Una era del pequeño terror en la que todos somos posibles blancos
NUEVA YORK
La noche de la víspera de Año Nuevo, algunos amigos y familiares de Tel Aviv fueron a un bar a tomar un trago. El día siguiente, un hombre armado baleó el lugar, donde murieron dos personas. Cuando me enteré de la matanza, me horroricé, pero no me produjo ninguna emoción especial la cercanía con la tragedia, apenas 16 horas antes.
En estos días, todos somos potenciales víctimas del terrorismo al azar, vivamos en París, San Bernardino o Boston. Ese tipo de ataques nos ha pasado raspando a muchos de nosotros. En parte, ese carácter azaroso determina que de pronto nos encontremos en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Pero esta seguidilla de raides asesinos al azar es especialmente grave por el modo en que afecta la psicología social y la cultura en la que vivimos: vivimos en la era del pequeño terror.
Muchos de los ataques tienen connotaciones religiosas o políticas. Pero siempre hay también un elemento psicológico. Muchos jóvenes se han separado de sus padres sin haberse desarrollado como individuos plenamente independientes. Y para escapar del horror de su propia insignificancia, unos pocos abrazan algún fanatismo. Cometen actos atroces, confiando en que con eso darán forma, contenido y gloria a sus vidas. Los credos como el radicalismo islámico ofrecen la ilusión de que el asesinato y la aniquilación personal son la expresión más noble del sacrificio.
Estos ataques con motivaciones personales ya son una epidemia mundial: pequeños actos de terror que se combinan para generar un estado de ansiedad generalizado.
El miedo es una emoción que apunta a una amenaza específica, pero el poder corrosivo de la ansiedad emana de su falta de foco. En la era del pequeño terror, esa ansiedad nos hace sentir que los sistemas básicos de autoridad no están funcionando y que quienes están al mando no pueden protegernos.
Cuando reina la ansiedad, la gente tiende a sentir que la vida es más dura, precaria y salvaje de lo que pensaba. No le cuesta nada levantar las viejas paredes tribales y desconfiar de cualquier extraño. La ansiedad nos vuelve a todos un poco menos humanos. País tras país, esa ansiedad tiene en jaque al orden liberal. Y me refiero al liberalismo filosófico de la ilustración, no al liberalismo partidario. Me refiero a la creencia básica en una sociedad abierta, la libertad de expresión, el igualitarismo y el meliorismo, o sea el progreso gradual. Es la creencia en el diálogo racional que cohesiona los valores y hace retroceder el fanatismo. Es creer que las personas de todos los credos merecen tolerancia y respeto.
Esos presupuestos liberales han sido desafiados durante años desde la cima del poder, por los dictadores. Pero ahora son desafiados desde abajo, por antiliberales populistas que apoyan al Frente Nacional en Francia, al UKIP en Gran Bretaña, a Viktor Orban en Hungría, a Vladimir Putin en Rusia, y con sus disfraces, también a Donald Trump en Estados Unidos.
El auge del antiliberalismo representa actualmente la mayor grieta política entre quienes apoyan una sociedad abierta y quienes apoyan una sociedad cerrada. En la década de los 90, la apertura y la caída de las fronteras eran furor, pero ahora hay sectores de la izquierda que adhieren a las políticas de cerrojo comercial y hay sectores de la derecha que adhieren al cerrojo cultural e inmigratorio.
El antiliberalismo ha sido mucho más notorio en la derecha. Los conservadores liberales en sentido clásico van de salida: los votantes piden caudillos que cierren las fronteras y atrofien el tejido demográfico y social. No se sabe aún si este año el Partido Republicano tendrá menos votos de los evangélicos, pero el tenor del debate ha sido ciertamente menos cristiano: menos caritativo y hospitalario para con el extranjero.
El contraataque intelectual depende de todos los que creemos en una sociedad abierta, pero ya no alcanza con las perogrulladas de la década de los 90 sobre el libre albedrío y la armonía natural entre los pueblos. No se derrota el fanatismo moral con relativismo moral lavado.
Sólo se lo derrota comprometiéndose con el pluralismo. La gente sólo se siente plena cuando toma compromisos morales profundos. El peligro llega cuando se comprometen fanática y monopólicamente con una sola y misma cosa.
El verdadero pluralista puede comprometerse con una filosofía o una fe, pero también con una etnia, con su ciudad, con su trabajo, y con otros diversos intereses y fascinantes culturas del mundo. Todos esos compromisos funcionan como contrapesos, se moderan y equilibran. Una vida vivida en mundos variados y con gente diversa da forma a un humano de existencia multifacética. La rigidez de los sistemas de creencias únicos choca con la realidad caótica de las relaciones de trabajo y de cualquier reunión de consorcio.
La ansiedad del pequeño terror también genera feos hábitos mentales. La resiliencia mental pasa a ser tan importante como la resiliencia física, fundamental para reformular los argumentos a favor de una sociedad abierta, de la apertura cultural, y de un compromiso básico con el pluralismo moral. Pero la apertura vale la pena, vale el horror ocasional que provocan los fanáticos.
Persecución a periodistas
- El opositor Partido Republicano del Pueblo denunció ayer que 32 periodistas están en prisión en Turquía y 156 fueron detenidos en 2015. El gremio de prensa, además, dijo ayer que Turquía está en el peor momento de su historia respecto de la libertad de prensa y que los periodistas críticos son perseguidos personalmente por el presidente, el islamista Recep Tayyip Erdogan.
- En este contexto, y tras el atentado de ayer (ver aparte), el gobierno turco impuso un bloqueo informativo para limitar la difusión de informaciones referentes a la explosión en Estambul. Sensibles a la divulgación del baño de sangre en plena zona turística, las autoridades se ampararon en la ley que permite adoptar una medida de este tipo en virtud de la "seguridad nacional".
Traducción de Jaime Arrambide
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