Abajo los autos. Críticas hacia el mundo de las cuatro ruedas
Aunque haya cada vez más vehículos hay una tribu, la de los indignados por los autos, que asegura no envidiar a ningún conductor y, además, ser felices peatones
Los argentinos aman los autos. Para la gran mayoría no sólo son autos, sino también símbolos gráficos móviles que los alientan susurrándoles al oído sos los más grande, nada te detiene . Hay un culto hacia lo automovilístico que exalta las muchedumbres universales. Dicen que atrás de todo gran hombre hay un gran automóvil y que, en nuestro país, el auto es una de las principales causas de infidelidad en la pareja, debido a que el marido -en estos casos- ama a su auto más que a su mujer e incluso, que al resto de su familia.
En los últimos trimestres las cifras muestran un marcado aumento en las ventas de la industria automotriz y la tendencia indica que cada vez habrá más vehículos circulando por las calles y rutas argentinas.
Sin embargo hay una minoría silenciosa que desacelera esta pasión automovilística, se mueve a pie y es mucho más amiga de la lentitud. Ese grupo se indigna frente al mundo de las cuatro ruedas y esgrime razones intentando hacer un alto y reflexionar para poder transitar un mundo mejor y en paz, donde haya respeto para el caminante.
El pensador Roland Barthes (1915-1980) afirmó que los autos "son casi el equivalente a las catedrales góticas: significan la máxima creación de una época, están diseñados por desconocidos y son consumidos por toda una población que se los apropia como un objeto puramente mágico". Pero, en su época, el escritor estadounidense William Faulkner (1897-1962) refería que "un paisaje se conquista con las suelas del zapato, no con las ruedas de un automóvil". Y el también escritor estadounidense Jerome David Salinger (1919-2010) expresó en cierta oportunidad: "No me gustan los coches. No me interesan. Ni siquiera los antiguos. Preferiría tener un caballo. Al menos, un caballo es humano, por la gracia de Dios".
Elba Gregorini, aunque es devota de Paul Auster, coincide con Salinger y más: confiesa que nunca manejó en sus 90 años. "No me gustan los autos ni las máquinas ni sus ruidos. Contaminan, son caros y transforman a los conductores en seres egoístas y, a veces, en criminales cobardones. " Para el estudiante de Ciencias Exactas Martín Farragoza, de 22 años, "el automóvil es un juguete carísimo". Según él conviene toda la vida viajar en taxi o remise o caminar. "Soy gran caminante. Sólo creo necesario un auto durante las fiestas de fin de año. La gente cada vez maneja peor y hay más accidentes en nuestro país que en la India", asegura. Otro pensamiento similar es el de Marcelo Borrell, que se suma a favor de las dos ruedas y prefiere movilizarse por la ciudad en su bicicleta, protegido por casco, guantes y rodilleras. El ciclista remarca lo peligroso que es circular por el microcentro y el Centro los días de semana. "Falta respeto, y dos sentidos: el de circulación y el común. En la calle convivimos autos, colectivos, paseadores de perros, deliveries en motos y patines, madres con cochecitos con bebes y peatones distraídos que cruzan mandando mensajes de texto desde su celular sin fijarse en la luz del semáforo."
Hay vida más allá del auto
Entre los ex automovilistas, Rodolfo Bettini tiene algo para contar. "Nunca pude tener un auto nuevo. Siempre compré usados y con lo que gasté en los talleres, sin exagerar, creo que hoy tendría una limusina. El auto usado es otro tipo de maldición. Eso sí, te aseguran dos días de felicidad inolvidable: el día que lo comprás y el día que lo vendés."
Arturo Yahnni, es un comerciante de autopartes, nacido en Boulogne hace 63 años. Fue dueño de unos 30 autos durante su vida y hace alrededor de tres años, debido a un accidente en la ruta, dejó de manejar para siempre. "Soy doblemente feliz. Primero, porque salvé mi vida y segundo, como no manejo más, ahorro energía que antes desperdiciaba en horas de tránsito pesado porteño. No invierto más fortunas en estacionamientos ni en manutención de motores, carrocería, patentes, seguros y, por sobre todo, en miedo. No temo más que me lo roben, destruyan o incendien en una manifestación. Ya no me aterra más conducir por la Panamericana. Ahora soy un caminador hecho y derecho, y no soy un esclavo de las horas pico ni de las colas para cargar combustible. Me río al ver cómo la gente sufre como yo lo hacía dentro de costosas naves detenidos por embotellamientos y cortes de calles. Hoy dedico ese tiempo a encontrarme a tomar algo con mis amigos y a disfrutar lo mejor que tiene la Ciudad, las mujeres, que sólo pueden ser admiradas en todo su esplendor en la calle, caminando en forma distendida. Tal vez gaste un poco más las suelas de los zapatos, pero quién me quita lo andado."
El oftalmólogo Esteban Arce, de 49 años, manifiesta de forma clara su enojo con los malos conductores: "Nunca se ponen en el lugar del peatón. El egoísmo nacional se demuestra en la calle. Es la manera en que los argentinos nos comportamos en las demás actividades públicas y privadas. Basta verlos en el semáforo con el dedo en la nariz o encerrando a otros. No es casual la gran cantidad de accidentes diarios. Recuerdo que el corredor Gastón Perkins decía: Si uno frena, dos no chocan . Hoy nadie frena ni disminuye la velocidad. Se ríen de las cámaras". Y casi un análisis sociológico es la opinión del arquitecto Mario Lugones, de 59: "Lo más absurdo es que esta pasión por los autos se ve más acrecentada en los jóvenes, que viven con los padres y en lugar de tener su propia casa ahorran para poder comprar su auto. Y andan como locos con más ganas de correr que de frenar. Es un problema de educación y de frivolidad. Recuerdo una parte de un poema del español Enrique Jardiel Poncela, (1901-1952) de los años 50, pero muy actual:
"Prisa. Bolsa. Sobresalto.
Y dólares. Y dolor:
un infinito dolor
corriendo por el asfalto
entre un Chevrolet y un Ford".