Yevgeny Prigozhin, otro eslabón de la larga e infame historia de rebeliones fallidas en Rusia
Los rebeldes siempre fueron aclamados como héroes; pocos imaginan que Putin vaya a permitir que el jefe de los merenarios salga impune, sin importar lo que haya prometido
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NUEVA YORK.- Cualquiera hayan sido las intenciones de Yevgeny Prigozhin con su rebelión, ésta demostró ser fugaz e inconducente. Menos de 24 horas después de haber enviado sus columnas de tanques y tropas a marchar por la principal ruta hacia Moscú, el jefe de los mercenarios de pronto giró sobre sus talones, los hizo retroceder y buscó refugio para él mismo en Bielorrusia. Ahora la gran pregunta es cómo será el Segundo Acto, más concretamente, saber si la fallida intentona dejará al presidente Vladimir Putin debilitado, fortalecido, o incluso reivindicado…
Al principio Putin salió por televisión y prometió aplastar a los rebeldes, a los que calificó de “traidores y amotinados”. Se conocieron videos de helicópteros rusos cuando destruían un convoy rebelde y de excavadoras que cavaban trincheras en la ruta para impedir su avance.
Pero en su breve mensaje a la nación, Putin jamás nombró a Prigozhin ni a su ejército mercenario, el Grupo Wagner. Y en vez de intentar aplastarlos de inmediato, se contuvo. Por el contrario, usó al dictador bielorruso Alexander Lukashenko, a quien controla, para que sedujera a Prigozhin con promesas de amnistía a cambio de abandonar su ataque de rebeldía.
Lo que en realidad pasó, sin embargo, seguirá siendo un misterio. Los servicios de inteligencia de Estados Unidos ya veían que se cocinaba una insurrección desde el miércoles pasado, según informó The New York Times.
Por supuesto que en las redes sociales ya circulan todo tipo de teorías de que el amotinamiento fue una pantomima desde el primer momento, y hasta que es algo armado por el propio Putin por alguna tortuosa razón que jamás entenderemos. Imposible saberlo y así seguirá siendo por largo tiempo: dada la locura de invadir Ucrania, para empezar a hablar, y la inepcia del Ejército ruso, todo es posible…
Pero la explicación bien podría ser la más obvia: que Prigozhin, un matón más dado a la fuerza bruta que a la intriga política, haya decidido que ya era hora de ir a enfrentarse cara a cara con su némesis, el ministro de Defensa, Sergei Shoigu. El líder mercenario mantenía desde hace meses una disputa pública con Shoigu por el manejo de la guerra en Ucrania y lo acusaba de no dar suficiente apoyo y municiones al Grupo Wagner.
Un villano postsoviético
Prigozhin es el arquetipo del villano postsoviético. Pasó la década de 1980 en la cárcel, se hizo rico durante la descarnada “fiebre del oro” de los primeros años postsoviéticos, y terminó cerca de Putin como proveedor del catering de sus cenas de Estado, ganándose el mote de “el cocinero de Putin”, aunque él asegura que no cocinó un solo plato. Entre tantos otros males que se le deben, Prigozhin creo el Grupo Wagner, que saltó a la palestra en 2014 durante la invasión a Crimea y desde entonces siempre estuvo alineado con Putin: los mercenarios empezaron a combatir en Libia, Siria y República Centroafricana, en misiones que eran de interés del Kremlin, pero de las que no quería hacerse cargo.
Desplegado en Ucrania poco después del inicio de la invasión, el Grupo Wagner sufrió enormes bajas, y Prigozhin empezó a reclutar presos con promesas de libertad si sobrevivían al campo de batalla, y muchos no lo lograron. También empezó a lanzar diatribas salpicadas de insultos contra Shoigu y otros comandantes por no suministrarle armas y municiones, y algo peor, más amplio y peligroso: de haber cagado completamente la guerra.
La semana pasada, en uno de sus arranques más furibundos, acusó a Shoigu y sus camaradas de haber iniciado la guerra por intereses personales y de haber lanzado un ataque con cohetes sobre una base Wagner en Ucrania. Tomado por la furia, Prigozhin ordenó a sus hombres tomar control del centro de comando ruso de Rostov del Don, en Rusia, y les ordenó que de allí se dirigieran hacia el norte, hacia Moscú, en una “marcha por la justicia” para encontrarse frente a frente con los comandantes militares. Y el sábado a la noche, cuando estaban a menos de 200 kilómetros de la capital, les ordenó pegar la vuelta.
Cómo seguirá la guerra
Quién sabe cómo seguirá todo. La abierta sublevación de una milicia famosa por su brutalidad y la exitosa desactivación que hizo Putin de la crisis sin derramar casi una gota de sangre seguramente tendrán serias repercusiones políticas en toda Rusia. Y en ninguno de los escenarios que se me ocurren las cosas resultan bien ni para Rusia ni para Ucrania.
Putin es un autócrata obsesionado con apoderarse de Ucrania y probablemente buscará escalar las hostilidades en el terreno para demostrarles a los ucranianos y a Occidente que no está debilitado, o incluso para demostrar que las denuncias de Prigozhin de un ejército desorganizado e incompetente son falsas, aunque tal vez tenga que hacer rodar un par de cabezas uniformadas para demostrar que, como comandante en jefe que todo lo sabe, no es ajeno a las fallas de sus generales.
En las horas que siguieron al amotinamiento, Rusia lanzó un enjambre de misiles y drones kamikazes contra Ucrania. La potente contraofensiva ucraniana está en marcha, y Putin también podría volver a sus oscuras amenazas. En un artículo publicado una semana antes de la movida de Prigozhin, el conocido experto en política exterior y defensa Sergei Karaganov señaló que “para que la disuasión nuclear vuelva a ser una amenaza convincente, Rusia tendrá que reducir el umbral para el uso de armas nucleares”.
Putin también puede intentar culpar de la rebelión a Estados Unidos, aunque Washington evitó cuidadosamente cualquier vinculación con Prigozhin. Las agencias de inteligencia estadounidenses, por ejemplo, retrasaron la revelación de lo que sabían hasta después de concluido el episodio.
Curiosamente, la analogía histórica que utilizó Putin en su discurso fue la revolución bolchevique de 1917, que forzó a Rusia a una paz humillante con Alemania. Pareció no importarle que los bolcheviques hayan derrocado a la dinastía Romanov y fuesen los progenitores de la Unión Soviética, cuya desaparición Putin tanto lamenta. En este nuevo escenario retórico de Putin, Rusia había salido perdiendo.
Tras sobrevivir a este aparente motín, Putin tendrá que reafirmar su primacía y su poder adentro de casa. Prigozhin no acusó directamente al presidente de ningún fracaso. Por el contrario, apeló a la consabida táctica de acusar a sus rivales de haberle fallado a un líder infalible, y Putin puede jactarse de que ningún soldado del Ejército ruso se unió a la caravana de los Wagner. Sin embargo, las denuncias públicas de Prigozhin de que la guerra va para el carajo y que empezó por motivos equivocados son un duro golpe para Putin, que tendrá que encontrar algunos chivos expiatorios.
Difícil imaginar que Putin vaya a permitir que Prigozhin salga impune, sin importar lo que haya prometido. Por más que en su discurso no haya acusado a Prigozhin nunca por su nombre, tendrá que responder por la promesa que le hizo al pueblo ruso: “Quienes organizaron y prepararon el motín militar, quienes apuntaron sus armas contra sus camaradas, han traicionado a Rusia y tendrán que rendir cuentas”. Y como Prigozhin debe saber, para él no hay lugar menos seguro que Bielorrusia, cuyo mandatario es un vasallo de Putin, a quien le debe todo.
En cuanto al Grupo Wagner, es probable que Putin sea más indulgente: lo necesita, no solo en Ucrania, sino en muchos otros lugares, y ahora podrá ponerlo bajo un control mucho más estricto del Kremlin.
Cualquiera sea su destino, es improbable que Prigozhin pase al olvido. Sus exabruptos han servido para revelar públicamente las verdaderas y enormes bajas que ha tenido Rusia en esta guerra y los muchos reveses que ha sufrido por su mal liderazgo y su mala información. Son dudas que tal vez queden flotando durante todo este segundo año de guerra. Cuando los mercenarios se retiraron de Rostov del Don, la gente los aclamaba a los gritos: “¡Wagner! ¡Wagner!” En la historia de las rebeliones rusas, los rebeldes suelen ser tratados como héroes, sin importar cómo les haya ido.
Por Serge Schmemann
(Traducción de Jaime Arrambide)
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