Una señal clara hacia potenciales adversarios
WASHINGTON.- Hace menos de tres meses, cuando Donald Trump asumió su cargo, pocos habrían podido predecir que el mandatario se encontraría tan pronto a sí mismo en situación de lanzar un ataque militar contra Siria. Desde enero, su administración redujo calladamente su ayuda a los rebeldes sirios, como abriendo la puerta para un eventual acuerdo que fortalecería al presidente Bashar al-Assad.
Nada de eso cambió sustantivamente para la noche del jueves, cuando misiles norteamericanos destruyeron una base aérea siria, al parecer responsable de un ataque con gas sarín apenas 72 horas antes. Con una acción militar tan directa, sin embargo, Trump se proponía enviar lo que a su entender es un mensaje fuerte y contundente de la decisión de Estados Unidos, cuyo destinatario no es sólo Damasco, sino también otros potenciales adversarios de los norteamericanos, como Rusia, China y -muy especialmente- Corea del Norte.
Es probable que tomar algún tipo de acción fuese inevitable, y si Barack Obama se encontrase aún al frente de la Casa Blanca, seguramente hubiese dado un paso similar. Al fin y al cabo, el acuerdo negociado por Rusia que evitó una acción militar norteamericana tras el ataque con armas químicas en cercanías de Damasco en 2013 preveía que Siria eliminaría su arsenal de gas venenoso. El gobierno de Damasco hizo entregas de lo que, según dijo, era su arsenal químico, y firmó la Convención sobre Armas Químicas. Una transgresión tan indignante e indisimulable al acuerdo no podía pasar sin castigo.
La velocidad de Trump para ordenar el ataque, y por lo tanto su elemento sorpresa, sí parece ser un cambio respecto de Obama, que solía debatir abiertamente esas decisiones con antelación.
Al tener como blanco una sola base aérea específica, los ataques fueron mucho más limitados que las acciones militares que Washington consideraba luego del ataque con armas químicas de 2013. La respuesta militar de entonces seguramente habría incluido un arrasador asalto a las defensas aéreas sirias y otras instalaciones, una acción que habría estado deliberadamente planeada para socavar el poder de Al-Assad, pero que no habría bastado para derrocarlo.
El ataque norteamericano enfureció a Rusia, que lo comparó con la invasión de 2003 a Irak. Estados Unidos, sin embargo, parece haber tenido cuidado de no causar bajas entre las fuerzas rusas apostadas en Siria. Ese es el drástico contraste con algunos planes que tenía el potencial gobierno de Hillary Clinton, que hubiese incluido el establecimiento de "zonas de exclusión aérea" que podrían haber terminado con aviones norteamericanos derribando aeronaves militares rusas.
Ahora el primer interrogante es qué implica esto en cuanto a la política de Estados Unidos hacia Siria. En la semana previa al ataque químico, tanto el secretario de Estado norteamericano, Rex Tillerson, como el secretario de Defensa, James Mattis, habían sugerido que el derrocamiento de Al-Assad ya no era una prioridad para Washington. Habrá que ver si sigue siendo así. Ciertamente es posible que el gobierno de Trump vuelva a adoptar el enfoque de su predecesor, apoyando a los grupos rebeldes y haciendo lo que pueda para debilitar a los que ocupan el poder en Damasco.
Por el momento, sin embargo, parece poco probable. El gobierno de Trump ya dejó en claro que su principal prioridad en Siria aún es derrotar a Estado Islámico, y la posibilidad de ataque sobre la capital de facto del grupo, la ciudad de Raqqa, asoma gradualmente, pero cada vez con más fuerza.
Pero lo que es más importante aún es que Estados Unidos, quiera hacerlo o no, sigue sin tener un modo creíble de derrocar a al-Assad. Washington no tiene ninguna gana de iniciar una intervención con tropas, y Trump no se cansa de repetir que la lección que dejaron Irak y Libia es que remover a los hombres fuertes de la región suele ser una mala idea.
Traducción de Jaime Arrambide
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