El desafío: una nueva transición
Juan Carlos I solía decir que para un Borbón reinar es un oficio y que los reyes se mueren en el trono. Tan grande era la grieta que se abría bajo sus pies que apeló a ese oficio que lleva en los genes. Para salvar la monarquía estaba obligado a pagar un alto precio: cambiar el futuro que había imaginado para sí mismo.
Pero en la hora amarga de la abdicación hizo algo más. Decidió mostrar el camino traumático que se resiste a tomar una gran mayoría de la clase dirigente española, dominada por sobrevivientes como él de la Transición que llevó del franquismo a la democracia en la segunda mitad de los años 70.
Al entregarle la corona a su hijo Felipe, 30 años menor y dueño de una imagen pública impoluta, Juan Carlos admitió su impotencia para encabezar la refundación de un sistema político en el que se acumulan las señales de deterioro. Demasiados escándalos fueron alejándolo de un pueblo que había llegado a adorarlo.
"Lo que hizo el rey es dar el primer aldabonazo para una renovación profunda en España", señala el analista político José Antonio Zarzalejos, ex director del diario monárquico ABC.
La España que hereda el futuro Felipe VI es un país enfurecido con la clase política, asqueado por la corrupción, amargado por la crisis económica que dejó una epidemia de desempleo y bajo amenaza de implosión por el plan independentista de Cataluña.
La alarma más estridente de la necesidad de un cambio había sonado en las recientes elecciones europeas, ocho días antes del anuncio real. Por primera vez en la historia de la democracia española, la suma de los votos de los dos grandes partidos no alcanzó el 50% de los votos. En forma paralela, crecieron hasta límites impensables formaciones antisistema que militan por la instauración de una república.
Los expertos en opinión pública advierten que si esos resultados se extrapolaran a las elecciones generales de 2015 (incluso ponderando el desapego con el que se suele votar en las contiendas europeas), España se enfrentaría al fantasma de la ingobernabilidad.
El rey dijo ayer que había tomado la decisión de irse en enero, cuando cumplió 76 años. Pero en su reflexión no habrá estado ausente el análisis de aquel escenario futuro. Gestionar la sucesión del trono mientras el PP y el PSOE tienen el 80 por ciento del Parlamento es una opción mucho más tranquilizadora que demorarla a un momento en que los antimonárquicos puedan tener la llave del gobierno.
"Si se hubieran tomado las decisiones que estaba exigiendo el propio desarrollo del sistema, no estaríamos hablando ahora de un agotamiento. No es el modelo de la Transición el que fracasó, sino sus intérpretes", señala el historiador Santos Juliá.
El mazazo electoral y ahora el histórico renunciamiento del rey colocan a los grandes partidos ante el desafío de repensar España.
La reforma constitucional para dar un nuevo encaje a Cataluña dentro del Estado y tal vez reformular el papel de la monarquía aparece como una asignatura urgente que el poder actual empieza a asumir como inevitable.
El rey coqueteó con ponerse al frente de ese proceso. Llegó a sugerirlo en su último mensaje de Navidad, en el que comunicó su "determinación para continuar" en el trono.
Pero era un esfuerzo estéril. El fraude del Instituto Nóos, que manejó su yerno Iñaki Urdangarin, se convirtió en un lastre irremontable para la imagen del rey. Su propia hija Cristina fue imputada en la causa a principios de año y podría terminar enjuiciada en el correr de este año.
Felipe podrá navegar mejor esa crisis, de la que se despegó de manera tajante desde un principio.
Pero hereda el desafío de legitimarse sin el poder efectivo que tuvo su padre al llegar al trono y que le permitió imponer su voluntad tanto para desmantelar el franquismo como para defender la democracia de la amenaza golpista del 23-F.
España fue juancarlista antes que monárquica. Con su impronta moderna, superprofesional, Felipe VI tendrá que ganarse el trono en el que se va a sentar. Le toca reinventar el sentido de la corona, moderar sus excesos, hacerla útil para una generación que nació en democracia y no concibe la necesidad de darle privilegios hereditarios a la familia Borbón.
Al rendirse, Juan Carlos le cede a su hijo la ilusión de ser como él: la cara visible de un Estado que se transforma. Le regala también la sensación que lo acompañó en los años peligrosos de la Transición. El miedo íntimo a que cada día en el trono puede ser el último.
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