Clandestinidad, muerte y las historias humanas detrás de un reclamo de décadas que finalmente tiene tratamiento parlamentario
La madrugada en que el test de embarazo le dio positivo, Cecilia estaba sola en su casa y se puso a llorar. No lo esperaba: creía que se había cuidado bien y que el atraso que la preocupaba desde hacía unos días era nervioso. “Me hago el test y al otro día me viene”, pensó. Llamó a dos amigas y les contó lo que estaba pasando. Al día siguiente, con la cara desfigurada después de una noche de llanto e insomnio, fue a sacarse sangre a un laboratorio de Castelar. La mujer que la atendió notó su estado y le dijo que no debía pensar en la posibilidad de un aborto, que se iba a arrepentir, que eso era matar a un bebé y que si tomaba la decisión equivocada lo iba a pagar el resto de su vida. El análisis dio positivo y ella no podía contárselo a nadie: trabajaba en negro y sabía que podían echarla por el embarazo. El pibe con el que recién se estaba conociendo y al que había visto unas pocas veces le dijo que no estaba para ser papá, que él era un “hijo del viento”.
Fue a ver a un médico de confianza. Le contó su “situación”.
El doctor le dijo que había maneras seguras de interrumpir el embarazo si ella quería. La contactó con una ginecóloga para que confirmara que no se trataba de un embarazo ectópico. Ese día, en la camilla, se sintió violentada por segunda vez: le dijo a la médica que no sabía si quería continuar con el embarazo, que quería conocer las opciones antes de tomar una decisión. La profesional le pidió que se recostara para la ecografía. “Por favor, con cuidado”, le rogó Cecilia. No alcanzó: untó el gel helado en la parte baja de su abdomen y, sin tener el cuenta el pedido de Cecilia, dejó el sonido del ecógrafo encendido. En el consultorio retumbaron los latidos del feto y Cecilia se puso a llorar de nuevo. Estaba de diez semanas y tenía 32 años.
Sus opciones eran un aborto con pastillas en su casa, un raspado o una Aspiración Manual Endouterina (AMEU), que según le explicó la ginecóloga era el método más seguro. Si elegía las pastillas, le advirtió, tenía que hacerlo sola en su casa, sin decírselo a nadie, y si la hemorragia era “demasiado grande” tenía que ir al hospital. Iban a pasar dos años hasta que Cecilia se enterara de que había otros modos de abortar con pastillas, y entonces la aspiración le pareció la mejor opción. Sentía culpa. En la vida siempre había aceptado lo que tocaba, pero esta vez no quería y sintió que podía y tenía el derecho de elegir. Ahora sabe que fue en ese momento y en ese consultorio que terminó de tomar la decisión.
Unos días más tarde fue a una entrevista con otro ginecólogo en Liniers. En la sala de espera se cruzó con varias mujeres embarazadas que estaban ahí para hacerse un control. El aborto le iba a salir 20.000 pesos. Ya estaba de 12 semanas y tenía síntomas: náuseas, vómitos y mucho malestar. Mentía sin parar en el trabajo, en su casa, a su familia.
Cuando llegó a la clínica con dos amigas, enseguida las separaron: ella al quirófano, las amigas a una habitación cerrada con llave. En el quirófano estaban el anestesista y el médico que le iba a hacer el AMEU. Cecilia temblaba tanto que le rechinaban los dientes.
Cuando se despertó, tenía la bombacha puesta.
–Tenés 15 minutos –le dijeron.
Sus amigas terminaron de vestirla. Todavía estaba noqueada por la anestesia.
–Salí caminando, sonriendo, que no se note.
Al llegar a su casa se bañó y se acostó a dormir. “Cuando me desperté tuve la sensación de volver a sentir mi cuerpo, el que había dejado de ser mío hacía unas semanas”, dice ahora, dos años después. Hizo reposo unos días y volvió a su rutina: había sobrevivido. Unos días más tarde empezó a tener dolores. “En ese momento la clandestinidad, más allá de toda la violencia, se me empezó a hacer carne”, recuerda. Le costó varios días animarse a ir a un hospital. La convenció el dolor, que en otra noche inolvidable se hizo tan fuerte que tuvo miedo de tener peritonitis.
La tarde en que abortó, Cecilia llevaba muchos años militando por el derecho a un aborto seguro, legal y gratuito. Hasta ese momento siempre lo había pensado en términos de clase. Ahora lo ve de otra manera: “Yo pensaba: la que lo puede pagar está todo bien y la que no, se muere. Pero la que lo puede pagar también sufre la clandestinidad, también sufre no poder ir a un médico, tener miedo a que la denuncien. Hacerlo de manera clandestina con gente en la que uno no confía, exponer su cuerpo a una práctica que es totalmente desconocida, también es violencia.”
Cada año, en Argentina se producen entre 370.000 y 522.000 abortos. El dato es de 2005 y es confiable pero poco preciso, sale de una estimación a partir del número de hospitalizaciones producidas en los establecimientos públicos por complicaciones relacionadas con abortos. La estadística no distingue entre abortos espontáneos e inducidos, por lo que representa una fracción de los que ocurren anualmente, y no tiene en cuenta los abortos que las personas hacen en su casa usando misoprostol, muchos de ellos sin complicaciones: sólo en 2017, la red nacional de Socorristas acompañó a unas 4.000 mujeres que abortaron con la pastilla recomendada por la Organización Mundial de la Salud. Así y todo, las muertes por abortos inseguros en Argentina representan el 17% del total de las muertes maternas. Según informó el jefe de Gabinete Marcos Peña el mes pasado en el Congreso de la Nación, en 2016 murieron 43 mujeres por abortos inseguros. Cuatro de esas mujeres eran menores de 20 años; otras doce tenían entre 20 y 24.
Siete de cada diez adolescentes que tienen un hijo reportan que fue producto de un embarazo no deseado.
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El 6 de marzo de 2018 la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito presentó en la Cámara de Diputados un proyecto de ley de legalización del aborto. Lo firmaron 71 diputados y diputadas de los 256 que componen la Cámara, una cifra récord en 80 años. Con alguno cambios, el mismo proyecto había sido presentado en 2007, 2008, 2010, 2012, 2014 y 2016. Nunca pasó de comisiones: en una sola oportunidad estuvo a punto de obtener dictamen en la comisión de Legislación Penal, pero llegó diciembre y naufragó en la orilla.
En 2018 las cosas podrían ser diferentes. Ahora, los pañuelos verdes, símbolo de la campaña, se agotan cuando las marchas recién están empezando. Jorge Rial lo usó en el puño el viernes 2 de febrero mientras conducía Intrusos y tres días después, cuando se sentó en el estudio Señorita Bimbo (Virginia Godoy), lo llevó colgado al cuello. Cuando ella habló sobre el medicamento recomendado por la OMS para abortos seguros, la palabra misoprostol tuvo un pico de búsquedas en Google y Wikipedia. El tema del aborto viene calentándose en la calle, en la tele y en las redes desde hace meses: cuando el actor Facundo Arana dijo que la maternidad realizaba a las mujeres, la actriz Muriel Santa Ana le respondió que ella había abortado a los 24 años porque no quería ser madre. El movilero Tomás Dente la trató de asesina y hasta pidió que cerraran su cuenta de Twitter y otras actrices salieron a bancarla. Mientras tanto, “la señora del bebito” –Mariana Rodríguez Varela, militante católica, hija de Alberto Rodríguez Varela, ex ministro de Justicia durante la última dictadura– seguía con la campaña frenética que arrancó en marzo de 2017, en la que pedía colgar de balcones y ventanas unos muñequitos de microbebés que importa desde Alemania. En Twitter y Facebook, la campaña #JuntasAbortamos, del medio feminista Latfem, reconstruyó las redes de solidaridad que se tejen entre mujeres cuando una de nosotras necesita abortar.
Ya en marzo del año pasado la marcha por el 8 de Marzo terminó con una fumata verde y durante todo el año el reclamo por la legalización y despenalización del aborto, que en Argentina tiene más de 30 años, fue tomando más y más fuerza. Esa energía terminó de condensarse el 19 de febrero, cuando estalló en un pañuelazo verde y masivo frente al Congreso Nacional. Ese día, #AbortoLegalYa fue trending topic.
El reclamo por el derecho al aborto no es nuevo en Argentina. El tema entra y sale de la agenda pública desde hace décadas, aunque nunca lo hizo con la potencia de estos días. Una genealogía breve: en 1989 el diario Sur publicó una solicitada en apoyo a una mujer embarazada por una violación que reclamaba su derecho de abortar en un hospital público. En 1994, la revista La Maga publicó un informe en el que actrices, escritoras y políticas criticaban el intento de incluir en la Constitución “el derecho a la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural”. En 1997, la revista Tres Puntos puso en tapa la nota “Yo aborté”, donde veinte mujeres daban testimonio de su experiencia. Ese mismo año y lejos del mainstream, Fun People y She Devils editaron un split de siete pulgadas bajo el sello Ugly Records que se llamaba El aborto ilegal asesina mi libertad, que presentaron en Cemento. En 1998, Menem instauró por decreto el 25 de marzo como el Día del Niño por Nacer y un año más tarde Zulema Yoma, su ex mujer, le puso los puntos en público cuando contó que ella había abortado y él había pagado. Por esos días, el riojano se llevaba bien con el Vaticano, se expresaba “a favor de la vida” y, en medio de la campaña presidencial, acusaba a la Alianza de defender la despenalización del aborto.
Con toda esta historia encima, el 8 de marzo pasado, día del Paro Internacional de Mujeres, la marea verde volvió a salir. Esa tarde, cientos de miles de mujeres marcharon desde Plaza de Mayo hasta el Congreso Nacional. Elena era una de ellas: fue con sus amigas hasta Avenida de Mayo. Ahí agitó, saltó y lloró casi todo el rato. Un poco por todas y un poco por ella, que hace cuatro años, a los 25, abortó sola en su casa y el recuerdo de una hemorragia que paró con el anticoagulante que un amigo le alcanzó en un taxi en la madrugada todavía le eriza los pelos del brazo. “Acá no se debate qué pensamos sobre el aborto, acá hay que dar un marco legal para algo que sucede, para evitar muertes”, dice con los ojos vidriosos. “Toda piba que abortó hoy siente todos los días lo que sintió en ese momento: es muy difícil ver a toda la sociedad debatir sobre algo que te pasó y que tuviste que ocultar.”
"Cuando me desperté volví a sentir mi cuerpo. La clandestinidad se me empezó a hacer carne."
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Cuando Tomás Máscolo abortó por primera vez, en 2005, tenía 18 años y todavía no se llamaba Tomás. El día que llegó a la clínica clandestina que funcionaba en el garaje de una casa de la zona sur de Rosario, usaba su nombre de nacimiento y no vivía como hombre trans. El aborto le salió 7.000 pesos, que pagó en dos cuotas. De esa tarde recuerda que llegó y se fue en el mismo colectivo, que le ataron los pies en la camilla ginecológica, que la anestesia tardó en hacerle efecto, que despertó con pañales y tuvo que irse muy rápido. También se acuerda de que el médico que le hizo una ecografía antes del aborto le dijo “si algo sale mal y vos vas en cana, nosotros no nos hacemos cargo”. A partir de esa experiencia empezó a militar en la agrupación Pan y Rosas por la legalización. Cuatro años después, ya había empezado su tratamiento de transición hormonal cuando abortó de nuevo, esta vez con misoprostol. “Cuando te hormonizás hay un período ventana en el que todavía todavía podés gestar”, explica Tom. Ahora lo sabe, pero en ese momento no tenía idea. No era el único: después de ese segundo aborto empezó a investigar y se dio cuenta de que el aborto de personas trans era un terreno inexplorado, un escenario que los médicos, incluso los que trabajan con la población trans, ni siquiera contemplaban.
Aunque el aborto en personas trans sigue estando en medio de un bache médico, el proyecto presentado por la Campaña en marzo de este año sí lo contempla: establece el derecho a decidir la interrupción de un embarazo hasta la semana 14 para todas las personas capaces de gestar (no sólo mujeres) y fija en cinco días el plazo máximo para que el sistema de salud le permita ejercer ese derecho. Además, incorpora la cobertura de la práctica en el Plan Médico Obligatorio del sector público y privado: si sale la ley, las autoridades de los centros de salud deberán garantizar el acceso al aborto. El proyecto deroga los artículos 85 inciso 2 (que pena con uno a cuatro años de cárcel a quienes realicen un aborto con consentimiento), 86 (que establece penas para los médicos, cirujanos, parteras o farmacéuticos que colaboren en un aborto) y 88 del Código Penal, que ordena penas de uno a cuatro años de cárcel para la mujer que aborte voluntariamente.
Juliana Di Tullio fue diputada nacional durante doce años: de 2005 a 2017. Formada como feminista, siempre tuvo el aborto en su agenda, pero le quedó pendiente la posibilidad de llevar un proyecto al recinto para convertirlo en ley. Lo intentó varias veces, incluso mientras fue presidenta del bloque del Frente para la Victoria entre 2013 y 2015. “No es que el aborto no se debatió en el Congreso: no se debatió en el recinto”, aclara frente a un vaso de limonada en una confitería de Castelar. Es febrero de 2018 y ella dejó de ser diputada hace apenas dos meses, el 10 de diciembre del año pasado. “El debate se viene dando en el Congreso hace muchos años. Tímidamente muchas legisladoras, yo incluso, hemos presentado proyectos sobre aborto, pero el debate se empezó a dar en serio una vez que la Campaña empezó a juntar firmas para un proyecto, haciendo lo que hay que hacer: buscando una heterogeneidad en distintos partidos políticos.”
Ahora es distinto, está convencida: ahora, afuera del Congreso golpea las puertas un enorme movimiento de mujeres con capacidad de presión. “Es un momento exultante, con mucha acumulacion de poder popular: todos los años los Encuentros Nacionales de Mujeres son más grandes. Además, la Campaña creció territorialmente y el tema apareció en la tele.” Por todo esto es más optimista. Aunque advierte que hay que asegurarse los votos y siempre tener en mente que algunos son más resbaladizos que otros. Cuando el Congreso votó la Ley de Matrimonio Igualitario en 2009, ella vio caer muchos delante de sus narices y sólo uno modificarse a favor. “Vos tenés que llegar al recinto con muchos más votos de los que necesitás”, insiste. “Cuando uno hace la cuenta afuera del Congreso, a veces parece más auspicioso. Hay diputadas y diputados que por ahí te dicen que sí pero después no resisten una presión.” Habla de las clínicas clandestinas y sobre todo de la Iglesia, para la que ésta es la madre de todas las batallas: cuando hay que presionar, la llamada del obispo o del cura del pueblo es lo último en llegar. Antes, envían sus drones: organizaciones y grupos autodenominados “provida” que caminan los pasillos del Congreso, tocan la puerta de todos los despachos y finalmente presionan desde adentro mismo del recinto. Di Tullio lo vio varias veces: diputados y diputadas a los que les sonaba el teléfono delante de ella.
Di Tullio sabe que en proyectos como el de la legalización del aborto, el apoyo del Poder Ejecutivo puede hacer toda la diferencia. Así fue con Matrimonio Igualitario e Identidad de Género, dos leyes resistidas también por la Iglesia y otros grupos religiosos pero acompañadas por Cristina Fernández. Respecto del aborto, CFK nunca respaldó y era pública su postura en contra: cuando los números no acompañan, algo así puede ser un game over. “Si se aprueba, ¿vos lo vetás?”, le preguntó Di Tullio en confianza. Cristina, dice, le prometió que no: si se aprobaba, era ley. El problema es que nunca estuvieron los votos y ella no quiso arriesgarse a debatir para perder. El peligro, explica, era retroceder 50 años y cerrar la posibilidad de volver a discutirlo. “Cuando el Ejecutivo acompaña un proyecto de ley de este tipo y lo ve en términos de salud pública y no habla en términos de libertad de conciencia, entonces es un verdadero debate. Eso no pasó nunca: ni antes ni ahora.”
Con el pañuelazo del 19 de febrero y la tapa de Clarín que anunciaba que Macri daba “vía libre” a sus legisladores para debatir el tema en el Congreso, el derecho al aborto saltó al prime time televisivo. Ya no fue sólo Intrusos: se habló (y se habla) de aborto en los noticieros, en el programa de Mirtha Legrand, en los móviles a la salida de los teatros. Lali Espósito twitteó #AbortoLegalYa y arrobó a Macri, y Dolores Fonzi subió una selfie a Instagram con la cara cubierta por el pañuelo verde. El Presidente –que en 2012 vetó como jefe de Gobierno porteño una ley de aborto no punible aprobada por la Legislatura– ya adelantó su postura: él, dijo, está “a favor de la vida”, pero también declaró que, en caso de aprobarse la ley, él no la vetaría.
Mientras el tratamiento del proyecto en comisiones iba convirtiéndose en un hecho, los diputados y senadores de distintos partidos también opinaron: Esteban Bullrich, de Cambiemos, definió a un embrión como “un argentino con derechos” y lamentó que en un aborto, una madre “asesine a su hijo”. La diputada nacional Marcela Campagnoli, también de Cambiemos, fue todavía un poco más gore: propuso “contener” a las mujeres hasta la semana 20 y después poner en incubadoras a los fetos para que se desarrollen fuera del útero, y hacer adopciones “prenatales”. Marcos Di Palma, diputado provincial por Unidad Ciudadana, dijo que aprobar el aborto sería enseñar a los chicos a que “culeen tranquilos, dejen embarazada a todo el mundo que después vas con una aspiradora y te lo saco”.
A Carla Carrizo, este tipo de declaraciones la enfurecen. “Decir que es un asesinato es mentir”, aclara la diputada nacional del bloque Evolución Radical. “Y un funcionario no debería poder decir cualquier cosa.” Carrizo es firmante del proyecto y junto a Victoria Donda, de Libres del Sur, Romina del Plá, del FIT, Mayra Mendoza, de Unidad Ciudadana, y Brenda Austin, de la UCR, es una de las diputadas que más defiende la legalización tanto en las redes sociales como en la televisión y la radio.
Carrizo está a favor de la legalización porque se trata de un problema de salud pública y porque el Estado debe garantizarnos a las mujeres el derecho a decidir. Insiste sobre una idea: el aborto no como una concesión ni un “derecho para pobres”. Legalizarlo, explica, no es un acto de caridad, sino el reconocimiento de un derecho constitucional: en fin, una cuestión de libertad individual. “Es poner en escena el verdadero tema de que una mujer no es sinónimo de madre, que la maternidad se elige, y que no todo embrión, no todo bebé, es un hijo. A veces verlo sólo desde el punto de vista de la salud pública no deja de tener componentes paternalistas y patriarcales: ‘te concedo pero en el fondo está mal’. Hay que plantearlo en toda su dimensión: el tema de la despenalización del aborto atraviesa a las mujeres y niñas de todas las clases sociales. Porque es tan injusta la tasa de mortalidad materna de las mujeres pobres como el hecho de que las mujeres de clase media o clase alta puedan abortar con el estigma de ‘ser asesinas’”, explica. “Y eso tiene que ver con el vínculo entre religión y política. Argentina no es un Estado confesional en términos constitucionales, pero actúa muchas veces como si lo fuera. En un país democrático la moral es individual, no colectiva.”
"Si algo sale mal y vas en cana, no nos hacemos cargo", le dijo el médico después del aborto.
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En 1920, Rusia fue el primer país en legalizar el aborto. Lo siguieron Polonia, Hungría y Bulgaria en 1956, y Checoslovaquia en 1957. El Primer Mundo está teñido de verde: en 1967 se despenalizó en Gran Bretaña y en 1975 en Estados Unidos, Francia, Austria y Suecia. Al año siguiente lo legalizaron en Alemania y Dinamarca y en 1978 en Italia y Luxemburgo. Holanda hizo lo propio en 1981, Grecia en 1986, Bélgica en 1990. Después de dos intentos fallidos, Uruguay lo legalizó en 2012 y bajó la mortalidad materna del 37 al 8%. En El Salvador, Honduras, República Dominicana, Nicaragua, Malta y el Vaticano el aborto está prohibido en todos los casos, inclusive por violación y aunque ponga en riesgo la salud o la vida de la mujer.
En Argentina el aborto es legal con dos causas desde 1921. El artículo 86 del Código Penal lo permite cuando el embarazo representa un peligro para la vida o la salud de la mujer y cuando es resultado de una violación. Su implementación estuvo paralizada durante décadas, mientras los juristas debatían sobre la interpretación correcta del artículo 86. Recién en 2012 la Corte Suprema de Justicia de la Nación se expidió con una interpretación final del artículo.
Fue a partir del caso de una adolescente de 15 años violada por su padrastro a la que a principios de 2010 un hospital de Comodoro Rivadavia le negó un aborto no punible. Su pedido llegó hasta el Superior Tribunal de Justicia de Chubut, que la autorizó con un fallo que señalaba que la interpretación debía ser en sentido amplio: los permisos para abortar previstos en el artículo 86 del Código Penal en el caso de violación alcanzan a todas las mujeres y no sólo a las que tienen discapacidad mental, por lo que no es necesario pedir autorización judicial. La adolescente pudo abortar pero el caso llegó a la Corte Suprema, que en el histórico fallo FAL ratificó lo establecido por el máximo tribunal de Chubut y señaló que los médicos no deben requerir autorización judicial para realizar esta clase de abortos, una declaración jurada es suficiente para acceder al derecho. Sobre la causal salud, la Corte especificó que debe entenderse como la define la OMS: “Un completo estado de bienestar físico, psíquico y social, y no solamente como la ausencia de enfermedades o afecciones”.
El fallo salió un 13 de marzo y fue histórico porque por primera vez la Corte Suprema reconocía el derecho al aborto legal. Sabrina Cartabia todavía se acuerda de cómo se enteró. En 2012 era una abogada júnior que trabajaba en Tribunales y ese día imprimió el texto y volvió a su casa leyéndolo en voz alta con una amiga. Es que ella algo había tenido que ver: por entonces era parte del equipo de investigación sociojurídica del Centro de Estudios de Estado y Sociedad (CEDES), desde el que venían produciendo doctrina en torno a los alcances del artículo 86 del Código Penal, que regía los casos de no punibilidad. Su último trabajo en ese equipo fue armar cinco cajas: una para cada ministro de la Corte. Adentro estaba todo el material que habían generado en los últimos años: doctrina, publicaciones, material sobre el acceso a las pastillas, protocolos previos.
“El fallo otorgó más seguridad jurídica. Estuvo acompañado de bastante política pública, quizás no toda la necesaria, que buscó protocolarizar a nivel nacional y capacitar a los profesionales de la salud: tanto en el derecho, sobre cuáles son sus obligaciones jurídicas, como en cómo debíamos gestionar el acceso a la práctica”, explica Cartabia, que hoy es presidenta de la asociación civil Red de Mujeres e investigadora asociada del Programa de Abogacía Feminista de la Universidad Torcuato Di Tella. En 2010, antes del fallo, el Ministerio de Salud de la Nación había publicado una Guía Técnica para la Atención Integral de los Abortos No Punibles, que después de FAL fue ampliada en 2015 en el Protocolo para la Atención Integral de las Personas con Derecho a la Interrupción Legal del Embarazo, 73 páginas que detallan qué derechos tienen las mujeres y personas gestantes (por ejemplo, hombres trans), cómo debe actuar el servicio médico y qué procedimientos pueden utilizarse.
Hoy la Ciudad de Buenos Aires y quince provincias cuentan con protocolos para realizar un aborto legal por causales, pero no todos establecen estándares y procedimientos para una atención de salud segura, de calidad y que llegue a tiempo. Ocho provincias –Catamarca, Corrientes, Formosa, Mendoza, San Juan, San Luis, Santiago del Estero y Tucumán– todavía no tienen protocolos propios ni adhirieron al protocolo del Ministerio de Salud de la Nación.
Aunque la OMS recomienda el misoprostol como droga para producir abortos seguros, en Argentina ANMAT lo autoriza para una sola indicación en ginecología y obstetricia: la maduración del cuello uterino, que requiere una dosis mínima. No hay producción pública ni control del precio y en muchos casos la compra es off label: fuera de prospecto y negociando directamente con los laboratorios, lo que aumenta los costos. “Los únicos lugares en los que hoy se compra misoprostol son el municipio de Morón, en la Ciudad de Buenos Aires, en Rosario, Chubut y Río Negro”, explica Ana Paula Fagioli, médica generalista y miembro de la Red de Profesionales de la Salud por el Derecho a Decidir. Fagioli trabaja en un centro de salud de Morón en el que el año pasado se hicieron 100 interrupciones legales, pero sabe que en otros distritos la situación es diferente: “En la provincia de Buenos Aires hay un montón de lugares que obstruyen el acceso, como Pilar, San Isidro, Vicente López. En Zona Sur también, salvo Lanús, que en algunos casos se puede acceder con mucha derivación”.
Entre 2010 y 2016 en la provincia de Buenos Aires se internaron 2.014 mujeres por abortos legales. En el Hospital Penna de Bahía Blanca, donde es el jefe de Ginecología, Edgardo Boiza lleva casi 15 años haciendo atención pre y post aborto. Por año, en el hospital atienden unos 2.800 partos anuales y 420 diagnósticos de aborto. “Nosotros no podemos diferenciar entre los distintos tipos, si fue voluntario o espontáneo”, aclara Boiza, “pero con el transcurso del tiempo ya no recibimos los abortos con métodos cruentos que veíamos en otros años, más que nada por el uso del misoprostol, que aunque esté prohibido igual en forma clandestina se consigue”. En el servicio de Ginecología del Penna trabajan 30 personas: la mitad tiene objeción de conciencia. La otra mitad hizo 22 interrupciones legales en 2017. No reciben partidas de misoprostol: cuando es necesario el hospital hace gestiones particulares para conseguirlo. Boiza y su equipo trabajan con una lógica de reducción de daños. Desde la formación de los residentes, intentan cambiar la visión en la asistencia: que la paciente ya no sea un número de cama sino una mujer con derechos. “Cuando estamos con una mujer que queda embarazada y no encontramos elementos para una causal, pero es un embarazo inoportuno y sabemos que va a buscar un método de finalización, es importante sentarte a charlar para, primero, evitar la utilización de métodos que generen un riesgo para su salud”, advierte. “Esto tiene que ver con la entrevista, con ponerse en el lugar del otro, con el cumplimiento de sus derechos, y con no atemorizarla, pero informarla sobre los riesgos y orientarla.”
Boiza está a favor de la legalización. En una ciudad conservadora como Bahía Blanca, donde en 2008 un juez de Familia interpuso un amparo para evitar que una adolescente con síndrome de Down que había sido violada por un familiar pudiera tener un aborto quirúrgico, que un médico con un cargo importante pueda expresarse a favor demuestra que algo está cambiando. “Yo vengo de la época en la que no había anticoncepción, en la que las ligaduras de trompas las hacíamos a escondidas y teníamos que pedir autorización judicial para ligar a una paciente”, recuerda. “Hoy cuando les contamos eso a los residentes es como hablar de la época de los dinosaurios y la verdad es que no fue hace tanto. Las resoluciones ministeriales son importantes, pero me parece que el marco de una ley muy clara generaría mejor cumplimiento en todos.”
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"Cuando la mujer decide 'no', está demostrando su poder", dice Ruth Zurbriggen.
Malena tenía 26 años cuando abortó en su habitación de adolescente. Lo hizo con misoprostol, acompañada por sus viejos y dos días antes de su cumpleaños número 27. Estaba de dos meses y medio. Lo sabe porque la persona que le hizo la ecografía se lo confirmó mientras le hacía escuchar los latidos y le preguntaba por qué lloraba.
–¿Está todo mal con el papá?
–No hay papá, no hay mamá, porque no hay hijo –le dijo Malena.
Nunca se lo contó a su ex pareja, con la que por entonces tenía una mediación por violencia de género. Unos días después se hizo un control en lo de un ginecólogo amigo de la familia que era parte de una lista de médicos “amigables” a los que podía acudir sin riesgo de ser denunciada. Ahora, un par de años después, se da cuenta de la suerte que tuvo al contar con esa lista. Su voz viaja a través de un audio de WhatsApp: “Esto habla mucho de la clandestinidad, de que si caés en el médico incorrecto podés terminar en cana”.
Soledad Deza es católica y abogada. Vive en Tucumán y fue la encargada de defender a María Magdalena y a Belén, dos mujeres que fueron procesadas (y, en el caso de Belén, encarcelada) después de llegar al hospital con abortos espontáneos en curso. Las dos fueron denunciadas por las personas que debían atenderlas y sus casos son ejemplos paradigmáticos del riesgo de criminalización que enfrentan las mujeres cuando deciden interrumpir un embarazo. ¿Y el secreto profesional? Algunos médicos dicen que entra en tensión con otra obligación, la de denunciar un delito. Deza explica que no es así: “Si un profesional del equipo de salud encuentra un caso de aborto debe hacer prevalecer su obligación de guardar secreto y no denunciar a la paciente. La explicación es bioética: si el médico no resguarda el vínculo de confianza en la relación con el paciente, es muy posible que un usuario o una usuaria que está atravesando una situación de conflicto con la ley penal se vea disuadido de buscar ayuda sanitaria ante la amenaza de cárcel o el peligro de ir preso. La justificación del deber de guardar secreto tiene fundamentos jurídicos, éticos y morales”. Deza cree que detrás de las denuncias hay otra cosa: “La denuncia post aborto es el último recurso que tiene un profesional objetor de conciencia para castigar a una usuaria que ha hecho algo con lo que él o ella no acuerda moralmente”.
Deza es parte de la Guardia de Abogadas Católicas por el Derecho a Decidir, que trabaja en Tucumán, La Rioja, Córdoba, Santiago del Estero, Jujuy, Formosa, Neuquén, Entre Ríos y Chaco. “Asistimos a mujeres que tienen derecho a la interrupción legal de embarazo y que de alguna forma ven obstaculizado el acceso a la salud. Nosotras vamos como abogadas, las asistimos y terminamos facilitando la práctica”, explica. También asisten a mujeres que fueron denunciadas cuando llegaron después de un aborto. La situación en Tucumán es crítica: es la única provincia de Argentina que no adhirió a la ley 25.673, que garantiza el acceso a la salud sexual.
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Agosto de 1976. Laura es estudiante de Psicología en la Universidad de La Plata y acaba de separarse. Tiene 25 años, se enreda con un amigo y cuando el atraso se prolonga sospecha que está embarazada. Desde chica sabe que quiere ser madre, pero en este momento sería un desastre: le falta mucho para recibirse, su amigo es unos años más chico, no quieren ser pareja. Entonces él, que es estudiante de Medicina, consigue un contacto y unos días después viajan juntos en auto hasta Berazategui. Buscan la casa de una partera. Es una casa de familia y Laura pasa un rato sentada en una sala de espera improvisada, hasta que la hacen pasar a un cuarto y acostarse en una camilla. El procedimiento es rápido y esa misma noche vuelven a La Plata. Por unos días, Laura tiene una hemorragia intensa. La clandestinidad de todo el asunto la aterra: tiene miedo de morir, en ese momento la posibilidad de ir presa no se le cruza por la cabeza. Entonces va a ver a su ginecólogo, un profesional de buenísima reputación, que la atiende y se da cuenta, pero no le dice nada. Su vida sigue: se recibe y vuelve a su ciudad natal. Durante años, conserva un miedo secreto: ¿y si quedé estéril? Finalmente, a mediados de los 80 tiene dos hijas a las que tarda 30 años en contarles que abortó.
En 1975, un año antes de que Laura abortara en Berazategui, el aborto se legalizó en Francia. El movimiento feminista francés tenía una aliada en el gobierno del conservador Jacques Chirac: la abogada, política y sobreviviente de Auschwitz Simone Veil, que en ese momento era ministra de Salud. Fue un proceso arduo y Dora Coledesky, una abogada argentina y trotskista que en el exilio se acercó a las feministas francesas, lo vivió bien de cerca y cuando volvió a Argentina en 1984 trajo el compromiso de militar esta causa acá.
En 1987, Coledesky armó la Comisión por el Derecho al Aborto y todos los lunes se plantó en la puerta de la confitería El Molino, frente al Congreso, juntando firmas con otras compañeras. Ese mismo año, Angélica abortó en una casona de Caballito, donde se juntan las avenidas Alberdi y Pedro Goyena. Tenía 17 años y su novio estaba en la colimba. Lo único que quería era despertar y no estar más embarazada. Su hermano la esperó afuera. “Fue un dolor tan grande, una carnicería”, recuerda ahora. “Me levanté mareada, vomité y me quise sentar pero la mujer me dijo que me tenía que ir.” Su hermano la metió en un taxi y ella pasó los días siguientes doblada en una cama. Pese al dolor físico, lo que siguió a esos días de convalecencia fue un alivio enorme.
En esos primeros tiempos, cuando Coledesky y otras mujeres juntaban firmas por la legalización del aborto, Nina Brugo estaba de acuerdo con ellas pero no se animaba a firmar. Abogada laboralista, recibida en la UCA, casada con un ex sacerdote y recién vuelta del exilio en Canadá, todavía tenía encima mucho tabú. “En esa época yo no juzgaba y me parecía bien que una persona tomara la decisión de abortar, pero todavía no lo visualizaba como un derecho. Ellas sacaban una revistita sobre la lucha por el derecho al aborto y ahí empecé a comprenderlo como una cuestión de derechos, para que las mujeres que tomaran esa decisión fueran protegidas y no fuera clandestino”, cuenta en su oficina de la calle Piedras mientras se prepara para ir a una reunión con sus compañeras. La Comisión creada por Coledesky creció en los Encuentros Nacionales de Mujeres (el primero fue en 1986) y fue el germen de la Campaña, que nació entre 2003 y 2004, en los ENM de Rosario y Mendoza.
Brugo tiene 74 años y es parte del grupo de abogadas y médicas que redactó el proyecto de ley que se presentó siete veces desde 2007. “Para el primer proyecto tomamos modelos de distintos lugares, hacíamos reuniones y después lo pusimos a consideración de todas las compañeras en una plenaria”, cuenta. Brugo y sus compañeras de la Campaña dicen que ahora “el aborto está despenalizado socialmente”. “Hablamos libremente del tema, antes era un tabú. Ahora se puede conversar, estar o no de acuerdo, pero hay una conversación cada vez más masiva”, dice Brugo, como maravillada.
Angélica también siente que ahora se puede hablar. El año pasado, 30 años después de ese primer aborto adolescente, volvió a pasar por una experiencia similar. Sólo que esta vez tenía 47 años y ahorros suficientes para pagar 17.000 pesos por un AMEU en una clínica cerca del Alto Palermo. Su hija más grande le dijo que había una forma de hacerlo en su casa, con pastillas, pero no se animó. Como antes, esta vez también tuvo mucho miedo de morirse. En el consultorio se encontró con otras en su mismo tránsito: mujeres de casi 50 que pensaron que no menstruaban porque estaban menopáusicas. La primera vez no quería ser madre tan joven, la última, no quería ser madre tan grande. Sus tres hijos y su marido la apoyaron en la decisión. Por eso el 19 de febrero, el día del pañuelazo frente al Congreso, se animó a publicar en su Facebook: “Yo aborté y quiero aborto legal”.
***
Amanece sobre la Patagonia y Ruth Zurbriggen maneja 45 kilómetros por una ruta de ripio hasta un pueblo cercano a Neuquén. En el auto van con ella una chica y un chico muy jóvenes, apenas superan los 20 años. Él es alumno de Ruth en un profesorado, ella su novia embarazada. Los dos son mapuches. Viajan hacia el consultorio de un médico para abortar. Su alumno la había llamado unos días antes para contarle qué pasaba: necesitaban interrumpir el embarazo y no sabían cómo hacerlo. Es el año 2010 y Ruth ya es una referente en Neuquén, fundadora con otras compañeras de la colectiva feminista La Revuelta, que trabaja fuerte en el acompañamiento de mujeres en situación de violencia y reclama la legalización de aborto. Ni ella ni La Revuelta tienen relación con el médico: solamente saben que en ese consultorio hacen abortos.
Tienen que quedarse varias horas, así que Ruth los deja y vuelve a Neuquén a trabajar. “Abracé a ese chico de una manera que sentí que nunca me iba a soltar”, recuerda ahora, ocho años más tarde, desde su casa de Neuquén. Después de ponerle misoprostol en la vagina a la chica embarazada, el médico los mandó a un hotel a la vuelta del consultorio. “Ah, te manda el doctor”, les dijeron cuando llegaron. El médico no les había avisado que también ahí tenían que pagar. Tiempo después, Ruth y sus compañeras de La Revuelta identificarán esos días –el viaje, estar pegadas al teléfono esperando novedades, la incertidumbre de no saber qué estaba pasando– como un momento de inflexión. “Ese día sentimos que ahí había un grado de violencia y de racismo tan fuerte que dijimos ‘esto tiene que cambiar’, como activistas feministas no podemos seguir solamente reclamando el aborto legal, seguro y gratuito y que las mujeres que necesiten abortar no tengan otro tipo de respuesta que no sea el aborto clandestino a manos de estos crápulas”.
Así empezó el Socorro Rosa, un dispositivo de acompañamiento a mujeres que quieren abortar que se nutrió, entre otras cosas, del trabajo que ya hacían desde Lesbianas y Feministas por la Descriminalización del Aborto, la primera agrupación en Argentina en gestionar una línea informativa y en publicar en 2010 el manual Todo lo que querés saber sobre cómo hacer un aborto con pastillas, una suerte de fanzine super completo en PDF que todavía circula.
Los primeros acompañamientos no estaban sistematizados: se encontraban un ratito con una mujer en una esquina, una plaza, medio a las corridas, le daban un folleto con la información y le decían en qué farmacias de Neuquén vendían el misoprostol, que en esa época se conseguía bastante fácil. Con el tiempo fueron sistematizando el trabajo: armaron unas fichas donde recogían algo de información básica y, cuando las analizaron por primera vez en 2011, después de sus primeros 130 acompañamientos, notaron que el 30% había llegado a ellas derivadas por personal del sistema de salud. Hoy el laburo está aceitado y super sistematizado. Al Socorro Rosa de Neuquén se fueron sumando nuevas “grupas” por todo el país –hoy la red tiene unos 40 nudos, alrededor de 200 socorristas activas– que una vez por año se juntan en plenarias multitudinarias para debatir y analizar cómo seguir trabajando.
Laura, Lucía y Florencia se definen como aborteras. Viven en La Plata y militan en la Colectiva Decidimos, una de las grupas que forman parte de Socorristas en Red. Ser socorristas para ellas no es tanto una actividad como una identidad. Todas en algún momento fueron Rosa –así llaman a quien atiende la línea pública– y todas acompañaron telefónicamente a mujeres mientras transitaban sus abortos: algunas estaban solas, otras rodeadas de amigas o acompañadas por sus parejas.
El teléfono puede sonar en cualquier momento: es un pequeño aparato no smartphone que nunca –nunca– se apaga. Puede, eso sí, pasar algunas horas en silencio mientras la persona que ese día lo lleva encima trabaja, duerme o estudia. Todas las llamadas perdidas son respondidas. “Los días que te toca atender el teléfono directamente sos Rosa”, dice Florencia, que tiene 32 años y trabaja en una librería. “No sos Florencia, ni Laura, ni Lucía... Es muy agitado porque te llaman hasta las tres de la mañana. No sólo llaman personas que quieren abortar sino capaz alguien que está abortando y encontró el número, o personas que ya lo hicieron y les falló y están con un sangrado.”
Lucía una vez anotó todas las formas en las que las mujeres empiezan la llamada. “Nunca dicen estoy embarazada o quiero un aborto. Te dicen estoy en una situación, tengo un conflicto. Muchas veces llaman las amigas y dicen viste lo que pasa, te llamo por eso...”. También ponen excusas: “Me pasó tal cosa y por eso quedé embarazada”. Rosa siempre pide hablar con la persona embarazada y hace varias preguntas de rutina: fecha de la última menstruación, método con el que se confirmó el embarazo, factor sanguíneo. Siempre aclara que no son médicas ni enfermeras y tantea para ver si la persona que llama está atravesando una situación de violencia o si es posible encauzar el aborto en un ILE. En esos casos, “la Colectiva” articula con centros de salud a los que ellas llaman “amigables”, donde saben que las mujeres van a ser tratadas bien y se van a respetar sus derechos.
Mucho antes de sumarse a la Colectiva, Laura llamó porque necesitaba abortar. Se acuerda y se ríe porque lo hizo a las siete de la mañana, estaba muy ansiosa. Ahora, cuando le toca ser Rosa, esa experiencia le sirve para ponerse todavía más en el lugar de la otra persona, que muchas veces está nerviosa y quiere resolver su situación cuanto antes: “Tratamos de ser amorosas en el sentido de que es una escucha desprejuiciada, no es necesario que me expliques por qué llegaste a esta situación. Queremos transmitir un poco la calma, la amorosidad, la sororidad: acá estamos, somos un montón, no estás sola”.
La conversación puede durar 20, 30 minutos o más. A algunas les tiembla la voz mientras hablan, otras nunca más vuelven a contestar el teléfono. Rosa pasa toda la información que recopiló en la llamada a las duplas que esa semana hagan los talleres. Siempre son en lugares públicos, un bar, una estación de servicio, una plaza. Las personas que están embarazadas pueden ir acompañadas, pero cuando llenan “la protocola” –una ficha con información detallada– lo hacen a solas con la socorrista. Es un momento íntimo que además sirve para detectar violencias. “Los talleres son en lugares públicos porque nosotras intentamos sacar el aborto del tabú, de lo oculto. Y son grupales para dar cuenta de que somos un montón de personas las que atravesamos esa situación en algún momento de nuestra vida”, explica Florencia. En un taller pueden encontrarse una profesora con una alumna, las dos buscando abortar, o dos vecinas o dos primas. Muchas veces, mientras abortan, no sólo hablan con la socorrista. A veces se arman grupos de WhatsApp entre ellas y comparten información sobre el tratamiento, o sobre cómo conseguir la medicación. Algunas, incluso, se hacen amigas.
La Organización Mundial de la Salud recomienda el tratamiento con misoprostol después de la semana siete. Cuando una mujer llama y está, por ejemplo, en la semana cuatro, esa espera puede ser una eternidad. Mientras tanto, Rosa les recomienda que se hagan una ecografía para confirmar la semana de gestación, que lean toda la información que hay colgada en la página web de Socorristas, para que entiendan cómo funciona la medicación: por qué se utilizan 12 comprimidos y no más ni menos, por qué debe elegirse un método de colocación, vía oral o vía vaginal, etc. Muchas mujeres llegan al teléfono rosa después de haber sido mal asesoradas por un médico o médica que les indicó ponerse dos pastillas por la vagina y dos por la boca.
Socorristas en Red es parte de la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito, pero en estos años desarrollaron algunos reclamos específicos: no piden sólo aborto legal, sino aborto libre, y no sólo en el hospital sino en cualquier lugar. En las marchas brillan con pelucas cortas y rosas que contrastan con el verde de los pañuelos. “Queremos que el aborto sea legal, porque sabemos que no todas las mujeres van a llegar a nosotras”, explica Zurbriggen, “pero nosotras también queremos que el aborto sea libre y feminista: un aborto en el que la protagonista fundamental es la persona que está pasando por esa decisión, una práctica que se ocupe del acompañamiento y no de buscar cuáles son los motivos que lo justifiquen”. Sacar el aborto de la oscuridad: pensarlo también como un acto de afirmación, de libertad. Una práctica que acompaña a la mujeres desde siempre y que lleva siglos silenciada.
Ruth recuerda especialmente el acompañamiento que hizo a una mujer gitana de 24 años. Tenía cuatro hijos y el teléfono roto. No iban a poder acompañarla así y en persona era imposible, su marido no podía enterarse. Por eso, cuando recibió su llamada, se sorprendió. “¿De quién es este teléfono?”, le preguntó. “Es de mi marido. Le dije porque él tiene que entender que yo no quiero tener más hijos y este proceso ya está desatado y no se para”, le respondió. “¿Y qué hizo?”. “Me dio su teléfono para que pueda hablar con vos.” El aborto, dice Ruth, también puede ser eso: la posibilidad de decir que no. “El aborto te apodera, es un acto de poderío, aunque tengas que hacerlo en condiciones de extrema vulnerabilidad, a escondidas de tu marido: aun en el silencio más horrible, cuando la mujer decide ‘no’, está demostrando su poder”.
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