Una revuelta con el sistema político sectario en la mira
TÚNEZ.- El Líbano se sumó a la larga lista de países árabes que en la última década han sido capaces de forzar la caída de un mandatario a través de una ola de protestas pacíficas. Ayer, el primer ministro Saad Hariri renunció con la voluntad de apaciguar los ánimos después de dos semanas de desafío en las calles. Sin embargo, aún compartiendo algunas características con los otros países de la región, la situación en ese país es bastante diferente a la de los países sacudidos por la primavera árabe en 2011.
A diferencia del tunecino Zine El Abidine Ben Ali; del egipcio Hosni Mubarak, o del libio Muammar Khadafy, Hariri no es un dictador, sino la cabeza más visible de un sistema político de carácter sectario que ha maniatado la sociedad libanesa desde hace décadas. El país de los cedros cuenta con una prensa relativamente libre y con un pluralismo político que poco tiene que ver con el asfixiante panorama de los países de su entorno. Pero ello no significa que sea una verdadera democracia.
Desde la retirada de las tropas sirias en 2005 -forzada también por una rebelión popular después del asesinato de Rafik Hariri, el padre de Saad- se celebran elecciones de forma regular. El problema es que sus resultados nunca llevan a verdaderos cambios. La clase política tradicional está blindada gracias a una Constitución y a una ley electoral que favorecen a los partidos de base religiosa, controlados por un reducido número de familias. A causa del sistema de cuotas, los resultados electorales pueden hacer variar el número de ministerios que controla cada fuerza, pero la coalición es siempre la misma.
Este alambicado sistema es fruto de la larga historia de conflictos internos en un país con una diversidad única: con menos de cinco millones de habitantes atesora hasta 17 grupos religiosos. Un verdadero mosaico. El último de estos conflictos fue la guerra civil que entre 1975 y 1990 desangró LA NACION levantina, convertida en un macabro tablero de la geopolítica mundial. El tratado de paz que le puso fin se basaba en el refuerzo del sistema de cuotas sectarias diseñado por Francia, la potencia colonial que tuteló el país tras la independencia.
Durante las últimas tres décadas, este sistema permitió calmar las tensiones sectarias que, junto a las ingerencias extranjeras, constituyeron los detonantes de la conflagración bélica. Sin embargo, generó nuevos problemas, algunos de ellos compartidos con el resto de países de la región. Por ejemplo, una corrupción y un clientelismo rampantes. Los partidos sectarios devoraron al Estado, convertido en un simple botín a repartir por cada uno en el seno de su comunidad para ganarse su lealtad. En el Líbano, desde los puestos de trabajo públicos a las becas escolares o los préstamos bancarios son un instrumento de mercadeo de la élite.
Esta corrupción omnipresente provocó que los servicios públicos se hayan ido deteriorando de forma progresiva. A pesar de ser un país de renta media, los libaneses deben soportar cada día varios cortes de electricidad, algo que deben suplir con unos generadores que controla una mafia vinculada a los partidos. Hace tres años, Beirut ya experimentó una ola de protestas bajo el lema "apestan", por la negligencia de los poderes públicos en la gestión de los residuos, y que provocó que pilas de basura se amontonaran en las calles de la capital.
No obstante, la crisis actual también deriva de unos males de alcance mundial, como una globalización de corte neoliberal que va mermando la capacidad del Estado de cumplir sus funciones más básicas. Hay un fino hilo que conecta las protestas en Líbano con lugares como Chile, Irak o España. Para poder responder a sus obligaciones, el Estado se ve obligado a endeudarse primero -en el Líbano, la deuda alcanza el 150% del PBI- y luego a aplicar duras políticas de recorte y ajuste estructural. Fue precisamente una de estas medidas, el aumento de los impuestos a las llamadas telefónicas, la chispa que hizo estallar el malestar social.
Ante la dimensión de estos problemas, no parece que la renuncia de Hariri pueda servir de bálsamo, sino más bien lo contrario. Animará a los manifestantes a proseguir sus protestas para conseguir su objetivo último: la eliminación del sistema político sectario. Sin embargo, la clase política difícilmente lo permitirá, como tampoco sus patrocinadores internacionales. Líbano continua siendo una parte importante del tablero geopolítico regional, y las diversas potencias, desde Arabia Saudita a Irán, cuentan con sus aliados en la plural escena política libanesa.
Ni tan siquiera las cancillerías occidentales están dispuestas a apostar por un cambio radical de consecuencias imprevisibles en el convulsionado panorama de Medio Oriente. Probablemente, los jóvenes libaneses deberán soportar algunos años más su denostado sistema sectario, pero vista la dimensión inédita de las protestas, todo indica que ya se inició la cuenta regresiva hacia su futura disolución.
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