Una potencia dinámica y volátil que confía en su propio camino
WASHINGTON.- ¿Hacia dónde se encamina la potencia emergente más dinámica, coherente y eventualmente volátil del mundo? Los extranjeros, en particular los occidentales, han asumido hace tiempo que el crecimiento de China forzaría tanto su liberalización económica como su reforma política, y que ese proceso haría de China un país más previsible y la convertiría en defensora del statu quo mundial y en "accionista responsable" de la política internacional.
Pero ya es hora de aceptar que China será la mayor economía del mundo mucho antes de convertirse en un país desarrollado. Por más que sea cada vez más relevante para la estabilidad económica global, la pesada mano del Estado seguirá generando problemas a largo plazo en la economía china, y el autoritarismo de su clase política acrecentará el riesgo de inestabilidad interna.
Los occidentales suelen malinterpretar los mensajes que llegan desde Pekín en estos días. Cuando el presidente Xi Jinping habla de la importancia del "sueño chino", no habla de una adhesión al ideal norteamericano de un empleo digno, acceso a la clase media, techo propio y aumento de la calidad de vida. En China, esas cosas son importantes, como en todas partes, pero el sueño del que habla Xi apunta más bien a un revival nacionalista: una reafirmación de los derechos nacionales, una insistencia en el carácter no universal de los ideales occidentales, y una ratificación de que China tiene sus propios valores y sus propios planes para el futuro.
Se trata de un desarrollo dirigido por el Estado, un plan quinquenal con rostro humano.
Cuando Xi habla de la "revolución energética" china, no se refiere al auge de la innovación tecnológica impulsada por los mercados, sino a una reforma de fondo del sector energético del país dirigida por el Estado y pensada para proteger el control monopólico del poder político que ostenta el partido, al distender el enojo de la población por la contaminación del aire y del agua, y reducir la dependencia de los recursos y la tecnología extranjera.
Además, el capitalismo estatal de China está más vivo que nunca, y el gobierno se dedica a reformar las empresas controladas por el Estado, y no a privatizarlas. Las siete empresas públicas más grandes del mundo (según su capitalización bursátil) son chinas. El año pasado, las diez empresas con mayores ingresos de China, y alrededor de 300 de entre las primeras 500, fueron empresas públicas. Ese crecimiento dirigido por el Estado ha hecho crecer la economía china durante muchos años, pero ese impulso para convertirse en un país moderno de clase media obligará algún día a los líderes del país a confiar menos en los mastodontes estatales y más en el ingenio y el potencial innovador de la cada vez mejor formada población del país.
La liberalización política tampoco irá de suyo. Basta con mirar a Hong Kong, donde la mayoría de la gente es significativamente más rica que el ciudadano chino promedio, donde la clase media es pujante y donde el aire es relativamente limpio, pero donde no por eso los ciudadanos han ganado mayores libertades. Los medios locales no son libres. Los ciudadanos no pueden votar en elecciones abiertas y siguen sujetos a un sistema pensado para proteger los intereses del Estado, y no los derechos del individuo. Es el imperio por la ley, y no el imperio de la ley.
Pero hay un aspecto en el que chinos y norteamericanos tienen mucho en común: los líderes de ambos no paran de hablarle a su pueblo del carácter excepcional de su nación respectiva. Y, sin embargo, ese sentido de derecho nacional y de autosatisfacción es especialmente peligroso en un país emergente donde el descontento popular tiene tan pocas vías de escape y donde la furia nacional puede ser fácilmente redirigida hacia conflictos con países vecinos. En especial, las relaciones con Taiwan pueden complicarse mucho en 2015.
Por eso cuando Xi habla del "sueño chino" o de la revolución energética está mucho más cerca de la Rusia de Vladimir Putin que de los Estados Unidos de Barack Obama, la Alemania de Angela Merkel, el Japón de Shinzo Abe, la India de Narendra Modi o el Brasil de Dilma Rousseff.
Por esas razones, ya es hora de que Occidente termine de aceptar que China sólo se liberalizará cuando no tenga más remedio. Tal vez un día la reticencia de los líderes chinos a compartir más el poder con su pueblo, la circulación de ideas y de información en el interior, y las contradicciones de la economía china se terminen combinando para voltear al actual sistema. Pero esos días no asoman en el horizonte. En 2015, la economía China experimentará un fuerte crecimiento, y sus talentosos líderes conservarán el monopolio del poder. Y el destino de China será cada vez más importante para la política internacional y para el conjunto de la economía mundial.
Traducción de Jaime Arrambide