Vuelta a la normalidad: China mira al coronavirus por el espejo retrovisor
PEKÍN.- La muchedumbre apretada en la Gran Muralla avanza trabajosamente e impulsada por el oleaje humano entre vendedores que ofertan a gritos sus bebidas. La foto es recurrente durante la semana de vacaciones de Otoño en Badaling, el tramo más cercano a Pekín, y la este año certifica que en China se ventila lo más parecido a la vieja normalidad. Durante el periodo vacacional previo, el Festival de Primavera que este año cayó a finales de enero, China ofreció el aspecto opuesto. Wuhan acababa de ser sellada, las restricciones para viajar alcanzaban a todo el país y la aterrorizada población se había encerrado en casa.
También las aglomeraciones en trenes, aeropuertos y lugares turísticos ofrecen un aspecto opuesto con el mundo. El gobierno anima a viajar y los principales destinos rivalizan en descuentos. Pekín calcula que durante estos ocho días se desplazarán 600 millones de chinos (el 40 % de la población total), apenas un 20 % menor al volumen del pasado año.
Las cuarentenas forzosas a la llegada a otros países y al regreso a China recomiendan el turismo interno y la industria se dará un respiro tras su año más árido. El destino más buscado esta vez, por encima del Parque de Disneylandia en Shanghai o los guerreros de Terracota de Xian, es la Torre de la Grulla Amarilla de Wuhan. "Esta semana no cobran los 100 yuanes (unos 15 dólares) por entrar a la torre y, además, queremos mostrar nuestro apoyo a los compatriotas de Wuhan tras todo su sufrimiento", señala Xiao Wang, empresaria, en la estación de tren de Pekín.
Las primeras crónicas sobre la recuperación de la normalidad datan de mayo y hoy China mira al coronavirus desde el retrovisor. Su último contagio local se remonta a mediados de agosto y las decenas de casos importados son detectados y aislados de inmediato. El regreso a China desde un país castigado por la pandemia exige un desaprendizaje: no se pulsa el botón del ascensor con el codo ni se empuja la puerta con el pie, tampoco se aligera el paso ni se contiene la respiración ante un estornudo ni se temen las aglomeraciones, las barandillas, los besos ni los abrazos. Solo los tapabocas recuerdan al virus. Son ubicuas en el transporte público y sedes oficiales, su uso baja a la mitad en la calle y son ignoradas en lugares de ocio. La entrada a los bares y restaurantes ya no exige dejar el nombre y teléfono ni exigen los centros comerciales la toma de temperatura. El guardia consulta con desgana el código verde del teléfono que te acredita como sano y la chica del cine pregunta si tenés tapabocas señalando una cámara antes de susurrarte que puedes quitártela en la sala. Las abuelas practican sus bailes sincronizados en parques, la juventud se aprieta en las salas de conciertos poco ventiladas del distrito universitario pequinés y más de un millón de amantes de la cerveza acudió en Qingdao a la versión china del Oktoberfest.
La normalidad también alcanza paulatinamente a la economía. China creció un 3,2% en el segundo trimestre en un contexto global de recesión y da el año por salvado. Meses atrás ya se recuperó la producción industrial y en agosto subió al fin el consumo interno. Las ventas de coches acumulan cinco meses de subidas y el sector aéreo ha alcanzado el 90 % de sus cifras prepandémicas.
China desdeña la fórmula conservadora: no pretende mantenerlo en magnitudes manejables sino erradicarlo. Basta un puñado de contagios para cerrar una ciudad, ordenar el confinamiento y practicar tests masivos. Ya en marzo, con el virus en retroceso en casa y los rebrotes globales en auge, hubo de blindarse contra la amenaza externa. Regresar a China es aún una odisea, con pocos y caros vuelos y un protocolo sanitario estricto. Exige una prueba PCR en los tres días anteriores al vuelo, otra tras aterrizar en el mismo aeropuerto y previa al inmediato traslado en autocar al hotel, y la última en la víspera del fin del confinamiento. Este es innegociable y radical. El viajero solo podrá abrir la puerta de la habitación para recoger la comida y el personal que la trae enfundado en trajes de protección integrales y con los ojos apenas intuidos tras la visera será su único contacto humano. Con tres pruebas negativas en poco más de dos semanas llega el anhelado código verde que permite la libre circulación por el país.
No es una experiencia agradable pero es una factura asumible por regresar a un lugar que se ha liberado del virus y recuperar aquellos pequeños placeres cotidianos de los que disfrutábamos sin miedo antes de que el coronavirus golpeara al mundo.
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