Pionera en múltiples rubros, también operó una firma en Wall Street y fundó un diario local; sin embargo, no es recordada como otras de sus pares
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En la noche del 20 de noviembre de 1871, el famoso Steinway Hall de Nueva York estaba repleto. Unas 3000 personas ocupaban no solo las sillas, sino también los pasillos y galerías, atraídas por la oradora de la conferencia “Los principios de la libertad social”. Victoria Woodhull era, como reportó el New York Tribune, un nombre “asociado con todo lo que es sorprendente en la esfera de las ideas sociales”.
Eso garantizaba una velada llena de ideas escandalosas o edificantes, según el punto de vista. Woodhull no defraudó. En medio de “una tormenta de aplausos y abucheos”, declaró: “¡Soy una amante libre!”. “Tengo un derecho inalienable, constitucional y natural a amar a quien quiera, a amar durante el tiempo que pueda, a cambiar ese amor cada día si me place”, afirmó.
“Ni ustedes ni ninguna ley que puedan crear tiene derecho a interferir con ese derecho. Y tengo además el derecho a exigir un ejercicio libre y sin restricciones de ese derecho, y es su deber no solo concedérmelo sino también, como comunidad, velar por que yo esté protegida en él”, agregó.
“El amor libre nunca tuvo una defensora más audaz”, escribió el reportero del New York Tribune. Para ese entonces, esa defensora ya era mucho más que “la suma sacerdotisa del amor libre”, como la apodaban.
Woodhull fue pionera en más de un campo. Fue la primera mujer en hablar ante el Congreso y, junto con su hermana, en fundar y operar una firma en Wall Street. También fue una de las primeras mujeres en crear un periódico. Por si fuera poco, en 1870 anunció su candidatura a la presidencia de Estados Unidos, la primera mujer en postularse a tal cargo en la historia de ese país.
Y lo hizo cuando ella misma ni siquiera tenía derecho a votar: pasaría medio siglo antes de que se ratificara la 19ª enmienda a la Constitución garantizándoselo a las estadounidenses.
Primera en el Capitolio
Fue su lucha por ese derecho al voto lo que la puso frente a un comité del Congreso, haciendo historia con su mera presencia. Era amiga del congresista de Massachusetts Benjamin Butler, quien había apoyado la Decimosexta Enmienda a la Constitución que habría garantizado el sufragio femenino. Butler fue uno de los pocos partidarios de la enmienda y, cuando fue derrotada, le ofreció a Woodhull la oportunidad de dirigirse al Comité Judicial de la Cámara de Representantes.
Aprovechó la oportunidad y alegó que no era necesaria otra enmienda para que las mujeres pudieran votar. Entre otras cosas, les recordó que la voluntad soberana del pueblo se expresaba en “nuestra Constitución escrita, que es la ley suprema del país”.
Que esa Constitución “define como ciudadana a toda mujer nacida o naturalizada en EE.UU. y sujeta a su jurisdicción”, y reconocía el derecho de los ciudadanos a votar. “Declara que el derecho de los ciudadanos de EE.UU. a votar no será negado ni restringido por EE.UU. ni por ningún Estado por motivos de ‘raza, color o condición previa de servidumbre’”. Así que con solo aprobar una “legislación habilitante” asegurarían ese derecho para todos.
La histórica aparición no consiguió su cometido, pero su pasión cautivó a importantes líderes sufragistas, como la pionera Susan B. Anthony y Elizabeth Cady Stanton, la principal filósofa de los movimientos por los derechos de la mujer y por el sufragio.
Era atractiva como líder del movimiento por su juventud y por no provenir de la clase media alta, como muchas de las dirigentes. En efecto, sus orígenes eran muy distintos y la historia de su vida, como de ficción.
Hermanas escarlata
Woodhull nació en 1838, en una pequeña ciudad llamada Homer, en Ohio, y era la séptima de 10 hijos. Su padre los golpeaba y, como cuenta la biógrafa Myra MacPherson, era un ladrón y “un estafador tuerto que se hacía pasar por médico y abogado”.
En su libro The Scarlet Sisters (“Las hermanas escarlata”) sobre Woodhull y su hermana menor Tennessee Claflin, la autora relata que obligaba a las niñas a trabajar como predicadoras, clarividentes y curanderas. Como resultado, a duras penas recibió tres años de educación irregular.
Las cosas no mejoraron cuando se casó a los 15 años con un médico que casi le doblaba la edad. No se sabe si lo hizo por voluntad propia u obligada, pero el caso es que pronto descubrió que era un alcohólico y mujeriego sin remedio. “De la crueldad de sus padres, Victoria huyó a la crueldad insoportable de su primer esposo”, escribió su biógrafo Theodore Tilton en 1871.
Siendo madre de dos hijos y sin poder contar con su ayuda, trabajó en todo lo que pudo para mantenerlos, desde costurera a actriz, hasta que se asoció con su hermana Claflin, quien se había independizado y le iba bien como clarividente médica. En 1865 se divorció, una opción que -aunque posible- implicaba un pesado estigma para las mujeres y, a menudo, la exclusión social.
En sus 27 años de vida había experimentado más que lo suficiente como para desmoronarse... o fortalecerse y desafiar las convenciones. Optó por la segunda. Una de esas convenciones era el matrimonio. Woodhull concordaba con el movimiento amor libre en que el Estado no debía involucrarse en los asuntos sexuales y románticos, pero igual se volvió a casar en 1866.
Esta vez fue con un veterano de la Guerra Civil, el coronel James H. Blood, quien la alentó a educarse y la introdujo en varios movimientos reformistas del siglo XIX. Un año después, con su hermana, partió rumbo a Nueva York, donde juntas se labrarían una vida que ni ellas hubiesen podido predecir cuando niñas.
“Las reinas de las finanzas”
El espiritualismo, la creencia de que los muertos seguían presentes y podían pasar mensajes a los vivos, estaba en boga y las hermanas habían aprendido el arte de comunicarse con ellos desde niñas. Gracias a ese arte, aprenderían otro con el que harían una fortuna, de la mano de uno de sus clientes: el magnate naviero y ferroviario Cornelius Vanderbilt, uno de los hombres más ricos de la historia.
Siguiendo sus consejos, multiplicaron sus ganancias y aprendieron los secretos de la bolsa de valores. En 1870, abrieron la firma Woodhull, Claflin & Co., convirtiéndose en las primeras mujeres en operar un negocio bursátil y las primeras corredoras de bolsa en Wall Street.
Causaron sensación, lo que no quiere decir admiración. La gente esperaba en la calle para verlas llegar, vestidas a la moda y a menudo con trajes iguales o se pegaban a las ventanas de la compañía para espiar a las que la prensa apodaba “las bolsistas hechizantes” o “las reinas de las finanzas”.
Lo que esos artículos rara vez reportaban, como subraya Hannah Brevoort de Ohio History Connection, era de su éxito, que se debía en parte a su clientela femenina. Esposas de la alta sociedad, viudas, maestras, actrices y prostitutas de alto nivel tenían un espacio reservado y discreto en el cual discutir sus finanzas sintiéndose seguras y respetadas.
Pronto, las hermanas empezaron a ganar el equivalente de millones de dólares actuales, lo que les permitió fundar, ese mismo año, el Woodhull and Claflin’s Weekly. La revista progresista, además de apoyar los derechos de la mujer y la reforma política y social, y denunciar casos de corrupción, marcaría un hito al ser la primera en publicar “El manifiesto comunista” de Karl Marx en inglés. Pero en ese 1870 Woodhull marcó otro hito a nivel personal.
A la Casa Blanca
Aunque no empezó su campaña hasta dos años después, Woodhull anunció su candidatura presidencial en el diario New York Herald. “Soy muy consciente de que, al asumir esta posición, evocaré más ridiculización que entusiasmo al principio. Pero esta es una época de cambios repentinos y sorpresas: lo que puede parecer absurdo hoy, asumirá un aspecto serio mañana”, escribió.
Aseguró que aquellos que ridiculizaron la aspiración de las mujeres y personas negras a ejercer su derecho a “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” los verían votar y ocupar altos cargos públicos. “No podrán frenar la marea creciente de reformas”. Y dio detalles de lo que se proponía de llegar a la Casa Blanca.
Además del sufragio femenino, defendía la regulación de los monopolios, la nacionalización de los ferrocarriles, la jornada laboral de ocho horas, los impuestos directos, la abolición de la pena de muerte y la asistencia social para los pobres, entre otras cosas.
Todo iba viento en popa. Woodhull era una de las mujeres más famosas del país, una que, a pesar de no haber podido ir a la escuela por tener que mantener a su familia, dictaba conferencias a multitudes por todo EE.UU. sobre temas profundos y vanguardistas.
Gracias a lo logrado, pudo presentarse ante el Congreso y se ganó la admiración de sufragistas como Anthony y Stanton. Aunque el enamoramiento fue temporal, pues Woodhull escandalizaba a “la gente de bien”. Quienes se asociaban con ella eran duramente criticados por poderosos líderes religiosos y políticos, que contaban con un arsenal de leyes para coartar la libertad de expresión, particularmente sobre sexualidad, anticoncepción y aborto.
Al silenciarse el debate público y profundizarse la vergüenza en torno a esos temas, cualquier mención del “amor libre” quedó vetado de la agenda más respetable de los derechos de las mujeres.
Además, Woodhull perdió el respeto de las sufragistas debido a sus ambiciones políticas, al punto que, cuando en 1880 publicaron uno de los primeros libros sobre ese movimiento, ni siquiera la mencionaron.
Acto de rebeldía
Woodhull se presentó bajo la bandera del Partido de la Igualdad de Derechos, que la nominó como su candidata presidencial en mayo de 1872. Era otra muestra de su rebeldía frente a las reglas o regulaciones de un juego que consideraba escandalosamente amañado contra las mujeres.
El Artículo 2, Sección 1 de la Constitución exigía que el día en que el presidente asumiera el cargo, “él” tenía que tener 35 años de edad. Woodhull no sólo no era hombre sino que, de ganar, el día de la investidura habría tenido apenas 34 años.
Los historiadores interpretan su decisión a presentarse de distintas maneras, pero, en cualquier caso, pasó a la historia como la primera candidata presidencial de EE.UU. No obstante, las cosas empezaron a ir cuesta abajo.
Además de ataques desde los medios, Woodhull tenía un enemigo muy poderoso: el reverenciado pastor de Brooklyn Henry Ward Beecher. El popular predicador no cesaba de criticar virulentamente las opiniones que ella tenía sobre el sexo y el matrimonio.
En vísperas de las elecciones, en su revista, Woodhull y su hermana publicaron detalles sobre el que se convertiría en uno de los más grandes escándalos de la década: la relación entre el respetado y casado Beecher y una de sus feligresas. “No lo acuso de inmoralidad. Lo acuso de hipocresía”, declaró Woodhull. Ella y Claflin fueron arrestadas bajo cargos de indecencia, por publicar material obsceno y enviarlo por correo. Pasaron el día de los comicios en la cárcel.
Aunque después fueron declaradas inocentes y el escándalo sobre los amoríos de Beecher persistió, la reputación de Woodhull sufrió un duro golpe. Además de los seguidores del predicador, aquellos a quienes sus ideas les parecían aberrantes e incluso las sufragistas deseosas de marcar distancia se unieron para desacreditarla.
Una de las críticas más duras fue Harriet Beecher Stowe, hermana del pastor y autora de la popular novela “La cabaña del tío Tom” (1851), quien la llamó “bruja insolente” y “vil presidiaria”. Los problemas legales continuaron por varios años, obligando al cierre de la publicación de su revista.
Convertida en blanco de odio, al borde de la bancarrota y divorciada de su segundo marido, Woodhull se mudó con Claflin a Inglaterra en 1877. Ambas se casaron con hombres de alcurnia, se hicieron famosas por su filantropía y fueron ampliamente aceptadas en los altos círculos sociales británicos. Woodhull enviudó cuando tenía 59 años y heredó una mansión en la campiña inglesa, donde vivió el tiempo suficiente para ver a las mujeres británicas y estadounidenses lograr el derecho al voto. Murió a los 88 años como una mujer apreciada y respetada en el país que la acogió.
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