El escritor estrenó el libro Personas decentes, donde narró la realidad cubana de las últimas décadas
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“Estoy histórico, filosófico, psicológico, antropológico y comemierda”. Mario Conde, en sus propias palabras, está peor que nunca. Es 2016 y parece que soplan vientos nuevos sobre Cuba: Barack Obama visita la isla, los Rolling Stones van a dar un concierto histórico… Pero Conde, la más célebre creación del escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, 1955) tiene la sólida certeza de que aquella fiesta pronto será cancelada.
Como esas premoniciones que el expolicía reconvertido en vendedor de libros antiguos siente justo debajo de la tetilla izquierda cuando investigaba un caso, Conde sabía de lo que se hablaba.
Personas decentes es la última novela de Padura, y la décima protagonizada por Conde, el personaje que le permitió narrar la realidad cubana de las últimas décadas, con La Habana como telón de fondo y gran protagonista de sus narraciones. En ella se entremezclan dos historias, una que transcurre en 1910, en una Cuba que acaba de salir de la Guerra de la Independencia y que aguarda con inquietud el paso del cometa Halley, y otra en 2016, cuando los cubanos están a la espera de otro huracán, el que confían que por fin traiga aire fresco a la isla.
“La gente lo desea, lo necesita, casi que lo ruega, y espera, confiada o desconfiada. Cansada de tanta historia, necesitada de esperanza y espacios. Aire, hace falta aire…”. Padura anda estos días enfrascado con su esposa, Lucía López Coll, en la posibilidad de adaptar al cine El hombre que amaba a los perros, su exitosa novela sobre el asesinato de León Trotski a manos de Ramón Mercader, que fue traducida a numerosos idiomas, pero asegura que este año empezará a escribir de nuevo. “Con Conde o sin Conde, pero otra novela, seguro”.
BBC Mundo habló con él en el marco del Hay Festival Cartagena de Indias, que se celebra del 26 al 29 de enero. Mario Conde está escéptico y aguafiestas como pocas veces. Al final tuvo razón.
Mira, tenía toda la razón porque Mario Conde juega con ventaja en esta novela y es que su autor vio lo que pasó en los años siguientes a ese momento tan peculiar, esa primavera tan esperanzadora que fue la del 2016. Los negocios empezaron a prosperar, se abrieron restaurantes, hostales, talleres, el dinero se movía, venían turistas norteamericanos, los cubanos iban a Estados Unidos, obtenían visas con cierta facilidad… Había una movilidad, un torbellino en la sociedad. Y la relación entre los dos países fue mucho más dinámica que en cualquier otro momento de los últimos 60 años.
Era una situación que realmente salía de lo que habíamos vivido antes, y que nos daba esperanzas de que las cosas podían cambiar. Desafortunadamente, unos meses después, todo esto desapareció.
Primero, el Gobierno cubano empezó a apretar algunas clavijas que se le habían aflojado. El control se estaba perdiendo, pero vino Donald Trump a hacerles el favor de frenar toda esta situación de convivencia que se estaba viviendo. Viene entonces una política de cierre total, prácticamente se cerró la embajada de La Habana.
Vino, además, la pandemia, con todo lo que significó, y se ha producido como respuesta a todo ese proceso de desencanto y de pesimismo una gran ola migratoria, hasta el punto de de que lo que ha ocurrido, la cantidad de cubanos que sobrepasa el cuarto de millón que salió de Cuba en el último año, es la mayor crisis migratoria que tuvo Cuba después de la Revolución.
Es una sangría que no para, porque la gente ya no confía en que las cosas pueden mejorar en un sentido social, en un sentido general, y están buscando soluciones individuales para sus necesidades. El dinero es bueno, pero el control es mejor. Y el dinero puede faltar, muchas veces ha faltado, pero el control no, dice Conde en el libro.
Sí, en los sistemas socialistas, el control es una realidad, una práctica que es sistémica. En los últimos años ocurrieron acontecimientos como estas manifestaciones que hubo el 11 de julio de hace dos años, en las que salió mucha gente a la calle, y muchos fueron detenidos y fueron procesados y condenados con penas bastante elevadas.
Son condenas que muchas veces han tenido un carácter más ejemplar, en el sentido de decir “si esto vuelve a ocurrir, mira lo que le pasó a los que ya lo hicieron”. Y eso es una manera de mantener el control.
Trump creó un estado de ánimo entre los que están fuera y los que están dentro, que también se ha sumado a este ambiente un poco malsano que existe. Todo pasa por soluciones fundamentalistas: estás conmigo o estás contra mí; no hay terceras vías, eres mío, o eres contrario, trabajas conmigo o trabajas contra mí.
—Uno de los temas centrales de tus novelas es la decepción de las promesas del Hombre Nuevo en Cuba. ¿Pueden Conde y Cuba superar más decepciones?
—Ojalá que las cosas en Cuba mejoren, porque la opción del exilio no es la que puede encaminar al país. Es una solución individual. Pero muchas cosas tienen que cambiar.
Creo que habría que tener una actitud mucho más agresiva y, aunque la palabra esté bastante manida, utilizada y hasta devaluada, habría que tener una actitud revolucionaria, porque la revolución puede cambiar las cosas, es darle una vuelta a las cosas.
Habría que dar una vuelta a muchas cosas, empezando por la economía, y eso de alguna manera, también tendrá influencia en la política y en la sociedad.
—En el libro reflexionás sobre lo que significa ser decente. Hay personajes que parecen decentes y no lo son, y otros tachados de indecentes que tienen una postura íntegra. ¿Cómo se mantiene uno decente cuando se está rodeado de injusticia?
—Es una pregunta un poco complicada de responder. La decencia, como sabés, es esa actitud de las personas, en un principio de carácter ético, pero con un efecto social del buen comportamiento, de la buena relación con los demás, de la honestidad, de la seriedad, del juego limpio.
Conde siempre fue decente. Pero, en la parte de la novela que transcurre en el pasado, está el personaje de Arturo Saborit, que es una persona decente que en un momento determinado cruza una frontera que lo pone en territorios de ilegalidad, de perversión.
Quise establecer un juego con estos personajes, con estos códigos, pero hay otros para quienes también este comportamiento ético es importante, entre ellos un grupo que ha sido muy cuestionado en cuanto a su decencia, que es el mundo de las prostitutas.
Y eso fue muy evidente en esa época de 1910, después de la Guerra de Independencia, con una ciudad que empieza a crecer económicamente, pero que no le da espacio a las mujeres. Hubo una guerra, habían muerto muchos hombres, necesitaban sostenerse económicamente y la prostitución fue el único espacio que le quedó a muchas.
¿Cómo podemos juzgar a una persona que vende su fuerza de trabajo como un obrero más? Nos parece normal que alguien lo venda cortando caña o trabajando en una mina, pero no que alguien lo venda porque lo único que tiene es su cuerpo.
Esa era una reflexión que quería tener, mirar a la prostitución, tanto la de 1910 como la del 2016, no con una mirada compasiva, sino con una mirada comprensiva.
—En el libro también hay varios personajes, intelectuales y artistas, que sufren el ostracismo del Estado, cada uno con diferente final. “Asesinar una reputación”, lo llamás. ¿Vos sentiste alguna vez eso?
—Mira, desde finales de los 60, y durante todos los años 70 de manera muy fuerte, se vio un proceso de dogmatización de la política cultural cubana. Los que no cumplían determinados parámetros eran excluidos. Y entre esos parámetros había cuestiones de carácter sexual, religioso, político…
Ese proceso fue tan profundo y tan lamentable que dos de los grandes artistas cubanos del siglo XX, José Lezama Lima y Virgilio Piñera, mueren en ese ostracismo, uno en el año 76 y otro en el año 78. No volvieron a publicar, no se volvió a hablar de ellos, no volvieron a viajar, fueron completamente marginados y estigmatizados durante esos años.
Esta política lentamente empieza a cambiar los años 80, y en los 90 se produce una ruptura entre las instituciones cubanas y los artistas porque viene la crisis de los años 90 y no hay manera de ejercer ese mismo control porque no tienen posibilidades económicas de producir la obra de arte.
Creo que cualquier creador cubano de estos años ha sentido ese vapor de esa política cultural en la que empezás a aprender que hay límites que no podés transgredir porque te pueden castigar.
Yo tengo la fortuna de que empiezo realmente a escribir ya de manera profesional y consecutiva en los años 90, y de que muy pronto empiezo a publicar con una editorial española, Tusquets. Mis obras van directamente de mi ordenador al ordenador de mi editores en Barcelona. Es decir, que no pasa por el filtro de un editor cubano, que trabaja en una editorial cubana, que pertenece al sistema del Estado o del Gobierno cubano.
Porque cuando el escritor tiene que realizar su obra a través de una institución cubana, asume, por lo general, una actitud de autocensura. Y yo creo que la autocensura es uno de los procesos intelectuales más lamentables a las que se puede ver sometido un artista, porque asumís el papel de los verdugos.
La autocensura es uno de los lastres que ha marcado la producción cultural cubana en estos años. Y también provocó que cuando determinados artistas salen de Cuba, se van al extremo opuesto y politizan su obra en el sentido contrario, en el sentido de criticar, de condenar, de revisar lo que pasó en Cuba, pero con una perspectiva muy política. Y a veces eso se traga a la propia función artística de una creación, de una obra literaria.
—¿Vos tuviste alguna vez que autocensurarte?
—Sí, yo creo que al revistar este trabajo que estamos haciendo ahora Lucía y yo de El hombre que amaba a los perros, yo mismo a veces me pregunto, bueno, cómo fui capaz de decir cosas que digo en esa novela. Yo creo que hace muchos años yo digo lo que necesito decir, y trato de que ese elemento político no esté en un primer nivel.
La estructura política cubana es conocida, los cambios políticos que puedan ocurrir o no puedan haber ocurrido también son conocidos. Centrarse en ello creo que no es lo que permite dar una reflexión distinta sobre la sociedad, sino lo que los comportamientos humanos y las situaciones en que se ven las personas se muestran en esa realidad. Y creo que he tenido la posibilidad de hacerlo con la mayor libertad posible.
Siempre considero que hay límites, y esto es muy difícil decirlo, pero muy necesario. Son límites fundamentalmente de carácter ético, con los cuales uno tiene que tener una actitud decente como la de Mario Conde.
—En un momento del libro, Mario Conde invita a comer a su mujer y sus amigos y dice: “vamos a sentirnos personas”. Algunas de las personas que BBC Mundo entrevistó en esta última oleada migratoria dicen que se van de Cuba porque allí no se vive, se sobrevive.
—Sí. Yo no dejo de observar lo que ocurre a mi alrededor, porque yo me alimento de eso más que de mi propia experiencia vital. En una novela creo 20 personajes que pueden tener unas gotas de mi sangre, pero el resto es sangre que yo he bebido de quienes me rodean. Un poco somos vampiros, o peor aún, garrapatas que nos alimentamos de sangre ajena para poder crear nuestra literatura.
Pienso que mientras se crearon bolsones de riqueza en Cuba, se extendió la mancha de una pobreza generalizada. Y hay gente que por años, de años, de años, no come en un restorán o no tiene vacaciones en una playa. Y hay gente hoy mismo en Cuba que fuma y lo tiene que hacer con tabaco picado y hojas de las guías telefónicas, porque no les alcanza el dinero para comprar los cigarrillos.
Y eso se extiende por los días, las semanas, los meses, los años. Gente que trabajó más de 40 años, reciben una jubilación de 2500 pesos (US$104), en un país donde esa caja de cigarros vale 200 pesos, es decir, casi el 10% de una jubilación.
La vida es muy complicada y, en el caso de Conde, con su actitud, con su irresponsabilidad de su sentido económico, porque en cuanto tiene un dinero le dice a Tamara, “vamos a sentirnos personas y trata de disfrutar de una tarde”.
Este es un pequeño capítulo que creo que es el que más me gusta a mí de todo el libro, ese viaje que hace Conde con sus amigos a ese mundo de la felicidad, en el que todo funciona, se come bien, se toma bien, se oye buena música, se está en un lugar agradable, la gente se quiere. Y él sabe que es un estado transitorio, que es un espacio pequeñito, pero trata de disfrutarlo profundamente.
Creo que es una actitud bastante frecuente en la isla. A veces uno se pregunta cómo es posible que en Cuba la gente haga tantas fiestas, que consuma tanta música y si pueden traten de beber ese día el ron o la cerveza o cualquier cosa que aparezca. Y es que la gente necesita estar un ratito en ese estado de la felicidad.
—¿Y vos sos escéptico como Conde o mantenés el optimismo de que las cosas en algún momento van a mejorar?
—Mira, yo los lunes, los miércoles y los viernes, soy optimista. Los martes, los jueves y los sábados soy pesimista y los domingos descanso. Hay días en que creo que es posible y días que siento que es imposible. Y eso me hace sentirme, cuando creo que es posible, con algún optimismo, cuando siento que es imposible, con mucho pesimismo.
Creo que hace falta cambiar muchas cosas para que empecemos a fundar un sentimiento de optimismo hacia el futuro. Ahora mismo, la sociedad cubana vive un momento de mucha complejidad, de muchas carencias. Y aunque la propaganda oficial habla de todo el esfuerzo que hace el Gobierno del Estado por que las cosas mejoren, pues no vemos los resultados.
Y de oír promesas estamos ya cansados hace mucho tiempo. Hay una actitud de la cual yo hablo ya desde mi novela La neblina del ayer, que es de 2005, donde Conde habla con sus amigos del cansancio histórico, que ya estamos cansados de vivir tanto tiempo en la historia y queremos vivir en la normalidad.
Eso me costó críticas de fundamentalistas que decían: bueno, pero la normalidad de América Latina es la miseria, la explotación, la dictadura, no sé qué cosa. Y yo digo: no, es que nosotros hemos vivido tanto, tanto, tanto en la Historia, que ya necesitamos salir de la Historia y entrar en una coherencia que no hemos logrado tener.
Y ojalá que las cosas cambien porque te digo, la mayoría de las personas siguen viviendo en Cuba. Ha salido el 2,4% de la población, queda el 97,6% en Cuba y ojalá que esa gente pueda vivir mejor, ojalá.
*Por Paula Rosas
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