Adiós a Francisco Kröpfl, maestro de la música moderna argentina
La palabra “maestro”, que se prodiga en la música a veces con justicia y otras con ligereza, tenía en el caso de Francisco Kröpfl, además del general y metafórico, el sentido más exacto y restringido. Fueron muchos los que llegaron a tomar sus clases privadas a ese departamento de Retiro y fueron recibidos por el maestro en persona y un retrato de grandes dimensiones de Arnold Schönberg. Y hubo poquísimos itinerarios tan consecuentes, en la enseñanza y en la composición, como el suyo. Con la muerte de Kröpfl, el miércoles a los 90 años, casi que termina de extinguirse la era moderna de la música argentina.
Kröpfl había nacido en 1931, en Rumania, y llegó con sus padres a Buenos Aires a los dos años. Empezó a estudiar música a los diez años, pero todo cambió en la adolescencia cuando inició su contacto fecundo con Juan Carlos Paz: fue la apertura al modernismo musical, el de la Segunda Escuela de Viena, ante todo. En realidad, el estudio era el análisis, y así también, como había aprendido con Paz, enseñaba Kröpfl. Jorge Rotter, Gustavo Beytelmann, Julio Viera, Luis Mucillo, por mencionar solamente algunos de quienes, en distintas épocas y modos, se formaron con él.
En 1958, fundó en la Universidad de Buenos Aires el Estudio de Fonología Musical, momento fundacional de la música electrónica, una línea que Kröpfl prolongaría después en el laboratorio del Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales (Claem) del Instituto Di Tella y el Laboratorio de Investigación y Producción Musical del Centro Cultural Recoleta.
Los títulos de las piezas de Kröpfl solía construirse con un sustantivo seguido de un número, por lo general el año de composición. El musicólogo Omar Corrado observó semejantes nominaciones tienden a enfatizar su concepción del carácter autocentrado y autónomo de lo musical. Podríamos pensar en dos de sus piezas para piano Música 1958 y Música 66 (de la que Gerardo Gandini dejó una versión formidable). La primera tiene una condición ejemplar y define un período que Kröpfl definió como de “locura organizativa”. A partir de un conjunto básico (el material propiamente dicho, hecho de intervalos), se busca una forma orgánica siguiendo una serie de reglas que determinan el proceso de crecimiento e incluso el momento del cierre. La obra está dedicada a Pierre Boulez (a quien Kröpfl conoció en Buenos Aires hacia 1954), pero supone ya el descubrimiento de Studie II, de Stockhausen. Aun así, podría decirse que persiste en esos números algo menos abstracto que la fecha: las marcas de su origen, y como sea, ese carácter autocentrado cierto no excluyó aperturas. Había una comunidad con los poetas (Raúl Gustavo Aguirre, Edgar Bayley) y pintores (Tomás Maldonado, Alfredo Hlito). Siempre tuvo Kröpfl una sensibilidad para la literatura. Están sus piezas sobre textos de Aldo Maranca, Rodolfo Alonso, Oscar Steimberg, Mario Porro, Shelley; está su amistad con Fogwill.
Dijo Fogwill de Kröpfl: “Siempre sentí que Francisco estaba diciendo algo que yo quería decir en la literatura, en la política y hasta en la vida”. ¿Y qué era eso que los dos estaban diciendo? La respuesta la da probablemente el propio Fogwill en su cuento “Japonés”, en el que menciona a Kröpfl: “Entre el sonido y la estructura hay un abismo”, dice Fogwill que dijo Kröpfl para explicar su imposibilidad de él (Fogwill) para cantar afinadamente los lieder de Schönberg. Mucho después, sobre Anton Webern, diría Kröpfl: “Es la estructura misma expresándose”. La frase está en Viaje al centro de la música moderna (Gourmet Musical), sus conversaciones con Federico Monjeau que bien admiten leerse como un testamento artístico.
No menos le gustaba el jazz a Kröpfl, especialmente el pianista Lennie Tristano y su “escuela”: Lee Konitz, Warne Marsh, Sal Mosca. Le gustaba además tocar el piano para sus visitas. Hay una grabación suya inédita del standard “Indiana” y de algunos blues.
Hace unos cuantos años, el Ciclo de Música Contemporánea del Teatro San Martín programó un concierto que llamó “La máquina”. La alusión al equipo de River de la década de 1940 quedaba explicada por los nombres propios: Julio Viera (otro grandísimo maestro, el único que nos queda), Marta Lambertini, Antonio Tauriello, Mariano Etkin, Gerardo Gandini y, precisamente, Kröpfl. Margarita Fernández leyó esa vez un escrito inolvidable en el que decía, sobre “Farben”, la tercera de las Cinco piezas para orquesta opus 16, de Schönberg: “Descubrí entonces que compartíamos con Francisco una misma fascinación: la que nos producía esta pieza que cobija un enigma”. La tarea de Kröpfl se nos presenta ahora, ya cerrada, como el asedio incesante de un enigma.
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