Una silenciosa acusación a los adultos
Nuevamente un chico se convierte en la imagen sobresaliente de una guerra atroz.
Ya no es el cadáver del pequeño Aylan Kurdi, que el mar devolvió a la orilla, como recordando que no le pertenecía. Se trata ahora de un chico ensangrentado, rescatado de un bombardeo, sentado en una ambulancia, que nos mira.
En medio del caos y el griterío alrededor de él, se seca su sangre en silencio. No se trata de cualquier silencio: con el ojo izquierdo entrecerrado, cubierto de polvo y despeinado, con los pies que apenas asoman de la silla, es el silencio de una acusación. No sólo contra los responsables directos de la tragedia que lo rodea, sino también contra sus testigos. Uno podría intentar rebelarse y decir: no soy yo quien ha causado esa desdicha ni tengo nada que ver con esa guerra.
Sin embargo, si no es posible escapar a la acusación de esa mirada, es porque brota de la inocencia radical, aquella frente a la cual toda otra inocencia se desvanece.
En efecto, el sufrimiento de la niñez deja fuera de juego la pretensión de otra inocencia y, con diferentes gradaciones, acusa genéricamente al mundo adulto.
Primordialmente, por supuesto, al que lo provoca, pero también al que lo permite y al que simplemente lo atestigua. Indirectamente, a la vez, la mirada de ese niño interpela también a una humanidad que se conmueve con lo que ve y que olvida lo que no ve, una época cuyo órgano primario de acceso a la conciencia ha pasado a ser el ojo. Lo que el ojo no registra no forma parte de la agenda, ni de la viralización ni de la conmoción colectiva.
Pero si la imagen de ese chico es tan fuerte es porque no es posible darle explicación alguna, más allá de sus causas inmediatas.
Sentido
El sufrimiento de la niñez es irreductible y no tiene redención posible. Siempre será un cuerpo extraño que se resistirá a integrar cualquier diseño religioso o filosófico, por más sofisticado que sea. Porque no puede ser insertado en ningún plan mayor, no puede ser el eslabón en ninguna comprensión de un bien ulterior.
No es posible extraerle sentido alguno, y si se intenta extraérselo, el costo siempre anulará en el acto ese sentido.
En el fondo, lo que nos recuerda esa imagen es que la humanidad no ha salido todavía de su estadio moral más primitivo. Aunque parezca que la humanidad progresa en esa materia, apenas se trata de un espejismo, como lo ha atestiguado con creces el siglo reciente.
Simplemente hay una dualidad, un monstruo que acecha bajo el rostro del ser humano. Esa dualidad no es superable, no hay una instancia en la que sea posible dejarla atrás. Lo único que podemos hacer es vigilarla de cerca, es decir, controlar los impulsos para destruirnos o destruir a los demás.
Sabernos capaces de provocar dolor en los demás es el único antídoto contra que ocurra. Pero, mientras intentamos en vano comprender estas cosas, Omran Daqneesh, a los cinco años, se limpia la sangre del rostro, la mira con extrañeza y la refriega en su silla, dejando una mancha indeleble en quienes observan el ataque y la destrucción de su mundo.
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