Las grandes tragedias tienen una doble cualidad: no solo se marcan a fuego en el inconsciente colectivo como un antes y un después, una marca roja en el calendario de la sociedad, también producen un efecto de foto emocional de la noticia. El incendio del boliche de Once que regenteaba Omar Chabán, y que causó la muerte de 194 personas y al menos 1.400 heridos mientras tocaba la banda Callejeros, es uno de esos momentos: el recuerdo preciso de dónde estabas, con quién y cómo te enteraste de la tragedia de República Cromañón está tan adherido en la memoria como el hecho en sí mismo.
El 30 de diciembre se cumplen 15 años de esa noche, la última de 2004, cuando alguien prendió adentro del local de la calle Bartolomé Mitre al 3000 una bengala que impactó en una media sombra que estaba apoyada en el techo sobre una guata recubierta por planchas de poliuretano, que rápidamente se incendió. El efecto fue mortal con el humo negro que asfixiaba y cegaba, y el derretimiento del material que caía sobre la gente. La investigación judicial descubriría varias irregularidades: una de las salidas de emergencia estaba cerrada con candado y alambres, otras con vallas; el lugar estaba habilitado para mil personas y, según consta en la causa, esa noche había más de tres mil; la habilitación de Bomberos estaba vencida hacía un año, el local debía estar clausurado y se comprobaron sobornos a un agente de la Policía Federal. Después de un largo juicio, Omar Chabán, su socio y el policía fueron sentenciado a 10 años de cárcel por incendio doloso calificado y cohecho pasivo. Chabán enfermó de cáncer en la cárcel y murió detenido en 2014. Los miembros de Callejeros también fueron juzgados y condenados como corresponsables de la organización del show, con penas de cinco a siete años, que ya cumplieron.
El 2 de enero de 2005, una semana después del incendio, el entonces jefe de gobierno porteño, Aníbal Ibarra, firmó un decreto que prohibía por 15 días todo espectáculo musical en vivo en un local bailable y revocaba todas las habilitaciones. Y lo que siguió fueron meses de silencio sepulcral: la potente vida cultural porteña de repente entraba en coma.
El impacto no fue solo en Buenos Aires. En muchas ciudades del interior del país los recitales se mudaron de los sótanos a las plazas: en Bahía Blanca, en Neuquén, en Mar del Plata, las bandas empezaron a organizar fechas al aire libre porque los bares o estaban clausurados o no se animaban a programar música en vivo.
Es imposible hablar sobre una política a nivel nacional porque cada municipio establece su código de habilitaciones, que implementa a través de ordenanzas. Hasta 2007, en Buenos Aires, la encargada de habilitar y controlar los locales bailables y espacios para recitales era la Dirección de Fiscalización y Control. Su titular, Fabiana Fiszbin, fue condenada a dos años y ocho meses de prisión por incumplimiento de los deberes de funcionario público por el incendio en Cromañón.
Hoy en la Ciudad de Buenos Aires funcionan casi 500 espacios culturales independientes: cuatro por kilómetro cuadrado. La mayoría no existía antes de Cromañón. Son espacios chicos, de menos de 600 metros cuadrados (Cromañón tenía 1.800), donde no entran más de 300 o 350 personas. La voluntad de la mayoría de los espacios es cumplir con las normas. "Cromañón construyó una generación de gestores, gestoras, músicos, músicas, y públicos que reflexionan mucho más profundamente sobre el cuidado y el valor de la seguridad a la hora de producir", dice Juan Aranovich sentado en una de las oficinas del Centro Cultural Matienzo, que fundó con amigos en 2008, cuando Buenos Aires empezaba a despertar de la pesadilla. Para Aranovich, esta nueva generación, ya más identificada con las ideas de independencia y autogestión que con la idea de "under", es heredera de esa noche del 30 de diciembre: lo que construyeron fue una identidad no en torno a lo oculto sino a la visibilidad.
Mauricio Macri creó la Agencia Gubernamental de Control en 2007, cuando asumió como jefe de gobierno. El primer titular fue el ex juez Federico Young. Su designación fue uno de los primeros escándalos de su gobierno, porque Young había justificado los crímenes de la última dictadura y patrocinaba charlas de Cecilia Pando. A Young lo siguieron Raúl Oscar Ríos, un dirigente de Boca que dejó el cargo cuando en 2010 se derrumbó un gimnasio en Villa Urquiza, y Javier Ibáñez, que venía del club Atlanta y tuvo que renunciar cuando se conoció un video en el que se lo veía con un cinturón en mano en medio de una pelea con hinchas de Chacarita. El último titular del gobierno de Macri fue Juan José Gómez Centurión, mayor retirado del Ejército que pasó a la Aduana cuando Macri se convirtió en presidente.
El nacimiento de esta nueva generación de centros culturales post Cromañón se dio a la par del endurecimiento de los controles y la política de habilitaciones. La llegada de Macri al Gobierno de la Ciudad inauguró una nueva etapa –Aranovich la recuerda como un momento de clausuras "voraces"– que, al mismo tiempo que puso en crisis al sector, se convirtió en un caldo de cultivo perfecto para la organización. "La respuesta de Macri fue punitivista, había clausuras por todos lados y la legislación que existía tampoco te daba muchas herramientas para defenderte", recuerda Aranovich. "Los inspectores no conocían la normativa y frente al desconocimiento la definición siempre era clausurar".
La respuesta a esa situación fue la unión. En esos años nacieron las primeras asociaciones de la escena independiente, como el Movimiento de Espacios Culturales y Artísticos (MECA) y los Espacios Escénicos Autónomos (ESCENA), que impulsaron cambios en la legislación que les permitieran en la Ciudad no solo funcionar, sino existir. Así nacieron primero la ley de teatros independientes en 2006, la de centros culturales independientes, que se sancionó en dos partes, en 2014 y 2016, los decretos que reglamentan el funcionamiento de los clubes de música en vivo y las peñas y milongas. En 2018, un poco como culminación de este proceso entre el Estado, los espacios y las organizaciones que los nuclean, la Legislatura porteña sancionó la Ley de Espacios Culturales Independientes que engloba a todos los rubros anteriores.
Martín Iommi, fundador y dueño de los centros culturales Ladran Sancho y Zorra Bar, define la gestión de Gómez Centurión frente a la AGC como "desastrosa" porque "había una actitud muy persecutoria hacia los espacios". La llegada de Horacio Rodríguez Larreta al gobierno porteño cambió un poco el escenario. "Si bien yo soy opositor a la política de Rodríguez Larreta", dice Iommi, que fue comunero porteño entre 2011 y 2015, "lo cierto es que en estos últimos años la AGC generó un cambio muy importante en el sentido de empezar a considerar a la agencia como un lugar que no solo controla y garantiza la seguridad sino que puede ayudar a que exista un desarrollo económico, porque un gobierno que clausura como método de estigmatización de los centros culturales no está leyendo que son pequeños comercios, pymes, asociaciones civiles que generan trabajo y permiten que un montón de personas puedan vivir gracias al desarrollo de la cultura".
Para Soledad Martínez, abogada y miembro de la Asociación de Abogados Culturales, que desde 2012 trabaja acompañando y asesorando a los espacios culturales en el proceso de habilitación, el gran problema que hay hoy en la Ciudad es que la AGC trata con la misma vara "a lugares que tienen una capacidad de 50 personas y a lugares donde entran más de mil".
En 2007, dos años después de Cromañón, la Legislatura porteña sancionó la ley N° 2.553, que establece un parámetro de criticidad para clasificar actividades como más o menos riesgosas según una batería de características. Según esta ley, todos los establecimientos donde se realizaran actividades nocturnas y con gran afluencia de público eran considerados críticos. Que la noche sea la madre de todos los males es una herencia de Cromañón. "Todo aquello que viene después de las nueve de la noche tiene un nivel crítico en términos de controlar las cuestiones de seguridad", explica Martínez. "Por eso las inspecciones grandes se hacen más de noche: no es lo mismo que un lugar esté explotado a la tarde que a la noche".
Lo que en teoría controla una inspección es que estén dadas las condiciones para evitar siniestros: que esté señalizada la salida, que haya matafuegos, que la conexión eléctrica sea segura, que haya ventilación, que no esté sobrevendido o no haya más gente de la permitida. "El problema", dice la abogada, "es que muchos inspectores desconocen el rubro de teatro independiente, o la ley de centros culturales, y muchas veces las inspecciones en estos lugares más chicos y autogestivos, en vez de pensar en cómo prevenir y cómo charlar con el lugar, los clausuran por las dudas, con el argumento de que evita un mal mayor". Hoy, el monto mínimo para levantar una clausura es de 150.000 pesos.
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Mientras los espacios culturales independientes se organizaban para resistir las clausuras sistemáticas, el 10 de septiembre de 2010, en un bar porteño de Scalabrini Ortiz al 1600 llamado Beara Lounge Club, un entrepiso destinado a VIP cedió mientras cantaba Ariel Puchetta, ex líder del grupo tropical Ráfaga, y murieron dos chicas aplastadas, Ariana Lizarraga, de 21 años, y Paula Provedo, de 20. Otras 150 personas sufrieron lesiones graves.
Beara estaba habilitado por el gobierno porteño como restaurante y bar, pero era utilizado para organizar recitales. La Sala VII de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional resolvió en diciembre de 2018 procesar a cuatro policías acusados de homicidio culposo y cohecho, a los seis dueños y al encargado del local. De acuerdo a la resolución del Juzgado Criminal y Correccional N°45, los policías imputados recibieron sobornos mensuales entre 2007 y 2010 por parte de los locales Beara y Caramel, que estaban pegados, para que pudieran funcionar para lo que no estaban habilitados. Este punto sería uno de los factores que provocó el colapso del entrepiso. Después de Beara, la Ciudad creó la norma que exige un certificado emitido por un arquitecto que establezca cuál es el nivel de sobrecarga de los entrepisos.
Lo mismo sucedió después del 15 de abril de 2016, cuando cinco jóvenes murieron en la fiesta electrónica Time Warp de Costa Salguero. Como Cromañón, esa noche también marcó un antes y un después en la escena electrónica: durante siete meses (sanción de Ley de Eventos Masivos mediante) no hubo ninguna fiesta en la ciudad y la versión local de Creamfields -una de las más populares del mundo para la franquicia británica- no volvió a realizarse en Argentina.
En la causa judicial, que ya pasó por tres jueces y dos fiscales y tiene 38 imputados, se investiga a los organizadores del evento, a policías y prefectos, a vendedores de pastillas y a los inspectores del gobierno porteño. El centro de la investigación es el motivo por el que las temperaturas corporales de los chicos eran superiores a los 40 grados, y si la muerte fue causada por deshidratación y hacinamiento. El juicio todavía parece estar lejos.
Aquella noche las canillas de agua potable de los baños estaban cerradas, y como las pastillas de éxtasis dan mucha sed y producen deshidratación, la gente estaba obligada a comprar la botella de agua Block. Según los testimonios en la causa, a medida que pasaban las horas el agua salía más cara, y llegó a costar 100 pesos (en ese momento, unos siete dólares). Uno de los imputados es el abogado Víctor Stinfale, empresario vinculado a Energy Group y DELL Producciones, comercializador del agua Block.
El predio de Costa Salguero estaba habilitado para 13.000 personas y había casi 20.000. Y, como si fuera poco, solo había dos ambulancias con personal inexperto. "Se sabe que en estas fiestas se toma éxtasis, no fueron a un pelotero, pero entonces ¿qué hizo la organización para protegerlos? Ellos armaron el negocio del agua y dejaron entrar el doble de gente. Los funcionarios podrían haber suspendido la fiesta y no lo hicieron, los prefectos también estaban ahí, vieron todo", le dijo Laura Orellano, mamá de una de las víctimas fatales, a Clarín.
En septiembre de 2016, cinco meses después, la Ciudad aprobó una ley de eventos masivos. "Las normativas se adaptan a las tragedias", dice Martínez, de Abogados Culturales. "Se arman normas para estos lugares cuando pasan las cosas y después se las aplican a todos: lo mismo al teatrito que tiene 50 localidades que al boliche bailable".
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El 30 de diciembre de 2004 marcó a toda la sociedad, pero lo hizo de manera especial en el rock nacional. Omar Chabán, protagonista indiscutido de la creación de la escena under durante la década del 80, primero con su legendario Café Einstein y luego con el supra legendario Cemento, se había consolidado como el escalón previo para dar el "salto al mainstream". Había que triunfar en Cromañón antes de pasar a un estadio grande. Con la clausura de ese lugar y la desaparición de su figura, sumado a la legislación super estricta que clausuró todos los lugares de la Ciudad, que no pudieron invertir en la adecuación de sus espacios, el rock nacional se vio profundamente golpeado. Las movidas emergentes quedaron excluidas de la Ciudad: sin lugar donde tocar, sin poder producir, sin ganar plata de la música, sin público.
"Fue muy complicado", dijo a Rolling Stone en el décimo aniversario de la tragedia el manager de varios grupos indie Alejandro Almada. "En ese momento laburaba con bandas de garage que movían 300 o 400 personas. Y absolutamente todas las bandas que movían esa cantidad de gente, o incluso un poco más, dejaron de laburar". Fue ahí que empezó a manejar a Él Mató a un Policía Motorizado, la banda platense que recién estaba dando sus primeros pasos. "Pero hubo un gran problema: los pocos lugares que conseguían la habilitación eran fenicios disfrazados de centros culturales, eran tan caros que tenías que llenar el lugar solo para pagar el alquiler. Esos primeros dos años fueron los peores. Nunca vi nada así", dijo quien fuera el manager de Peligrosos Gorriones, Los Natas, y Turf, entre otros.
La salida empezó a estar en las provincias: crecieron las plazas de Córdoba, Rosario y Mendoza. Nació una nueva generación de indie-rock en La Plata. Sin embargo, moverse y tocar en distintos lugares no es tan fácil. "La territorialidad de este país es un problema", dice Ana Poluyan, vicepresidenta de Asociación Civil de Managers Musicales Argentinos, que nuclea a más de cien managers. Gerardo Rojas, que trabaja con Dancing Mood, es el presidente.
"Los artistas quedan a merced de cada municipio, porque todos cuentan con regulación distinta. Si podemos establecer una unificación vamos a avanzar hacia la profesionalización de la industria de la música, que es ahí donde radican todos los problemas, incluso creo que fue lo que pasó en Cromañón", explica Poluyan. Para ella, producir fechas o giras es cada vez más caro por esas diferencias entre las normativas de cada ciudad y porque aún trabajan en condiciones irregulares. "Por ejemplo, no hay micros habilitados para transporte de pasajeros y cargas al mismo tiempo. Si nos pasa algo en la ruta no estamos cubiertos", dice la manager de Los Pericos.
Como en cada municipio y provincia la reglamentación para habilitar un espacio para un show es distinta y participan diversos actores estatales, desde Bomberos, Policía, Salud hasta inspectores de la más diversa índole, en 2015 los actores de la industria musical comenzaron a trabajar en un documento unificador. Los managers de música (ACMMA), los productores teatrales (AADET) y el Instituto Nacional de la Música (INAMU) trabajaron tres años en la redacción de un protocolo nacional que funcione como un marco de referencia para eventos artísticos masivos en lugares no habilitados para ese fin. En noviembre de 2018 el documento logró la adhesión del Consejo Federal de Cultura y la Secretaría de Gobierno de Cultura de la Nación.
"La aplicación del protocolo no es del todo eficaz aún", dice Ana Poluyan. "Queríamos hacer algo que unificara la reglamentación de cada lugar, para no llegar a lo que pasó, por ejemplo, en Olavarría, donde el municipio se basó en sus propias reglas y no eran las adecuadas para un evento de esa magnitud. Queríamos estandarizar la normativa". Si bien no es de aplicación obligatoria, el protocolo está hecho para que cada municipio, productor y manager lo use cuando tenga que recibir u organizar un show de música de gran escala. "La legislación actual es inexistente o muy dispar entre las jurisdicciones, lo que puede aumentar los riesgos para el público y perjudicar el desempeño de los miembros de la industria".
Poluyan se refiere al show del 11 de marzo de 2017 que Carlos "Indio" Solari dio en Olavarría. El que se convirtió en el último show en vivo del ex líder de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. En aquel recital en el predio La Colmena, asistieron más de 200.000 personas, casi un 25% más del máximo habilitado, y murieron dos como consecuencia de una avalancha humana. El juicio está pronto a ocurrir y están imputados los productores del evento y un socio por los homicidios de Juan Bulacio, de 36 años, y Javier León, de 42. No se probó la responsabilidad del músico y no se lo imputó. En el pedido de elevación a juicio, el juez Carlos Villamarín resaltó que la fiscalía tenía elementos para avanzar en la investigación y posible imputación de los funcionarios municipales, pero no lo hizo.
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¿De qué hablamos cuando hablamos de seguridad? ¿Qué significa que el Estado "nos cuide"? Después de Cromañón, la respuesta no admitía matices: el índice de cuidado iba de la mano de la cantidad de clausuras realizadas por el gobierno. "Todavía está vigente la idea de que clausurar espacios te da legitimidad como gobierno", dice Aranovich, del Centro Cultural Matienzo. Hubo una época, recuerda, en que la AGC publicaba en su página cuántas clausuras llevaba hechas. Cuidar era clausurar.
Él no cree que sea tan simple. "Vivimos en una época en la cual la lógica de la seguridad es prohibir. Pero si vos me preguntás si nos está cuidando, yo te digo ‘nos está prohibiendo’, lo que de alguna manera u otra a veces desencadena en un cuidado". Pero, para Aranovich, si la agenda del Estado fuera esa, el foco no estaría solo puesto en lo que pasa de la puerta para adentro de los espacios. Lo que él propone es un paradigma de cuidado –y de ciudad– más amplio, que incluya corredores seguros, protocolos de género y medidas de seguridad que se adapten a los lugares. Time Warp mostró que tampoco hay políticas activas de control de daños en cuanto al consumo de sustancias psicoactivas.
Iommi, de Ladran Sancho, cree que es un error asociar normas muy rígidas con seguridad. En el caso de los espacios independientes incluso puede tener el efecto contrario. "Hay que intentar que la normativa se pueda aplicar", asegura. En la Ciudad, la legislación aprobada en estos últimos años a fuerza de organización y movilización va en ese sentido. "Si se exigen medidas de seguridad muy difíciles de aplicar o que generan mucha complicación, lo que termina pasando es que empujás a los lugares a la clandestinidad. Flexibilizar la normativa permite que los lugares sean más seguros".
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