sus personajes se instalaban como muletillas populares. Todos sabían que significaba "Adianchi" o "Éramos tan pobres". La gente utilizaba esas frases como uso y costumbre. Fenómeno consagratorio e inusual. Sus compañeros también lo amaban. Ninguno, jamás, habló mal de él. Murió en el mejor momento de su carrera. El rosarino era querido por todos.
A sala llena
Alberto Olmedo había debutado a fines de diciembre de 1987 con una comedia pasatista en la que podía desplegar todas sus herramientas de bufón, repetir las frases que sus fanáticos esperaban, y acompañado por casi todo el elenco que lo secundaba en No toca botón, el exitoso ciclo que emitía Canal 9 Libertad los viernes por la noche. Adriana Brodsky, esta vez, no sería de la partida. El teatro Tronador, con platea en forma de anfiteatro, agotaba las localidades de cada función. Las entradas se vendían como pan caliente. En Éramos tan pobres, Olmedo estaba rodeado por Adrián Facha Martel, Susana Romero, Beatriz Salomón, César Bertrand, Divina Gloria, Javier Portales, Silvia Pérez y Romina Gay. La salida de las celebridades, por la calle Santiago del Estero, se convertía en un espectáculo aparte. Había que cortar el tránsito para que las multitudes los pudieran saludar.
El 4 de marzo de 1988, en horas de la tarde, Nancy Herrera conversó por teléfono con Alberto Olmedo, quien le propuso que viajase hasta Mar del Plata para pasar unos días juntos. Ella había participado de un espectáculo menor en un teatro de Villa Carlos Paz. Pero, ante el levantamiento de aquella obra, ya se encontraba en Buenos Aires. La pareja con Olmedo tenía sus altibajos. Estaban en un impasse cuando Olmedo la invitó a visitarlo. La tarde anterior, Silvia Pérez, actriz de su compañía, había decidido no continuar con la relación personal que lo unía al cómico, a pesar de que lo consideraba un padre protector. El camino estaba allanado para volver con Herrera. Olmedo no sabía vivir solo.
Aquel atardecer del 4 de marzo, diluviaba sobre la ruta 2. Pero Nancy se apuró para llegar sin demasiada conciencia de los riesgos. Quería encontrarse con el padre de su futuro hijo. Estaba enamorada de él. Jovencita, a sus 28 años, se sentía atraída por el hombre y encandilada por el astro. Nancy llegó a Mar del Plata alrededor de las 20.30. Se dirigió directamente hasta el departamento del cómico frente al mar, sobre el Boulevard Marítimo Patricio Peralta Ramos al 3600. Épocas en las que aún no existía la telefonía móvil, Olmedo la llamó desde una línea fija del Tronador. Ella le pidió cenar juntos. El le dijo que le llevaría cochinillos, un plato que ambos disfrutaban.
Aquella noche, el actor había llegado bastante temprano a la sala de inmejorable ubicación céntrica, cuando aún no lo había hecho ninguno de sus compañeros. Luego de la charla con Herrera, Olmedo se encerró en su camarín. No se lo notaba con el mejor de los ánimos. Algo raro percibían sus compañeros que tanto lo querían. Se conocían bien. Habían conformado una cofradía. A pesar de las diferencias entre algunas integrantes del elenco, para el afuera, la compañía era un bloque infranqueable. Tiempos de perfiles más bajos que los actuales entre las señoritas mediáticas. El elenco era bullicioso. Clima de estudiantina acrecentado por el éxito que le deparaba a todos mejores ganancias. Divina Gloria apelaba a su faceta histriónica para gritar por los pasillos y hacer alguna broma. César Bertrand hablaba de fútbol con el Facha Martel. Cuando el asistente anunció que faltaban quince minutos para salir a escena, Olmedo dejó su camarín, el más grande del teatro y el más cercano al escenario, y les dijo a sus chicas: "Las voy a extrañar". Todas lo celebraron. Bromearon. Imaginaron que como la temporada estaba concluyendo, se trataba de un sentimiento ante el final de la convivencia de todo un verano. Sin embargo, un silencio incómodo fue ganando el patio de camarines.
¿Por qué diría eso? ¿Acaso fue la crónica de una muerte anunciada? ¿Qué extraño presagio corría por la mente del actor? Aquella noche de bruma, su ánimo no era el mejor. Con el murmullo de los espectadores ingresando a la sala, el elenco se acomodó detrás de la escenografía. Se hacían chistes por lo bajo, rituales cabalísticos antes de comenzar la función. Se levantó el telón. La salida de Olmedo a escena generó la primera ovación de la noche. La función fue perfecta. Como siempre. El Negro, como lo llamaban todos, contaba con una madurez tal sobre la escena que podía desandar el libreto de Sofovich, improvisar, hablar con el público, bromear por lo bajo con sus compañeros, y continuar con el desarrollo de la comedia con total naturalidad. Madurez. Oficio del teatrista que se formó en las averías. El saludo final se prolongó varios minutos. Gratitud del público hacia sus ídolos. Cuando bajó el telón, cada cual se fue a su camarín para intentar salir pronto e ir en busca del ritual de la cena post función, luego de atravesar a la multitud que los esperaba en la puerta.
La última cena
Aquella noche, Olmedo decidió ir a cenar con el productor Carlos Rottemberg y con Hugo Sofovich. El restaurante escogido fue Zavalitas, ubicado en la calle Córdoba frente al Hospital Privado de Comunidad. La cena no se extendió demasiado, a diferencia de lo que solía ocurrir en otras ocasiones similares. Es que Alberto tenía el compromiso tomado de comer con Nancy. En aquella cena, los comensales convinieron en continuar el suceso teatral en la temporada alta porteña. Olmedo prefería solo hacer teatro en verano, pero la fortuna que ganaba con la obra no era para desperdiciar. Antes de estrenar en Buenos Aires, se iría a pasar unos días a su casa de Punta del Este. A disfrutar de los atardeceres de La barra y del champagne, una de sus bebidas favoritas.
Luego de aquella cena con Rottemberg y Sofovich, Olmedo partió hacia la zona de la costa. Llegó en pocos minutos, cerca de la 1.30 de la madrugada, al departamento que alquilaba frente al mar. Un "Te quiero" dibujado en el espejo del baño, anticipó lo que sería una gran noche de reconciliación. El llevó el cochinillo prometido. En la casa, Yiya, asistente de Olmedo, les había dejado milanesas listas. Se mimaron. Y bebieron. Bebieron mucho. Por demás. Del pasado hablaron poco. Olmedo prefirió no volver a hurgar demasiado en aquella foto que la mostraba, un año antes, a Nancy junto a Cacho Fontana, amigo de Olmedo, dentro de un automóvil. Según ella, se trató de una confusión. Solo había concurrido al encuentro con Fontana para una charla sin resonancias afectivas. También aseguró que Olmedo y Fontana, en su momento, habían aclarado los tantos.
La madrugada avanzaba, pero el sol se resistía a salir. La lluvia seguía bautizando las arenas y el verano tenía toda la identidad de un anticipado otoño melancólico. En determinado momento, y sin que lo pudiese observar su chica, Olmedo se trepó a la baranda del balcón. Nancy, copa de champagne en mano, quedó impávida al verlo juguetear como un niño, a caballito de la baranda resbalosa por la lluvia. Fue cuestión de segundos. Algunos dijeron que era un hábito recurrente para buscar droga que escondía en la maceta del balcón del piso de arriba. Un delirio. Ni en la cabeza más disparatada puede ocurrirse semejante cosa. Nancy le pidió que se bajase. Ella también estaba algo atontada por los brindis. Sin embargo, arrojó su copa de champagne, que se rompió en mil pedazos sobre el piso y se acercó al balcón en el preciso momento en el que su pareja queda colgando hacia el precipicio solo tomado por sus dos manos que se sostenían con fuerza a una baranda que, agua mediante, no podía asegurar estabilidad. La tragedia estaba por concretarse. Aquellos vidrios rotos en el living alertaron a la Justicia que intuyó, en un principio, una escena de violencia entre los amantes.
"Me caigo, mamita, me caigo", le decía Olmedo mirándola fijo. "Agarrame la pierna, mamá, agarrame la pierna". Nancy intentó tomarlo de los brazos, de las piernas era imposible, pero el cuerpo en inercia era difícil de contener. Pesaba el doble. Herrera se subió a una maceta para ganar altura y fortaleza: "No puedo, papito, no puedo", gritaba ella. Algunos vecinos escucharon los gritos. La luz tenue del día ya permitía observar la escena desde la costanera. Un vecino cercano intentó acercarse desde una ventana lindera. Otros, buscaron derribar la puerta del departamento. Nada fue suficiente. Ante el llanto de Nancy, las manos de Olmedo ya no podían sostenerse aferradas a la baranda. El cuerpo inerte comenzó a caer a la velocidad que toma un cuerpo en esas circunstancias. Él alcanzó a mirarla, con ojos que no lograban entender lo que pasaba. Como un niño que mira con ingenuidad lo incomprendible. Ella, en medio de un ataque de nervios, lo observaba caer.
Conjeturas
El cuerpo de Alberto Olmedo golpeó sobre un cantero de césped, en la planta baja del Maral 39, hasta rebotar y quedar inerte sobre el asfalto mojado. Durante algunos segundos, permaneció con vida, con respiración agónica. Todo sucedió alrededor de las siete de una mañana gris. El primero que observó el cuerpo fue un fotógrafo que cubría la temporada que no podía salir del estupor y tomó las imágenes del cadáver impulsado por un amigo que lo acompañaba. Rápidamente se acercaron transeúntes que pasaban por el lugar y algunos runners que estaban practicando su afición a pesar de lo inclemente del clima. La gente que acudía a socorrer no podía creer que el cuerpo sin vida era el de Alberto Olmedo. Se dijo que la asistencia médica se demoró en llegar. De todos modos, poco había por hacer. El cómico lucía su torso desnudo, pantalones jeans y botas tejanas. La imagen recorrió el país. Durante varios minutos, junto al cadáver, una bolsa de plástico se alojaba muy cerca de una de las manos del actor. ¿Qué tipo de sustancia contenía? ¿Quién la retiró de la escena?
Dos días antes se había estrenado Atracción peculiar, película de Enrique Carreras donde Olmedo y Porcel hacían de las suyas. No la llegó a ver. Para sumar un capítulo más a la tragedia, la madre del actor falleció ese mismo día, a causa de un infarto, en el Hospital Fernández de Buenos Aires. No pudo soportar el dolor.
Aquel "las voy a extrañar" que le había dicho a sus actrices, algunas horas antes, cobraba un fatal sentido.Murió sin saber que volvería a ser padre, que Albertito ya estaba en camino para continuar con la genealogía de su ilustre apellido. Hoy, frente al lugar de la tragedia, una estatua que reproduce la imagen del cómico saluda a los que recorren la zona. Siempre una flor, dejada por un anónimo, acompaña el deseo de un descanso en paz. Alberto Olmedo quedó con los brazos semi extendidos y los ojos abiertos. Como un Cristo adorado, con cruz propia. Muerte prematura y trascendencia eterna. Como un Jesús pagano e incrédulo.
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