Adiós a la Tierra Media
Tras seis películas, Peter Jackson se despide del mundo creado por J. R. R. Tolkien con El hobbit: La batalla de los cinco ejércitos, que se estrenará mañana en nuestro país
Si hay un tema que puede rastrearse en toda la saga de la Tierra Media de J. R. R. Tolkien es la advertencia acerca del poder destructor de la codicia. Las riquezas de Erebor en El hobbit o el anillo de Sauron en El señor de los anillos tientan a todas las criaturas con sus promesas de dones ilimitados para, a fin de cuentas, llevar desgracia a quienes se dejen seducir por ellas.
El realizador neozelandés Peter Jackson, que había cosechado prestigio y buenas críticas con películas ingeniosas que combinaban comedia, gore y una persistente inventiva formal pero que no había tenido un verdadero éxito global hasta su adaptación de El señor de los anillos, resultó uno de los seres que no pudieron sustraerse a la tentación. Su adaptación de la obra central de Tolkien recaudó cerca de 3000 millones de dólares en la taquilla internacional (y una avalancha de Oscars). No había posibilidad alguna de que Hollywood no volviera a tocar a su puerta con la propuesta de adaptar la novela de Tolkien que les quedaba: El hobbit. A su favor, hay que decir que resistió todo lo que pudo.
Jackson ofreció el proyecto al realizador mexicano Guillermo del Toro (Titanes del Pacífico) e intentó que la adaptación de la novela se hiciera como mucho en dos partes pero, finamente, la ambición -en el mejor y el peor de los sus sentidos- prevaleció. Jackson se entregó a ella por completo y sin restricciones: desplazó a Del Toro (quien conserva el crédito de coguionista) y se puso al frente de una nueva trilogía de nueve horas sobre otra aventura de un habitante del apacible Hobbiton en tierras extrañas y peligrosas.
Desde el punto de vista de la adaptación, El hobbit es el reverso de El señor de los anillos. Esta última era una de esas novelas consideradas infilmables dado que, entre sus tres tomos, tiene casi medio centenar de personajes centrales, cada uno de ellos enriquecido con su genealogía y su historia personal. Además, el vasto conocimiento de Tolkien de la filología germánica fue volcado en un minucioso trabajo formal, en particular sobre la invención de nombres y lenguajes -uno de los rasgos cruciales que dan consistencia a su mundo- que es intraducible a la pantalla. Jackson luchó contra estos escollos y, tras una labor de adaptación de un año y medio, un rodaje monstruoso de diez meses y el triple de tiempo dedicado a la posproducción, emergió victorioso con tres películas -una por libro, aunque las historias no se corresponden al detalle- de alrededor de tres horas cada una que ya pertenecen a la historia del cine.
El hobbit, por su parte, es una novela para adolescentes en un solo tomo de unas 300 páginas que cuenta, de modo accesible y directo, el viaje del hobbit Bilbo Bolsón hacia la Montaña Solitaria en compañía de trece enanos que aspiran a recuperar su reino. El desafío de la adaptación, en este caso, fue, inversamente, inflamar esta historia sencilla hasta tener tres películas épicas que estuvieran a la altura de la expectativas del público que había visto la trilogía original.
La solución que encontró Jackson no fue muy novedosa. Es la misma que usaron los adaptadores de los tomos finales de Harry Potter, Crepúsculo y Los juegos de hambre, de los que se exprimieron dos películas por cada uno: tomarse todo el tiempo del mundo para narrar cada acontecimiento, expandir personajes secundarios y, sobre todo, insertar escenas de acción que no hagan avanzar el relato aunque todo esté en movimiento. Esto produce el efecto paradójico de que los films, al menos en sus primeras partes, parecen detenidos y no tienen conflictos específicos porque los plot points que los establecen vienen dados con cuentagotas.
El señor de los hobbits
En lo básico, El hobbit y El señor de los anillos son la misma historia: un hobbit abandona el confort y la tranquilidad de su vida hogareña para integrar un grupo de compañeros que se embarcan en una aventura que los transformará. Ambas aventuras están impulsadas por un objeto mágico que varias facciones rivales persiguen y que representa la tentación del poder absoluto (en un caso, un anillo que hace invisible a su portador y, en el otro, una gema, la Piedra del Arca, que otorga propiedad sobre un tesoro incalculable). Los ecos de las guerras mundiales se perciben en ambas historias que son, en términos políticos, una admonición contra el totalitarismo y, en términos morales, una contra el egoísmo y la avidez.
El señor de los anillos fue escrito por Tolkien a pedido de su editor para aprovechar el éxito que había obtenido El hobbit, publicado originalmente en 1937. Tolkien pretendió continuar la historia con lo que luego sería El Silmarillion (una cosmogonía del universo que incluye a la Tierra Media entre otros mundos, que quedó inconclusa y que fue publicada con parches para reemplazar las partes faltantes por su hijo, tras la muerte del autor). Su editor rechazó las entregas iniciales de ese texto porque no tenía mucho en común con la exitosa primera novela. Tolkien, en consecuencia, descartó lo que tenía hasta ese momento y se embarcó en lo que sería una continuación y, a la vez, una reescritura de El hobbit para lectores adultos.
Al operar con dos historias gemelas, casi los mismos personajes y con el mismo equipo técnico y creativo, Jackson nos entrega una versión inevitablemente menos sorprendente y más automatizada de lo que ya hizo. Con una diferencia: así como la primera vez tuvo que ceñirse lo más posible al texto original para extraer lo esencial de una novela infilmable, aquí se adjudica el rol de co-creador del universo de Tolkien: se apropia del texto, lo expande, lo ensancha, lo estira o lo descarta para dar ya no la versión más fiel posible de la Tierra Media del escritor, sino para presentarnos la suya propia.
El último episodio de la trilogía, La batalla de los cinco ejércitos (que se estrenará mañana en los cines locales) consiste en una imponente película bélica que dedica la mitad de su metraje (de dos horas y media) al combate del título que, en la novela, es descripto en apenas cuatro carillas. Aquí más que en ninguna otra de sus películas sobre los textos de Tolkien, Jackson hace de la Tierra Media un territorio propio. Sin la distracción de tener que hacer avanzar una historia, dispone del presupuesto más abultado del mundo para jugar con soldados y monstruos y puede dedicarse a triturar, empalar, decapitar, aplastar o mutilar orcos de las maneras más extravagantes. Es un juego divertido pero que se agota rápido (al margen de que la amenaza que representan los orcos empieza a diluirse cuando estas máquinas de guerra con cuerpo de luchadores de catch son demolidos por el mínimo roce de cualquiera de los protagonistas).
Dado que cuenta casi una sola cosa, con todo el énfasis puesto en la acción y el gore (aunque limitado, porque debe incluir al público adolescente) este film resulta el menos episódico y el más dinámico y ameno de los tres. A la vez, es el más débil en su compromiso emocional con los espectadores. A pesar de las declamaciones shakespeareanas de buen actor Richard Armitage -que interpreta a Thorin Oakenshield, el rey de los enanos- y a la natural maestría de Ian McKellen para encarnar a la vez el inmemorial cansancio y la esperanzada vitalidad del mago Gandalf, la película carece de un centro de gravedad espiritual.
El protagonista de la trilogía y depositario de nuestro afecto, Bilbo Bolsón (Martin Freeman), está ausente en buena parte del metraje, al punto de que no es más que un personaje secundario en su propio relato. Esta vez, el protagonista es el propio Jackson, su deseo que intervenir en el universo de Tolkien agregando personajes (la amazona Tauriel o el mago Radagast), monstruos (gusanos gigantes salidos directamente de Duna), romances entre elfos y enanos, y una batalla final para terminar con todas las batallas finales que, aunque es indudablemente entretenida, carece de trascendencia que tienen sus referencias cinematográficas (films como Trono de sangre o Ran ,de Kurosawa) y que también tiene Tolkien en sus textos.
A pesar de su presupuesto pantagruélico, de los 270 días de rodaje y de las nueve horas de duración, la trilogía de El hobbit no deja de ser una reversión de la de El señor de los anillos.
Según declaró el realizador, ésta es su última incursión en el filón de las adaptaciones de Tolkien, sin embargo, la despedida de la Tierra Media de estos films es mucho menos satisfactoria, detallada y sentida que el final a la vez fúnebre y operístico que había dado a su primera trilogía. Jackson nos hizo volver a este mundo para dejarnos con una impresión disminuida de lo que había logrado previamente.
Como era esperable, las primeras dos entradas de esta nueva saga funcionaron en la boletería tan bien como la primera trilogía. Esta tercera parte, sin dudas, replicará ese éxito. Sin embargo, sabemos que la mitología de la Tierra Media no se enriqueció con esto. Jackson pasó una década en compañía de los escritos de Tolkien y olvidó lo que ellos dicen una y otra vez: aunque se posea el objeto más fabuloso del mundo, llega el momento de dejarlo ir.
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