En el principio era un placard. entre almohadas y mantas, un bebé de cinco meses se sacudía con las balas de ametralladora, las granadas que volaban paredes y el silbido de los gases que se filtraban desde afuera. Manuel Gonçalves puede estar en casa, en la oficina o en el auto, y la escena reaparece. "Dentro de esa situación caótica, siempre imaginé el placard como el espacio donde todo se mantuvo en su lugar", explica en una sala amplia de la ex ESMA. Años después, cuando volvió al chalet, entendió que aquella imagen era un reflejo postraumático, una seguridad retrospectiva. El mueble había quedado como uncolador. El operativo del 19 de noviembre de 1976 en San Nicolás movilizó al Ejército, la Federal y la Bonaerense. Además de Ana María Granada (que escondió a su hijo antes de caer), murió toda la familia con la que se había mudado para escapar de la persecución: Omar Amestoy, Ana María Fettolini y –asfixiados por los gases– sus hijos Fernando y María Eugenia. El cuerpo de Gastón, el papá de Manuel, había aparecido ocho meses antes a orillas del río Luján. Después de la masacre, un policía abrió el placard y rescató al cautivo, que pasó casi cuatro meses en el hospital. La sala exhibe una foto de aquellos días: un agente sonriente carga al bebé mofletudo que un juez daría en adopción bajo el nombre de Claudio Novoa.
Un día de 1995 tocaron el timbre de su casa. El perito Alejandro Incháurregui –el mismo que encontraría los restos del Che en Bolivia– quería contarle que el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) había identificado a Ana María en el cementerio de San Nicolás, y que además tenía familiares que no conocía. "Tu abuela se conforma con saber que estás bien", le dijo. "Pero yo no", respondió él. Cuando fue a conocer a Matilde, se obligó a grabar todo en su cabeza: los abrazos, las historias, la comida. Le contó que tenía un hermano músico, hijo de su padre y de otra mujer. Resultó ser uno que estaba entre sus CDs: Gastón Gonçalves, el bajista de los Pericos.
La primera vez que se vieron, los hermanos pasaron ocho horas en regresión, preguntándose si habían leído Anteojito o Billiken, si le ponían azúcar al Nesquik. En los años siguientes Manuel se fue de gira con la banda, compartió amigos con Gastón, le presentó una novia. "Debería habernos pasado siempre", dice. Cuando empezó a procesar esos eventos sísmicos, recordó las alucinaciones por la penicilina que tomaba para bajar la fiebre de las anginas: soldados reventando la casa de sus adoptantes, gritos para que le sacaran los soldados de encima. "Entendía que en otro lado y en otra familia había algo conectado a mí", explica. Claudio Novoa, mientras tanto, quedó congelado en el pasado: "Es algo extraño, una cuestión de partirse. Desde que sabés, no hay manera de ser igual".
Cuando se acercó a Abuelas de Plaza de Mayo , Manuel sintió una empatía instantánea. Todos sabían lo que le estaba pasando. Trató de vivir sin odio, aunque se descargó en 2009, cuando los tribunales de Rosario juzgaron a los responsables de la masacre: los militares Manuel Saint Amant y Antonio Bossie, y el ex jefe de la Policía Federal Jorge Muñoz. "Solo en días como hoy le encuentro sentido a haber sobrevivido", dijo ante la prensa. Dos años después llegó la perpetua para el ex subcomisario Luis Patti por la desaparición de su padre. El 22 de mayo de 2012 se convirtió en el primer nieto restituido en la comisión directiva de Abuelas, un acompañamiento que empezaba a transformarse en recambio. Desde 2013 es secretario ejecutivo de la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (CONADI). Coordina los equipos de trabajo, está encima de los expedientes, convence a los directores de hospitales de digitalizar sus archivos y viaja al interior cuando se presenta un nieto.
"Nos tenemos que apurar porque las abuelas están grandes", dice manuel gonçalvez. "cada día que pasa es un día perdido."
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El 23 de octubre pasado, Abuelas celebró su 41° aniversario en el Teatro San Martín. Las referentes entraron al lobby maquilladas y con saquitos de hilo, del brazo de los nietos y apoyadas en sus bastones. Cuando llegó Estela Barnes de Carlotto –un día después de cumplir 88 años–, una marea de nietos, periodistas y admiradores la rodeó con reverencia. Detrás de ella avanzaba la silla de ruedas de Rosa Roisinblit, sonriente a los 99. "Siempre nos enseñaron cuál es la lucha. La vamos a continuar", dijo León Gieco en la sala Martín Coronado, antes de encarar una versión a capela de "Cinco siglos igual". Hubo ovación para los cuatro nietos restituidos y homenajes a las seis abuelas fallecidas en el año, entre ellas Chicha Mariani, la primera presidenta.
Desde el escenario, Manuel recordó la importancia de la construcción colectiva "a pesar de la oleada negacionista de los últimos tiempos". Su compañera Lorena Battistiol Colayago –también vocal– insistió en que "el único lugar para un genocida es la cárcel común, perpetua y efectiva". Después de Silvio Rodríguez, que dedicó sus canciones a "los aparecidos", las abuelas ascendieron desde una plataforma móvil. "Nos quisieron matar y nos sembraron", dijo Estela. "Ya no somos muchas pero seguimos caminando. ¡Parar, jamás!" Se dio el presente por los 30.000 desaparecidos y el operador puso play al himno perico "Sin cadenas".
Cuarenta y ocho horas después, Estela se sienta en la sala de reuniones de la sede de Abuelas: una casona del barrio de Monserrat con pisos y puertas de madera, oficinas silenciosas y memorabilia de la lucha. De blusa beige, falda gris y aros rojos, explica que a esta edad tiene "de todo un poco", aunque lo más evidente es la artrosis que a veces la obliga al bastón. Prefiere evitar los actos multitudinarios; le cuesta soportar los estrujamientos. Pero la lucidez sigue ahí: la justeza de los términos, la elegancia de las formas. Es tranquilizador. La idea de Abuelas sin Estela suena un tanto abismal. "Somos todas iguales y tenemos el mismo dolor, pero soy la presidenta y me han elegido para eso", dice. Sigue atendiendo el teléfono a cualquier hora para responder sobre pedidos de firma, redacción de comunicados o estrategias para abordar a posibles nietos. "Dejo mucha libertad de acción pero asumo dirigir. Fui maestra y directora de escuela. Es mi carácter, aunque siempre triunfa la razón colectiva."
Todavía la acompañan la vice Rosa Roisinblit, la prosecretaria Aída Kancepolski (93), la tesorera Buscarita Roa (81), y las vocales Delia Giovanola (93) y Chela Fontana (85). Con problemas de salud, Berta Schubaroff (90) es integrante honoraria desde el año pasado. Hay otras cuatro en las filiales de Mar del Plata y Córdoba (las responsables son Carmen Ledda Barreiro de Muñoz y Sonia Torres) pero ya no queda ninguna en las de La Plata y Rosario. En la comisión de 2019 figuran ocho abuelas, un padre (Abel Madariaga), dos hermanos (Lorena y Miguel Santucho) y cuatro nietos (Manuel, Juan Pablo Moyano, Leonardo Fossati y Sabino Falabella). Para que todos sepan cómo se trabaja, desde mediados del año pasado se organizan reuniones mensuales entre los coordinadores de las once áreas y las cuatro filiales.
Aunque el sistema sigue orbitando alrededor de la misma estrella, la transición empezó hace una década con la reforma del estatuto: cuando una integrante moría, los nietos y los hermanos podían votar en la asamblea anual. Hace tres años, los jóvenes solo escuchaban en las reuniones de comisión de los martes. Después de leer invitaciones y novedades, hoy Estela abre el juego: quiere saber qué hizo cada uno en la semana. Hay puesta en común, discusión de estrategias y votación de propuestas. "Ya tenemos preparado el relevo", anuncia. Habla del método pero también de los nombres, "chicos y chicas fuertísimos para la discusión": Horacio Pietragalla, Juan Cabandié, Victoria Montenegro, Fossati, Lorena y Manuel. "Lo mejor sería que armaran una especie de parlamento", dice. "Pero va a seguir siendo Abuelas. Abuelas de Plaza de Mayo. El nombre es innegable." Imagina una institución que perdure "como un símbolo de paz". "Nunca dijimos ‘voy a matar al asesino de mi hijo’", recuerda. "No hay venganza, hay derecho. Pero que la Justicia se haga cargo."
Mientras Abuelas readapta su forma y reelabora estrategias, el foco permanece en una fórmula enriquecida durante cuatro décadas. La información que produce Investigación da cuenta de la posibilidad de que alguien sea hijo de desaparecidos (el otro punto de inicio es Presentación Espontánea: una entrevista extensa donde se habla sobre los primeros años de quien se acerca y las partes de su historia que le provocan dudas). Cuando los indicios se convierten en certezas, el caso llega a Aproximación, que llama para contarle las dudas sobre su origen y convocarlo al análisis de ADN. Algunos se asombran, otros se confunden, piden tiempo o sienten que acaban de recibir el empujón que necesitaban. Si se niegan, el caso pasa a la Unidad de Búsqueda de Jóvenes Apropiados, que tramita la denuncia penal por robo de identidad.
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La Escuela de Mecánica de la Armada, que ahora se llama Espacio Memoria y Derechos Humanos, es una sucesión de edificios sombríos con murales de militares reprimiendo y militantes posando para la foto carnet. Cuando Lorena abre las puertas de la Casa por la Identidad –el espacio donde Abuelas organiza exposiciones, talleres y charlas para escuelas–, aparecen un resumen de la lucha por la restitución de 400 bebés (con un contador que marca 128) y el poema del obrero Joaquín Arrieta: "Quisiera que me recuerden..." Señala otra foto sobre una repisa. Es del 20 de abril de 2010 y se está mordiendo los labios, abrazada a su hermana Flavia. El momento en que Reynaldo Bignone y otros represores acaban de ser condenados por el crimen de sus padres.
En la medianoche del 31 de agosto de 1977, un grupo armado entró a una casa de Boulogne para llevarse a Egidio Battistiol (29 años, ferroviario) y a Juana Colayago (26, ama de casa, embarazada de seis meses), junto a una hermana de él y su hija. Los padres de Lorena (1) y Flavia (3) desaparecieron en Campo de Mayo. Las otras dos mujeres salieron a los cinco días con una sola consigna: "Sordas, ciegas y mudas". Mientras crecía enojada con sus padres por haberla abandonado, Lorena miraba perfiles de chicos. Estaba segura de que uno de ellos se parecía a su primo. Pensó que tenía que ser su hermano.
A los 24, cuando su abuela María Ángela dejó de ir a las asambleas, empezó a aportar información al Archivo Biográfico Familiar: voces, fotos y deseos en un CD-ROM que viajaría al futuro con información sobre sus padres. Sin saber que sus sobrinas estaban detrás, la tía rompió el silencio. Lorena se enteró de que Juana amaba a Sandro, que Egidio era fanático de Independiente y de cosas que hubiera preferido no enterarse. En la mesa de torturas, a su tía le preguntaron si era la hermana del asesino. Supuestamente, Egidio había matado a un guardia para sacarle el arma. Hoy elige creer que a Juana no le hicieron nada. Tampoco sabe si nació su hermano: "Tuve un momento de ansiedad pero ya me relajé. Una no trabaja para sí misma. Que llegue otro nieto es igual de importante".
En 2001 entró a trabajar en el Archivo: se sentía en el lugar correcto. "Cuando te ponés a pensar en todo lo que hizo la familia y en cada restitución, sentís que esto es magia", explica. Conoció a Néstor Kirchner en un encuentro con nietos de 2003. Con una llamada fugaz, el santacruceño resolvió su primer reclamo –el cierre de El Olimpo, donde se seguían haciendo las verificaciones vehiculares– y dobló la apuesta: "Tráiganme más cosas". Catorce años después, acompañaba el lanzamiento de la candidatura al Senado de Cristina Fernández desde el escenario de Arsenal.
Hoy Lorena es un engranaje crucial en Abuelas, donde coordina tareas administrativas y de relaciones institucionales, además de potenciar la integración entre las distintas áreas. Pero la orden de Estela es firme: mientras haya una abuela en condiciones, manda la abuela. "No quieren dejar", confirma Lorena. "La actividad las mantiene vivas. Somos un bloque que sabe hacia adónde va. No podemos dejar que se mueran más abuelas sin que aparezcan sus nietos."
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Una mañana de 1977, Chicha Mariani fue a la casa de Licha Zubasnabar de De la Cuadra, que también buscaba a su nieto. Hablaron de las otras abuelas desesperadas y de la necesidad de armar acciones coordinadas. La primera fue a Plaza de Mayo, entre policías con caballos y fusiles. Cuando llegó el secretario de Estado de Estados Unidos, Cyrus Vance, corrieron a entregarle papelitos con sus historias. Estela temblaba como una hoja. "No te va a pasar nada, estamos juntas", la tranquilizaban sus compañeras, señoras robustas con pancartas que decían "¿Dónde están los centenares de bebés nacidos en cautiverio?".
Se reunían en la confitería Las Violetas para hablar en clave mientras simulaban cumpleaños. "Los vestiditos" eran las nietas; "las batitas", los nietos; "el Señor Blanco", el Papa; "esa plaza tan bonita", Plaza de Mayo. De civil, presentaban hábeas corpus y visitaban orfanatos. De incógnito, esperaban a la salida de las escuelas, espiaban a los adoptantes y se disfrazaban: empleadas domésticas, encuestadoras, enfermeras. "Éramos tan inocentes que todas preparamos un ajuar y un lugar para esperar al nieto", dice Estela. Pero Laura y sus compañeras parían engrilladas y encapuchadas. A algunas les inyectaban pentotal sódico, las cargaban en aviones a hélice y las tiraban al Río de la Plata. A los bebés, confesaría en los 90 el ex capitán de Marina Adolfo Scilingo, "había que rescatarlos y llevarlos a familias bien nacidas".
Cuando Argentina recuperó la democracia, se esfumaron los mitos que había repetido buena parte de la sociedad –los guerrilleros estaban en campos de reeducación, en las minas del norte, en los bosques del sur– y empezaron a abrirse las tumbas anónimas en todos los cementerios del país. Los hijos estaban muertos: había que buscar a los nietos. La primera restitución con el "índice de abuelidad" (un método que permitía identificar abuelas y nietos salteándose la generación intermedia) llegó en 1984. Tres años después el Congreso convirtió en ley el Banco Nacional de Datos Genéticos, que almacena los perfiles de las abuelas, de los familiares que buscan y de quienes sospechan. Un seguro para cuando ellas no estén.
Mientras Abuelas tejía su tarea pacifista y reparadora, Estela se consolidaba como símbolo de los derechos humanos y también como un cuadro político de prestigio internacional. A punto de cumplir tres décadas como presidenta, sabe qué decir y cómo decirlo, qué callar y qué dar a cambio, mientras repasa su relación con los presidentes constitucionales. Alfonsín fue "un hombre respetable y respetado" que hizo un Juicio a las Juntas "memorable". Las condenas les trajeron paz hasta que el radical cambió los términos con las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Mucho más tarde, Estela supo que "por poco tenía un revólver en la sien para sacarlas". Le queda un regusto amargo: "Si con Videla corrimos el riesgo de que nos mataran, ¿cómo no íbamos a salir a la calle por él?".
Después del indulto, Estela esperó a Menem. En su primera audiencia en Olivos, frente a un presidente "muy simpático, impecable y perfumado", empezó a cobrar la deuda. Pidió que se aceleraran los análisis genéticos y que se jerarquizara el área de Derechos Humanos, que pasó de Dirección Nacional a Subsecretaría. En 1992 se creó la Comisión Nacional por el Derecho de la Identidad, con su hija Claudia al frente. Si el Estado los había desaparecido, el Estado debía encontrarlos. Fernando de la Rúa resultó "un hombre sin carácter". Con el argumento de que se iban a arruinar las plantas, intentó negarles a las Abuelas la Plaza de Mayo para un festival. Cuando amagó con ponerse firme, Estela lo frenó: "Mire, doctor, nosotras le venimos a pedir por cortesía. Porque, ¿sabe qué? La Plaza es nuestra". Con Duhalde no hubo problemas. "Simplemente la aceptación."
Al kirchnerismo no lo vieron venir. Las Abuelas se subieron a un fenómeno que las empoderó como próceres. "Con Cristina y Néstor vino una primavera", confirma Estela, convencida de que en los 70 los Kirchner "tenían un compromiso político y se fueron al sur para salvarse". La relación con Abuelas y con el resto de los organismos de familiares de desaparecidos se volvió central. Se anularon las leyes de impunidad y se reabrieron las causas. Se bajaron los cuadros y se crearon pensiones para los nietos, que en muchos casos empezaron a llamar "apropiadores" a sus padres de crianza. En julio de 2012 cerró la causa más emblemática –"Plan sistemático de apropiación de menores"– con una condena de 50 años para Videla, que murió al año siguiente en un inodoro de Marcos Paz.
El 5 de agosto de 2014, Abuelas anunció la aparición del nieto 114. El hijo de Laura hoy elige volver a llamarse Ignacio. "Ella lo llamó Guido y yo lo busqué como Guido", dice Estela. "Junté camisetas y botones de cada lugar al que iba para que supiera cuánto lo había buscado." En el análisis que siguió a la euforia, él creyó que Guido estaba matando a Ignacio. Y Estela, que compartió cumpleaños con sus apropiadores, no lo fuerza pero tampoco cede: "Tengo temor de que sea el nombre de algún milico". Aunque él la autorizó a llamarlo Guido, la abuela tampoco quiere ofenderlo. Quedaron en Nacho, su apodo histórico.
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Abuelas –una ONG sin fines de lucro– se financia con aportes de organismos internacionales, países solidarios con su tarea y donaciones de particulares, asociaciones y empresas. Pero la mayor parte de los ingresos llega por un subsidio del Estado nacional, que cubre los salarios de empleados, abogados e investigadores. "En el ejercicio 2015 la Secretaría General de Presidencia le transfirió 13 millones de pesos", precisan desde la Asociación Argentina de Presupuesto y Administración Financiera Pública. Al 31 de octubre del año pasado, la cifra –que ahora fija el Ministerio de Justicia– había llegado a 24,2 millones. Un aumento nominal del 86% pero una pérdida real de unos 50 puntos, considerando la inflación acumulada durante el macrismo. "No creo que ningún salario del país haya aumentado tanto", dice Claudio Avruj, secretario de Derechos Humanos, desde su oficina en la ex ESMA. "Todos tenemos que ajustarnos en función de la realidad que estamos viviendo."
Inquieta por lo que veía, Estela fue a buscarlo. "Vengo para decirte dos cosas", lo apuntó con el dedo al funcionario. "La CONADI y el Banco de Datos, ¡ni esto me los tocás!". A su hija Claudia, dice Carlotto, "la mortifican bajándole el sueldo y la jerarquía" en el marco de la "modernización" que diseñó el ex ministro Andrés Ibarra. Aunque ratifica su continuidad, Avruj plantea que "la CONADI es un organismo del Estado argentino, no de Abuelas", y que el plan de evaluar su "dotación óptima" sigue en pie. Con el Banco también hay diferencias: el Gobierno quiere que atienda todos los casos de dudas identitarias, anteriores y posteriores a la dictadura.
La relación está puntuada por treguas de corrección política. Después de que Estela y Avruj compartieran en noviembre un homenaje al EAAF, la Secretaría subió la foto al encabezado de su cuenta de Twitter. "Hay un reconocimiento a la tarea y a la misión, que es inobjetable y absolutamente compartido por el gobierno nacional", asegura el funcionario, que imagina un futuro con todos los juicios terminados, donde Abuelas represente "el fiel de la balanza para ayudarnos a articular sin tensiones una búsqueda de justicia para todos los argentinos". Pero las diferencias siguen ahí. "Estela tuvo un posicionamiento en la última elección", recuerda el funcionario. Ella lo ratifica: Macri "prometió pobreza cero, cerrar la grieta y vencer al narcotráfico. Y estamos con más pobreza que nunca, la grieta más abierta y el narcotráfico cada vez más instalado".
Lorena Battistiol Colayago denuncia el desmantelamiento de las áreas de Derechos Humanos de los ministerios de Defensa y Seguridad, que las ayudaban en el rastreo de expedientes para identificar represores: "Primero les cambiaban el nombre, después les sacaban dos o tres personas y al final las cerraban", dice. Avruj habla de "reacomodamientos", y sugiere que los responsables de DD.HH. de esas carteras ahora le reportan directamente a él.
"Más allá de la organización es su lucha", dice La Blunda. "Y la organización vence al tiempo."
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En el bar discreto de un hotel del Microcentro, Andrés La Blunda, otro nieto recuperado que en la última década se sumó a la actividad política de la mano del kirchnerismo, plantea que la ética de lucha de Abuelas –el método, el estilo y la impronta– es lo que va a habilitar su permanencia. Cuando también mueran los apropiadores, puede haber una explosión de restituciones. O no: "El valor social de la memoria, la verdad, la justicia y la identidad es hegemónico hoy, pero no implica que lo siga siendo mañana. El sentido común siempre está en disputa", dice La Blunda. Su propia historia atraviesa esa tensión.
Antes de decir "desaparecido", antes de decir "secuestro" y antes de decir "clandestino", baja la voz. Cuatro décadas después, todavía hay palabras demasiado pesadas. "Nací cuando mis padres Mabel Lucía Fontana y Pedro La Blunda estaban en situación de clandestinidad", explica. "El 20 de abril de 1977 se produce el secuestro en San Fernando." Cuando se mete en la historia, pasa al presente: "Mi padre se toma una pastilla de cianuro y muere. Antes de que la lleven a Campo de Mayo, mi madre intercede para que me dejen en un departamento de enfrente". La pareja que lo recibió quiso hacer la denuncia, pero en la comisaría les recomendaron que se lo quedaran. "Su destino puede ser trágico", dijeron. Con tres meses, Andrés pasó a llamarse Mauro Cabral. Mientras las Abuelas buscaban, la familia se mudó a Mar del Plata.
Su tío Héctor y Chicha Mariani lo encontraron en 1984. A los 7 años se convirtió en el nieto 18. Los adoptantes forzaron un acuerdo con la familia biológica: visitas esporádicas a cambio de no blanquear la verdad. Así conoció a "los de Junín", unos tíos lejanos a quienes sentía la responsabilidad de entretener sin saber por qué. Una noche del verano del 99 quiso saber qué parentesco lo unía exactamente a Carolina, una morocha de sonrisa magnética. Ella se puso incómoda. Cuando le preguntó qué pasaba, se largó a llorar. En un mismo movimiento Andrés supo que era su prima hermana, que él era adoptado e hijo de desaparecidos. Un mes después llamó a Abuelas: "Hola, habla Mauro Cabral". La respuesta lo descolocó: "¿Qué hacés, Andrés? ¿Cómo andás?". Era Antonia "Negrita" Segarra, que más tarde le mandó una foto de Pedro. Entonces Andrés se vio a sí mismo, y comenzó su nueva vida.
Ahora que se siente testigo de su muerte y de su nacimiento, La Blunda milita el proceso de reorganización personal: "Los nietos tenemos la responsabilidad de entender que, al mantener una identidad falsa, estás comprometiendo tu descendencia y tu ascendencia –tu árbol–, pero también el bosque". Es un mantra institucional. Si la identidad de una persona está en duda, está en duda la de todos.
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Un anochecer de octubre, Manuel Gonçalves abre con Miss Bolivia "Música e Identidad", el ciclo de Abuelas en el Centro Cultural Caras y Caretas, un sótano en el barrio de San Telmo. Frente a un público de pañuelos verdes, cuenta que cuando vuelve a la casa de su adolescencia, los hijos de sus amigos se encargan de corregirlos si lo llaman Claudio. "El tema se habla en los jardines y hay dibujitos de las Abuelas", celebra. Pero queda mucho por hacer. "A los que trabajamos en la búsqueda de los otres trescientes nos parece fundamental que se siga hablando de lo que pasó. La única manera de que dejemos de hacerlo es que nos digan la verdad."
Cuando le preguntan sobre los derechos humanos actuales, responde que las cárceles son una mierda, que los niños siguen pasando hambre y que el gran desafío es cortar la polarización entre los que más y los que menos tienen. Después habla del futuro de la organización: "Muchas veces planteamos que nos tenemos que apurar porque las abuelas están grandes. Pero cuando no estén, la urgencia tiene que ser la misma. Cada día que pasa es un día perdido". Para los próximos años, Manuel imagina algo como la disponibilidad del perfil genético de toda la población y un cambio de paradigma hacia la prevención, donde "ya no sea posible que puedas robarte un niño y el paso del tiempo juegue a tu favor". Lorena tiene otras ideas: festivales en todo el país, influencers con sensibilidad social y mayor presencia en las redes, con las precauciones del caso. "No podemos ponernos a discutir con un troll", dice. "Quizá detrás suyo haya una persona que tiene dudas y que puede ser tu hermano."
Por ahora, el futuro permanece silenciado en "Abuelas, 40 años de luz", el grupo de WhatsApp donde 140 nietos y hermanos discuten la coyuntura y difunden información sobre los juicios en curso o la agenda de actividades semanales. "Aunque el presidente de la institución no sea un nieto, va a haber una asamblea donde participemos", dice Andrés La Blunda. "Lo pienso como algo absolutamente colectivo." Además de soñar con el Nobel –su volumen y su potencia–, La Blunda plantea un dilema desafiante, la clave que puede cifrar el porvenir: encerrarse en la Casa por la Identidad o asumir mayor protagonismo frente a la sociedad. ¿Y qué les dicen las abuelas frente a esto? La respuesta es directa: "¡Que encontremos a los nietos! Más allá de los nombres, la organización es depositaria de su lucha. Y la organización vence al tiempo".
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