En sus cuentos y crónicas, la escritora mexicana Yael Weiss se interna en el dolor, en los desajustes mentales, los tránsitos y las fronteras de todo tipo
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“Hematoma, 3 x 4, sobre hombro derecho a 1 centímetro de la cabeza del húmero. Contusión, 2 x 4, sobre escápula derecha. Hematoma, 1 x 1, bajo la axila izquierda, sobre primera costilla. Y así hasta la punta del pie”.
La médico forense describe las marcas en el cuerpo machucado de Gala, la profesora que protagoniza el cuento “Hematoma”, de Yael Weiss (Ciudad de México, 1977), y forma parte de una colección de relatos llenos de personajes inquietantes que habitan en los bordes de la vida.
Tal vez por eso no resulta extraño que la forense coleccione imágenes de los moretones de los cuerpos que perita y que le pida a la profesora Gala fotografiar los suyos, porque “son como flores”... Aunque el método de golpe no es óptimo y las flores no están correctamente definidas”.
En sus cuentos y crónicas, Weiss -que también es autora de “Las cicadas” y “Los muros de aire”, edita la Revista de la Universidad de México y conduce programas en TV UNAM-, se interna en el dolor, en los desajustes mentales, los tránsitos y las fronteras de todo tipo.
¿Qué temas te inquietan?
Me inquieta el dolor, la violencia, pero curiosamente no me interesan tanto las víctimas como lo que pasa en la cabeza del victimario.
No tiene que ser forzosamente una violencia orientada a lastimar alguna subjetividad, sino a lastimar un objeto del mundo, a romper, a destruir; la destrucción me interesa, incluida la autodestrucción... No hay acto más violento.
Una psicoanalista me dijo que se necesitaba más fuerza o coraje para matarse a uno mismo que para matar a un tercero. Es la violencia a partir del sujeto que siente la necesidad de ejercerla, incluso contra sí mismo.
Por último, el desajuste mental me preocupa mucho, la pérdida de una realidad compartida, tanto de la persona que va perdiendo pie o mundo común, como de quienes están en ese mundo compartido, que ven como se va alejando de los términos y de los contratos establecidos. La soledad que eso crea.
¿Cómo nace “Hematoma”, esta historia que habla de la hermosura de las heridas bajo la piel?
Me encontré en una trifulca, fui golpeada y acabé con una médico forense.
Después de revisarme de arriba a abajo anotando todo, me pide, tal como la médico del relato, tomar fotografías de mis hematomas. Pensé que para el expediente jurídico, pero eran para su colección personal.
Empiezo a preguntarme qué tipo de gusto puede haber en torno a los hematomas y comprendo su posibilidad estética
Me parece muy simbólico, porque el hematoma es la prueba jurídica, pero también la prueba del contacto con otros objetos.
André Gide tiene una frase famosa, un poco irónica, de que la piel es lo más profundo que tenemos. Si la piel se marca, es que estamos en contacto, el mundo puede hacer mella en nosotros tanto como nosotros podemos hacer mella en él.
Como cuando crees que estás soñando y te dicen pellízcate, y ese dolor te muestra que no estás dormido, que no estás soñando.
¿Qué es lo que reivindicas del dolor?
Vivimos en una sociedad analgésica que quiere excluirlo del todo, cualquier ofensa, cualquier dolor.
Obviamente, no voy a defender el bullying, el problema es que el nivel de agresión o de golpe que soportan las personas está bajando mucho, con cualquier dolor nos tomamos un analgésico y nos estamos quitando algo de la experiencia ruda del mundo que, en ciertos contextos y modos, puede ser controlada.
Me gusta que duelan un poco las cosas, el exceso de alegría me puede llegar a doler. Si no tiene algo de dolor, siento que la experiencia está trunca, pero estamos en una búsqueda social de excluir el dolor por completo de nuestras vidas.
Cuando Gala pregunta cómo podría mejorar sus diseños florales y la forense le da el teléfono de un golpero profesional, descubre cierto gusto, cierta calma. ¿Por qué?
Es el placer de estar vivo, de estar en contacto, de estar aquí.
No estoy hablando de la violencia de personas que descabezan y matan. Yo vivo en un país donde la gente escribe contra la violencia porque reduce lo humano, hace sufrir. El sufrimiento me traumatiza, no me deja en paz, nunca sería capaz de defenderlo.
Hablo de gradaciones. Me gustan las percusiones sobre el cuerpo y quiero explorarlas. Yo practico el ciclismo de montaña y tengo aguante en las caídas; cuando estoy sangrando me gusta saber que puedo superar ese dolor y que puedo mostrar muchísimas cicatrices de mi cuerpo.
Me parece que cuentan la historia de un contacto accidentado con el mundo, una especie de lucha cuerpo a cuerpo en la que saliste lastimado.
Las formas de las cicatrices son particulares, y al igual que los hematomas, es difícil calcular cómo va a quedar, si es movediza u orgánica, se hace queloide o se mete dentro de la piel.
¿Por qué decides relatar distintos tipos de autoviolencia o autolesión?
Es poner el cuerpo a prueba. ¿Por qué me interesa tanto? Me intriga y por eso lo trato en mis personajes.
Por supuesto que es problemático, si no lo fuera no sería un tema de cuento. Es parte de la investigación, ¿por qué mis personajes escogen ese dolor como algo placentero o como algo que necesitan para ser?
La persona que está muriéndose de hambre se está infligiendo ese dolor para ser delgada y bella, no le importa sufrir. Hay gente que va a cirugías plásticas muy fuertes para conseguir una imagen. Quizás no les gusta el sufrimiento, pero están listos para someterse a él.
¿Por qué la gente acepta experiencias de dolor o las busca? Ya sea por un objetivo, ya sea por el puro placer, ya sea para sentirse vivo; también se mezcla para mí con la sensualidad. Siempre hasta cierto punto, claro; en mis cuentos no vas a ver gente que se corta los dedos.
La gran violencia es esa a la que nos somete el narcotráfico, en que llegan a una casa, matan a todo el mundo, mamás enfrente de niños, y definitivamente la repudio, me repugna y también me inquieta muchísimo, pero rayando en el horror. Ningún personaje mío podría sentirse identificado con una violencia de este estilo.
Tus personajes están en el margen, tienen un punto de locura o de rareza, ¿por qué te intrigan?
Son personas raras, rechazadas, incomprendidas, incluso cometen crímenes por estar desadaptadas o alienadas, que es lo que más me da miedo en el mundo.
También les tengo cariño, quizás porque siempre voy a estar con la víctima, la persona que está perdiendo.
Después del terremoto de 2017 en México, hubo un hombre que fue a robar en un edificio siniestrado y acabó teniendo que ser rescatado. Y digo, ¿en qué cabeza cabe meterse en un edificio que se está cayendo? Veo su lado entrañable, su lado roto, irreparable.
Así nace el personaje del cuento “Derrumbe”, que es una persona que no pudo desarrollarse más allá de lo infantil, se quedó ligeramente atrasado, nunca llegó a la adultez por problemas mentales serios.
Creo que al verlos representados, podemos pensar en todo lo que ese monstruo es, pero si nosotros hubiéramos tenido experiencias diferentes, podríamos ser esa persona también.
De entre todos los personajes de tus cuentos ¿tienes una conexión especial con alguno?
Con la niña anoréxica, porque aunque la historia es inventada, en mi biografía hay ese momento del hambreo. Sufrí ese trastorno de querer ser absolutamente delgada, hasta desaparecer. Ya no te importaba si desaparecías, ya no importaba ni morir.
Me sentí tan identificada que quise escribir historias que muestren a una mujer en el momento en que tiene que decidir qué tipo de mujer quiere ser.
La niña ve a una mujer flaca, con tacones, que se parece a la muerte y que le dice, muy bien, no comas. No sabes si es una aparición o una alucinación por el hambre. Estás tan débil.
Y ella tiene que decidir si quiere ser como esa mujer elegante o si prefiere otro tipo de mujer, porque todavía se viste como adolescente, con zapatos gruesos, quiere esconder su cuerpo.
A partir de ahí decidí escribir sobre mujeres de diferentes edades en ese momento de cuestionamiento.
¿Las mujeres que deciden su identidad lo hacen solo en un momento o pueden ser varios momentos de la vida?
Son muchos y trato de tomarlo en diferentes edades.
La mayor está entrando a la tercera edad. Es una mujer exitosa, que no se casó ni tuvo hijos. Sí tuvo parejas y piensa que está a punto de entrar a un momento más tranquilo de su vida en el que ya no va a tener deseos ni apetitos, va a escuchar música clásica, leer libros, en fin, la vejez de una mujer educada, intelectual, una vejez tranquila, sabrosa, rica en pensamiento que culmina un proceso de maduración.
Pero resulta que está en el gimnasio haciendo spinning y se siente terriblemente atraída por un muchachito de 20 años, un chavo mucho más joven y se da cuenta que le pasa de más en más, con los que trabajan para ella, con los hijos de amigas.
Y como tiene cierto poder económico, piensa que quizás se está volviendo la cougar que no quería ser, el rabo verde, el viejo que la acosaba cuando era chiquita, ese profesor que se acercaba con su aliento averiado, sus manos peludas y viejas a tratar de tocarla, y dice ¿me voy a convertir en esa persona? ¿podría dejarme ir en este deseo? ¿o voy en contra de lo que está surgiendo dentro de mí?
Al final se va con un chico de Valet parking, pero no se sabe si va a dar rienda suelta a su deseo de cuerpos jóvenes o va a negar esa naturaleza y a decidir no cruzar esa línea.
Luego te lanzas a escribir “Los muros de aire y otras crónicas de frontera” un libro testimonial que relata tus vivencias junto a inmigrantes centroamericanos que cruzan tu país hacia Estados Unidos…
Me interesan mucho los temas de migración, porque la mayoría venimos de familias migrantes, tenemos un archivo de migraciones, y entrevisté a una investigadora que me metió en un chat que se llamaba Caravana octubre 2018.
Desde antes, yo había decidido visitar Tijuana. Tenía ganas de conocer el muro. Hay algo que me llama en la vida de frontera, en ese riesgo, en los corridos, en la gente que pasa, que es medio gringa, medio mexicana, que es pocha, medio rapera.
Llegué de noche y fui a ver el campamento migrante. A partir de ahí fui arrastrada en esta historia, porque llegas a esas inmediaciones y te encuentras con personas que no están trabajando, ni están haciendo la cena para los niños, ni viendo la tele.
Lo único que buscan es platicar, intercambiar información; es un hervidero de personas buscando oportunidades, distracción, un hervidero de historias, y de vidas.
En tu viaje descubres una realidad paralela que tiene sus propias reglas y sus códigos: la espera, las deportaciones, la migra, las persecuciones, los albergues, los rodeos… ¿Cómo describirías esa cotidianidad?
Es la vida entre paréntesis, donde haces cosas que no harías en tu casa. Me impresionaba que en los albergues había actividades sobre el día LGBT. A esa gente no le importaba mucho, pero estaban listos para aplaudir al travesti o aprender algunas palabras de inglés.
Vienen huyendo de cosas terribles, pero tampoco está mal decir que a veces se la pasan bien, están aprendiendo y enriqueciendo sus vidas, porque incluso en las guerras más sangrientas la gente se junta contra el fuego y está viviendo.
Es una experiencia de viaje que los va a marcar. Es difícil, injusta, puede ser deprimente, pero hay también mucha bondad. Ves lo malo, lo bueno, lo feo.
La gente va con los poros abiertos porque está buscando ayuda, tratando de entender, de encontrar una técnica, de absorber lo que ve en el camino, encontrar soluciones y ver cómo reaccionan los lugares por donde va pasando, cuáles son las reglas.
Es un camino de vida. Nadie llega igual de lo que se fue. O sea, esta gente que camina, camina hacia sí misma también.
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