Una historia que de tan chiquita será imposible de olvidar
Ésta es apenas una historia chiquita. Una historia que, seguramente, quedará perdida entre los millones de historias que cada uno tendrá para contar de una inmensa noticia que tal vez sea una de las más importantes de la Argentina moderna.
El papa Francisco, una fresca noche de septiembre del año pasado, fue el sacerdote que casó a mi hija María Emilia con Gastón, su esposo.
Cuentan ellos que tres meses antes de la ceremonia pidieron audiencia con el por entonces cardenal Jorge Bergoglio. Gastón, practicante de fe, lo conoce desde hace años.
El casamiento era en La Plata, un sábado por la noche. Días antes del acontecimiento lo llamaron por teléfono para saber a qué hora debían enviarle un auto para trasladarlo hasta la Iglesia y ahí, la primera sorpresa. "¿Auto? No, yo voy en el tren del Roca", dijo Bergoglio.
Emilia y Gastón se sorprendieron. Sábado a la noche, en un tren desde Constitución hasta La Plata y desde la estación de trenes hasta una iglesia bastante alejada del centro, no parecía un buen programa para un cardenal. Pero no hubo caso. Bergoglio fue en tren.
Sólo accedió a que lo pasaran a buscar en auto por la estación. Es que, explicó, tenía miedo de perderse entre las diagonales platenses.
Pedirle a un padre que recuerde las palabras de un sacerdote en el casamiento de su hija es complicado, por más que el padre sea periodista y tenga el oído entrenado. Pero, aunque a veces la emoción domina a la razón, hay detalles que no se escapan. Sobrevive, entre tantas sensaciones, la del tranquilo mensaje de amor destinado a los jóvenes. También en algún rincón de la memoria queda el recuerdo de la sonrisa franca y de los gestos de cariño que acompañaron aquel nacer de una nueva historia de vida compartida.
Al momento de consagrar el matrimonio, Bergoglio invitó a los novios a subir al altar y les pidió que se pararan de frente a los invitados para que, desde allí, asumieran el compromiso, no sólo ante Dios, sino también ante todos los allí presentes.
Luego, y mientras los recién casados caminaban hacia el atrio, nos acercamos a saludarlo. Mi cuñado, Oscar, le pidió a Bergoglio que saliera con nosotros. No quiso. "Emilia y Gastón son las estrellas de la noche. El protagonismo y todos los saludos deben ser para ellos", se excusó amablemente, y se perdió por la puerta de la sacristía.
Un día antes de partir hacia Roma -la semana pasada- los llamó por teléfono. Quería saludar a Gastón por su cumpleaños. Preguntó por María Emilia, pero sobre todo quería saber sobre Catalina, la hija de ambos recién nacida, es decir, mi nieta. "Mañana viajo a Roma y no quería irme sin saludarlos", les dijo. "No sé cuándo vuelvo de Roma. No sé si vuelvo", se despidió.
La de ayer fue una tarde especial en la casa de María Emilia, Gastón y Catalina. Los chicos no terminaban de asumir que los había casado el papa Francisco. Y mi nieta Catalina, que hoy cumple un mes, alguna vez sabrá que ella, en el vientre materno, aquella noche de septiembre, también fue bendecida por el Papa.
Lo que se dijo. Ésta es apenas una historia chiquita. Tan chiquita que difícilmente pueda ser olvidada.
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