Albert Finney, el grandioso actor que siempre le escapó a la fama y al Oscar
El conmovido adiós que decenas de figuras del cine y el teatro le tributaron ayer a Albert Finney se pareció mucho a uno de los más bellos momentos de su imponente filmografía. En uno de los tramos finales de El gran pez, vemos cómo Finney es llevado en brazos por Billy Crudup, su hijo en la ficción, hasta el borde de un río. Antes de entrar a esas aguas y transformarse en un pez, vemos cómo se despide de todas las personas que formaron parte de su vida. Así se cierra la existencia de Edward Bloom, uno de los grandes personajes fantásticos imaginados por Tim Burton y, a la vez, uno de los más extraordinarios aportes al cine de toda la carrera de Finney. Acaba de morir a los 82 años un actor que supo honrar la condición clásica de su profesión y fue capaz al mismo tiempo de desafiarla, apoyado en una personalidad indómita, polifacética, camaleónica.
Desde el comienzo de una carrera que se extendió por algo más de medio siglo, Finney siempre se mostró dispuesto a desafiar las reglas. Fue en sus comienzos un galán atípico, arrogante y provocador. Su papel consagratorio en el cine fue la representación aventurera y seductora de aquéllos jóvenes iracundos de la Gran Bretaña de los 60, resueltos a hacer escuchar su voz desde una identidad tan poco glamorosa (provenían de la clase media baja) como expresiva. Aquél Tom Jones de 1963 fue la cumbre de una fecunda y extensa colaboración entre el impulsivo Finney, el guionista y dramaturgo John Osborne y el director Tony Richardson.
De paso, ese atípico retrato de galán le dio a Finney su primera nominación al Oscar como actor protagónico. Acumuló cinco, pero jamás quiso ir a la ceremonia. En aquélla primera ocasión, en lugar de ir a Hollywood se embarcó en un paseo por el archipiélago de Hawaii. Ese recurrente faltazo era para Finney todo un símbolo de su rechazo a las distinciones y los títulos honoríficos. Hasta se negó a ser distinguido como Caballero del Imperio Británico. "Llamar a alguien «Sir» es perpetuar una de las mayores enfermedades inglesas, el esnobismo", dijo en una ocasión.
Finney fue, además, el último de los grandes dipsómanos del cine británico. Con él desaparece una riquísima tradición de figuras dedicadas con enorme convicción a darle a muchos de sus personajes (y por añadidura en la vida real) la cualidad de bebedores empedernidos y copiosos. A esa estirpe pertenecieron Peter O’Toole, Richard Burton, Alan Bates y Richard Harris, por ejemplo. Para no ser menos, a Finney le diagnosticaron en 2007 un cáncer de hígado, que declaró haber superado en 2011. Este viernes falleció en un hospital de las afueras de Londres tras sufrir una infección en el pecho.
De la extensa lista de personajes grandiosos e inolvidables que le tocó interpretar en el cine, seguramente quien llegó más lejos fue el cónsul alcohólico de Bajo el volcán (1984), la magistral película de John Huston inspirada en el libro de Malcolm Lowry que le dio a Finney su cuarta nominación al Oscar como actor protagónico. Antes ya había ganado otras dos candidaturas, la primera por la versión original para el cine de Asesinato en el Expreso de Oriente (1974) y la segunda, por El vestidor (1983).
Agatha Christie coronó al Hercule Poirot de Finney como su predilecto, pero el actor no quiso volver a hacerlo. En Muerte en el Nilo quedó en manos de Peter Ustinov. Allí volvió a aflorar uno de los mayores temores de Finney: no quería saber nada con transformarse en estrella. Al alejarse de Poirot repitió el impulso que lo había llevado una década atrás a rechazar el papel protagónico de Lawrence de Arabia. Pero la negativa no dependía de algún motivo excluyente, sino de una suma de razones: la aversión a la fama, los rodajes largos y exigentes en lugares complicados, las interminables sesiones de maquillaje. "Nunca quise ser la víctima de un estilo de vida que exige para sostenerlo grandes ingresos", le dijo una vez a The New York Times.
Años después sumaría una quinta, en este caso como actor de reparto, en Erin Brockovich, una mujer audaz (2000), una muestra cabal de que Finney podía hacer de todo. Papeles grandes o pequeños, personajes clásicos o contemporáneos. Y en cualquier tipo de género. Hasta el musical, que frecuentó como protagonista de La alegre historia de Scrooge (1970), versión cantada del clásico navideño de Dickens, y más tarde en un álbum con canciones folk de su autoría que grabó para el sello Motown, en cuya portada luce una barba que hace difícil reconocerlo a simple vista.
En todas las etapas de su carrera Finney demostró que podía engrandecer hasta una aparición minúscula. Le bastaba con instalar en el escenario o frente a una cámara su formidable presencia escénica y marcar autoridad con un gesto o una frase surgida de su voz potente y profunda para ganarse el convencimiento de todos. Reír con ganas, enojarse o mostrar un fuerte gesto de indignación daba lo mismo. De cada aparición suya surgía alguna historia difícil de olvidar y a la que había que prestarle toda la atención.
Había nacido en Salford, una localidad de los suburbios de Manchester, el 9 de mayo de 1936. Se firmó en la Royal Academy of Dramatic Art y sus primeros pasos en el teatro, durante la década de 1950, se concentraron exclusivamente en obras de Shakespeare, hasta que llegó el cine y su primer gran personaje en la pantalla grande: Arthur Seaton, el antihéroe obrero de Todo comienza el sábado (1960), de Karel Reisz. Después llegó la agridulce travesía romántica de Un camino para dos (1967), junto a Audrey Hepburn y la inolvidable banda de sonido de Henry Mancini, y más tarde, inspiradas participaciones en Los duelistas (1977), Donde hay cenizas… (1982) y De paseo a la muerte (1990), para los hermanos Coen. Para la televisión personificó al papa Juan Pablo II y a Winston Churchill. Después de una fugaz aparición en la saga de Jason Bourne cerró su gran carrera en el cine con Operación Skyfall (2012), como el custodio de algunos secretos personales del James Bond de Daniel Craig.
Quiso estar tan lejos de los reconocimientos que con el tiempo dejó de hablarse de Finney como "el segundo Laurence Olivier". Ahora que ya es leyenda bien vale volver a lo que el propio Olivier dijo en una oportunidad: "Albert Finney es el mejor actor de su generación".
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