Veinte años después de los atentados, Afganistán vuelve a vivir como en 2001
Los ataques del 11 de Septiembre tuvieron como inmediata consecuencia el bombardeo en ese país, donde los talibanes daban refugio a Al-Qaeda; dos décadas después, Estados Unidos retiró las tropas y los insurgentes volvieron al poder
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Mientras Estados Unidos comenzaba a salir del shock del 11 de septiembre de 2001, con el alcalde neoyorquino Rudy Giuliani como símbolo de la reconstrucción de la ciudad y, por extensión, de la decaída moral de los norteamericanos, una distante nación cobraba protagonismo: Afganistán. Fue el segundo país golpeado, indirectamente, por los aviones estrellados en Nueva York, Washington y Pensilvania.
Los ecos lejanos de esas tragedias se transformaron en bombardeos de la OTAN, y luego en una larga presencia civil y militar extranjera, con un balance negativo en un país en emergencia que el mes pasado volvió a caer en manos de los extremistas.
Como un efecto mariposa, pero veloz y ensordecedor, después de los atentados el presidente George W. Bush ordenó una operación para destruir todo rastro de la red Al-Qaeda en Afganistán, donde sus socios talibanes le habían dado santuario. Pero las cosas se torcieron y el círculo se completó con el reciente regreso de los talibanes.
¿Qué sucedió con Afganistán en estos veinte años? El comienzo fue alentador. Los talibanes fueron corridos a los tiros de Kabul, y Estados Unidos los reemplazó sentando en el Palacio de Gobierno a Hamid Karzai como presidente interino. Karzai legitimó su cargo tres años después, en 2004, al ser elegido, esta vez sí, por el voto popular.
Con el nuevo gobierno se exaltaban las libertades y los derechos, y se terminaba el brutal sometimiento de la mujer, que había estado escondida bajo la burka durante el régimen de los “estudiantes del Corán”. La comunidad internacional donaba dinero para la reconstrucción del país, una tarea que llevaban adelante las ONG y contratistas extranjeros.
Nada mal para empezar. Parecía que, como la comida rápida o el reparto a domicilio, la democracia también se podía producir y entregar en tiempo récord. La estrategia del nation-building que enarbolaba la Casa Blanca daba resultados tangibles, y George W. Bush era el empleado del mes.
Corrupción y violencia
Pero el lustre de modernidad se diluyó con una corrupción sistémica, con las crecientes divisiones entre las numerosas etnias del país, y con la vuelta a las armas de los talibanes. Todo eso mientras Estados Unidos y sus aliados occidentales enviaban más y más soldados, que en el pico de la intervención superaron los 130.000.
Los relatos de los afganos sobre esos años coinciden en atribuir a las autoridades de la era postalibán una gestión de gobierno lastimosa, que al cabo del tiempo permitió, paradójicamente, el regreso de los fundamentalistas. De hecho, los talibanes casi no tuvieron que pelear en el recorrido a Kabul: los soldados de los ejércitos regulares se esfumaban sin ofrecer resistencia, las ciudades se rendían sin vacilar.
Hacia 2009 las cosas estaban fuera de control. Ese año Karzai ganó la reelección en unos comicios con serias denuncias de fraude, y de los que solo participó un tercio de los votantes. Arreciaban los ataques talibanes y Estados Unidos seguía sumando tropas, como si con eso remediara una situación estructural que ya se anticipaba inviable.
“Confiamos en Karzai y pensamos que como había sido designado por la comunidad internacional, íbamos a experimentar grandes cambios. El mundo ponía especial atención en la situación de Afganistán, y el dinero llovía de todas partes. Pero ese dinero fue a Karzai y su familia, su corrupto e indolente gabinete, y la gente que lo rodeaba. Habiendo tirado sus turbantes y vistiendo traje y corbata, eran muy exitosos en simular que apoyaban la democracia mientras se llenaban los bolsillos”, relató una mujer afgana con Karzai todavía en el poder, bajo anonimato, cuando los sueños de erigir un país como la gente se habían desvanecido una vez más.
El paso del tiempo potenció el desmanejo: Afganistán quedó en el puesto 165 sobre un total de 180 países en el índice anual 2021 de Transparencia Internacional sobre percepción de corrupción. El ejemplo más lamentable tuvo que ver con las fuerzas armadas: de los 300.000 militares afganos que decían las estadísticas, más de 200.000 eran una ficción, un número inflado deliberadamente para recibir más dinero de Estados Unidos y quedarse con la diferencia.
Los soldados que sí existían, y no los fantasmas de los papeles, estaban mal equipados y sobre el final de la lucha llevaban meses sin cobrar el sueldo, luego de veinte años de conflicto y 66.000 bajas entre militares y policías. No es de extrañar que cuando vieron venir a los talibanes, en la embestida final, gritando «Allah es grande» y blandiendo sus AK-47, el clásico dilema de luchar o correr en situaciones de peligro se resolvió por sí mismo: al segundo disparo soltaron sus armas y corrieron sin dejar rastro.
La corrupción deshizo las expectativas y empantanó las mejores intenciones, tanto de los afganos como de los miles de cooperantes llegados en masa y con enorme voluntad. Cualquier proyecto de infraestructura en el interior del país era filtrado de alguna manera por la corrupción, que según sonadas denuncias habría también involucrado a contratistas del Ejército de Estados Unidos.
La guerra interminable
Puertas afuera de Kabul, como diría un presidente argentino, tronaba el escarmiento. Primero fue el escarmiento de los aviones de la OTAN contra los talibanes en desbandada. Luego, cuando se reagruparon, fue el escarmiento de los talibanes contra los soldados afganos y extranjeros. Al final fue un largo ciclo de bombas, emboscadas, atentados, crímenes y atrocidades. Y más de 47.000 civiles muertos como daño colateral.
“El impacto psicológico de tantas muertes y heridas de civiles a causa de las operaciones aéreas, y el terror en las zonas rurales de Afganistán inspirado por las constantes incursiones y operaciones especiales, puede haber causado un daño mucho mayor al socavar el apoyo al gobierno afgano que cualquier ventaja militar obtenida”, dijo la directora asociada de Human Rights Watch en Asia, Patricia Gossman.
A pesar de cierto éxito en la reducción de la tasa de mortalidad infantil y la matriculación de más mujeres en la escuela, muy pocos de los objetivos originales de la guerra posterior al 11 de septiembre se cumplieron. Aidai Masylkanova, que trabajó como oficial política en la Misión de las Naciones Unidas en Afganistán (UNAMA), dijo que “los líderes afganos tuvieron tiempo y dinero suficiente para transformar su país y socavar el atractivo y la ideología de los talibanes”.
“Al final, Afganistán derrochó una oportunidad de transformarse –añadió la especialista en una nota para The Diplomat, una revista sobre política asiática-. Revierte al tribalismo que sus vecinos siempre han explotado, y su futuro como nación es realmente sombrío”.
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