A cien años del nacimiento de Guastavino
Uno de nuestros grandes compositores
Hace cien años nacía en la ciudad de Santa Fe Carlos Guastavino. Era el 5 de abril de 1912. Y en esa misma ciudad, se despidió para siempre, postrado, extraviado en un geriátrico, y solo, el 29 de octubre de 2000.
El compositor que desde el escenario de Cosquín irradió hacia todo el país una de las más bellas melodías de nuestro folklore: "La tempranera", sobre versos de su amigo y poeta partenaire León Benarós, nos dejó un tesoro de música inspirada en el paisaje natural y humano de esta tierra que amó. Aquella zamba que iluminó a tantos festivales de folklore en los tiempos de devoción y respeto por lo auténtico, le abrió las puertas para que el mundo celebrase, en otras bellísimas canciones, su genial inventiva.
Después, muchos tenores quisieron lucir su voz, sin percatarse de la recóndita ternura de "Pueblito, mi pueblo", en los transidos versos de Francisco Silva. Hubo quienes, como Joan Manuel Serrat, acogieron, temerarios y a su modo, la exquisita melodía que Guastavino inventó para la alta poesía de Rafael Alberti en "Se equivocó la paloma".
Por su lado, muchos cantantes clásicos expandieron, acompañados por piano, otro repertorio de Guastavino: ya recopilaciones de autores anónimos ("Desde que te conocí", "En los surcos del amor" y "Arroyito serrano"), ya las deliciosas "La rosa y el sauce", "Mi viña de Chapanay", "Bonita rama de sauce" y "El sampedrino", entre otras.
Todo esto, además de la "Milonga de dos hermanos", con letra de Jorge Luis Borges, y el célebre "Bailecito, para piano", que recorre el mundo.
Guastavino es el músico argentino de la música llamada "culta" o "académica" (que con ella inició su trayectoria pianística en conciertos ofrecidos en Europa y Oriente), pero que se impregnó, más que ninguno de sus predecesores, de esas resonancias que están en el aire de esta tierra argentina para crear y legarnos ese "folklore imaginario" del que hablaba Béla Bartók, el músico húngaro que rescató en las aldeas de su Hungría.
Músicos de la talla del gran compositor y guitarrista salteño Eduardo Falú dedicaron un disco completo a las canciones de Guastavino y a obras para piano, como el ya citado "Bailecito" más las dos –de las diez– cantilenas "Santa Fe antiguo" y "Santa Fe para llorar". Y con la Camerata Bariloche, las tres partes de "Jeromita Linares".
Carlos Guastavino compuso varios ciclos: "Doce canciones populares" "Flores argentinas", "La edad del asombro" , "Los ríos de la mano", "Quince canciones escolares"; otras "Siete canciones", con Alberti; "Tres canciones de cuna", y más, siempre con poemas de Yupanqui, Lima Quintana, Alberti, Gabriela Mistral, Benarós.
Pájaros, árboles y flores rodearon en mágico círculo el paisaje bucólico del gran músico. También niños, personajes o padres de la patria.
Guastavino había estudiado música con el eminente pedagogo Athos Palma en Buenos Aires. De niño garabateó sobre el teclado, antes de saber leer y escribir, con la guía de su primera profesora Esperanza Lothringer. Más tarde, Guastavino alternó su actividad creadora con giras de concierto como pianista por América latina, Europa y Oriente.
En su pequeño y humilde departamento, las hileras de productos químicos en las paredes daban fe de aquella primera predilección química y su interés por la ciencia, que hacía buenas migas con su amor por la música y la naturaleza, como un escudo contra la soledad. Era un ser humano tímido, solitario, refinado, culto, que se negaba obstinadamente a mostrarse en público, que sabía de sus dones, pero que los aceptaba como regalo del cielo. Uno pudo comprobar que tras esa fachada de hombre serio y circunspecto, anidaba un niño hipersensible, capaz de emocionarse y llorar frente a la belleza de un gesto o al contemplar algún amanecer o una flor.
Allí escribía su música entre las cuatro y las once de la mañana. "En un papel pentagramado escribo notas; cifro los bajos; todo muy rápido, no puedo parar… es como si estuviera poseído. De pronto, cuando me doy cuenta de que encontré lo que quería, me pongo de pie, hago gestos, camino, doy vueltas, río o lloro… y doy gracias a Dios. La música sale sola, y no soy responsable: una parte de mi cerebro tiene música."
Las melodías inaugurales parecen dictarle esas armonías tan afines a compositores románticos, como Schubert, Brahms, Mendelssohn, Schumann. Por eso, en Europa lo llaman "el Schubert argentino", pero siempre a partir de las esencias mismas de nuestra tierra, imbuidas de valores tradicionales, pero jamás atadas al tradicionalismo.
Carlos Guastavino siempre se negó a enrolarse en la "nueva música" que proclamaba el compositor vanguardista Juan Carlos Paz y siguieron esa estética, como Alberto Ginastera. No quiso ingresar en el atonalismo o dodecafonismo de la Escuela de Viena (Schoenberg, Berg, Webern). Por esta autoexigencia e intransigencia pudo soportar, no sin dolor, las críticas presuntuosas. La compensación fue el culto que de él hicieron directores de coro, cantantes, intérpretes del piano, de guitarra y grupos de cámara. En este sentido, cuando pudo comprobar, en sus últimos años, que el director de coro Carlos Vilo asumía con amor y respeto sus obras corales, su inventiva pareció despertar de un largo letargo. Un nuevo empuje, un nuevo estímulo se le presentaba a Guastavino, y volvió a componer febrilmente para el Ensamble de Vilo, feliz, como un niño.
Intérpretes como el pianista argentino Luis Ascot junto con el barítono Marcos Fink, la guitarrista argentina Isabel Siewers honran su música.
A esto se suma el rescate del sello Cosentino en los tres discos con su obra integral para piano, en excelentes versiones de Marcela González, Dora de Marinis, Alejandro Cremaschi, Julio Ogas, Mauricio Löfvall, Elena Dabul, Fernando Viani y Martín Bucki.
La música maravillosa de Carlos Guastavino seguirá recorriendo caminos con las palpitaciones de tierra adentro. Su tributo a nuestros ancestros, que no morirá jamás.
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