Una crisis que demanda cautela de Mauricio Macri y Alberto Fernández
En el ojo del huracán político, social e institucional en el que están, los bolivianos no necesitan que los políticos argentinos se peleen por Bolivia.
La Argentina tampoco necesita a sus dirigentes enfrascados en disputas dialécticas. Los argentinos acaban de convertirse en una buena excepción latinoamericana.
Es evidente que había una mayoría social argentina (o una primera minoría, para decirlo con más precisión) descontenta con la situación económica, pero la insatisfacción se canalizó pacíficamente en elecciones que el Gobierno perdió y que nadie cuestionó. Hay también una segunda minoría (con solo ocho puntos de diferencia respecto de la primera) que prefirió ponderar otros valores, como los de la tolerancia política, la división de poderes y la apertura al mundo. Durante la campaña electoral, sobre todo en el último mes antes de las elecciones, hubo masivas concentraciones de macristas y albertistas en muchas provincias. No pasó nada. Existen aquí problemas sociales reales, que vienen desde la crisis de 2001, y ese conflicto promueve protestas de los movimientos sociales, que no pasan de cortar las calles. La agitación de estos movimientos no tiene ninguna relación con la indescriptible violencia social que se vivió -y se vive- en Chile, Ecuador y Bolivia.
La preservación de ese clima necesita, sí, que los dirigentes argentinos se muestren pacíficos, dispuestos a encontrar coincidencias más allá de las diferencias que perduran. La cultura social se construye desde el poder. Las elecciones ya pasaron. Hay un presidente electo que asumirá dentro de menos de un mes. Y hay un presidente en funciones que debe terminar su mandato correctamente el 10 de diciembre para conservar esa buena excepcionalidad argentina.
La discordia entre políticos argentinos sobre Bolivia se dio en la calificación de lo que pasó el fin de semana. ¿Fue un golpe de Estado lo que tumbó a Evo Morales del poder? ¿O no lo fue? Algo de razón tienen los que sostienen una y otra teoría. Morales debió renunciar después de que la policía y las Fuerzas Armadas se negaran a obedecer las órdenes del presidente y luego, también, de que el más alto jefe militar le pidiera la dimisión en una formal declaración pública. Esa insubordinación sucedió cuando un estallido social provocaba desmanes de una dimensión gravísima. Morales no tenía atajos: debía renunciar. Podría decirse que fue técnicamente un golpe de Estado, aunque no tuvo la escenografía propia de los viejos golpes latinoamericanos. No había tanques ni fusiles ni uniformados en las calles. Tampoco un general se hizo cargo del gobierno. Hay funcionarios macristas que aceptaron que hubo en Bolivia una "intolerable intromisión de los militares en la vida democrática". Es casi la definición de un golpe. Lo que lo diferencia de un golpe en serio es que los militares dejaron que las instituciones democráticas busquen la solución del vacío de poder que existe en Bolivia. Es lo que está ocurriendo en estas horas. No es una diferencia menor. Al contrario, la permanencia de los militares en el poder era el motivo de los golpes de Estado.
El origen
La democracia es una forma de vida que se cultiva todos los días. Un sistema en el que el respeto a las formas es tan importante como el respeto a sus leyes e instituciones. Evo Morales cambió la Constitución en 2009 y le incorporó una cláusula que señala que presidente solo tiene la posibilidad de dos mandatos consecutivos. El mandato que Morales hubiera concluido el próximo 20 de enero era su segundo mandato después de la reforma de la Constitución. Si hubiese acatado su propia Constitución, él no habría sido candidato en las elecciones recientes. Pero en 2016 convocó a un referéndum para que se lo habilitara a un tercer mandato, ya virtualmente con un sistema de reelección indefinida. Lo perdió por el 51,3 por ciento que votó en contra de esa iniciativa. Un año después, en 2017, su partido (Movimiento al Socialismo) insistió en el tema y presentó un recurso abstracto -Evo Morales no era candidato todavía- ante el Tribunal Constitucional en el que pedía que se permitiera la segunda reelección por los tratados internacionales de derechos humanos. El Tribunal, cercano a Morales, sentenció que esos tratados garantizan el derecho a ser elegido y que están por encima de la Constitución boliviana. Evo Morales consiguió en el Tribunal Constitucional lo que los bolivianos le habían negado. Con esa falta de legitimidad, y con el desgaste propio de 14 años en el gobierno, llegó a las elecciones de hace 20 días.
Según el sistema electoral boliviano, Evo Morales debía sacar más de 10 puntos de ventaja sobre el segundo (en este caso, el historiador y periodista Carlos Mesa, también expresidente de Bolivia). La noche de las elecciones, el 20 de octubre pasado, sucedió un apagón informativo cuando Evo Morales tenía menos del 10 por ciento de diferencia. El apagón terminó 24 horas después, con una ventaja de Morales del 10,57 por ciento. Es decir, solo el 0,57 por ciento lo salvó de la segunda vuelta.
Puede suceder en cualquier elección, pero aquel apagón informativo sembró la desconfianza y descerrajó una ola de protestas y movilizaciones con una dosis desconocida de violencia. El apagón informativo no estaba previsto, como Evo Morales les contó luego a muchos interlocutores (algunos argentinos).
La OEA envió entonces, con el beneplácito de Morales, una misión técnica para investigar las elecciones. El informe de la OEA fue demoledor, porque concluyó que no podía garantizar que Morales hubiera ganado en primera vuelta; recomendó la realización de nuevas elecciones. Morales convocó esos nuevos comicios. Ya fue tarde. La gente que estaba en la calle no volvió a su casa. La policía informó luego que no reprimiría al pueblo boliviano. El drama político tuvo su epílogo cuando el jefe de las Fuerzas Armadas le pidió públicamente la renuncia a Morales. El ahora expresidente boliviano le había sacado poder a la policía y se lo había dado a los militares.
En la Argentina, entre tanto, el presidente electo, Alberto Fernández, tomaba abiertamente partido por Morales, a quien suele frecuentar. Llegó a criticar duramente a la OEA, cuyo secretario general, el uruguayo Luis Almagro, es un viejo conocido de Alberto Fernández. Los acercó el actual embajador de Uruguay en España, Francisco Bustillo, que también fue embajador en Buenos Aires. Bustillo, que fue jefe de gabinete de Almagro cuando este era canciller uruguayo, es un buen amigo de Alberto Fernández. Ni la amistad con Bustillo ni el conocimiento de Almagro moderaron sus expresiones. Alguien debería decirle a Alberto que su condición de presidente electo le impide inmiscuirse en las cuestiones internas de otros países. Alberto hasta reconoció el triunfo electoral de Morales poco antes de que este anulara las elecciones y convocara a unas nuevas.
El caso Lula
Ya le sucedió algo parecido con Brasil, donde Alberto Fernández criticó insistentemente la prisión preventiva del expresidente Lula. Cuestionó de esa manera el principio de la división de poderes en Brasil y la clave de bóveda de sus instituciones. Es cierto que Lula había sido encarcelado por el entonces juez Sergio Moro, que luego aceptó el cargo de ministro de Justicia de Bolsonaro. La doble función de Moro, que puso entre rejas al único político que podría haberle ganado a Bolsonaro y la decisión posterior de aceptar ser ministro de este, le quitó legitimidad a la prisión de Lula. El asunto fue corregido por el Superior Tribunal Federal de Brasil, la más alta instancia judicial de ese país, que ordenó el viernes pasado la libertad de Lula hasta que haya sentencia en las causas en las que está imputado.
La arbitrariedad de la Justicia brasileña, si es que la hubo, la solucionó la Justicia brasileña. Pero la excitación diplomática de Alberto Fernández terminó por enfrentarlo duramente con Bolsonaro, presidente del país que es el mayor comprador de productos industriales argentinos (sobre todo, los de la industria automotriz). El compadreo con Rafael Correa también lo aleja del actual gobierno ecuatoriano. ¿Dónde está el político que dijo que respetaría al mundo tal como es, que prometió que no se dejaría llevar por ningún "club ideológico" y que tendría buena relación con los gobiernos de todos los países sin importarle sus ideas, porque habían sido elegidos por sus sociedades?
El problema no es solo internacional. También le quiere imponer sus ideas al presidente en funciones, Mauricio Macri, cuando los dos saben que no piensan lo mismo. Si bien se mira América Latina, hay que concluir que es preferible la cautela. La sublevación y las llamas están demasiado cerca. Macri se irá en pocas semanas. Los próximos cuatro años serán de Alberto Fernández. La pacífica excepcionalidad argentina es mejor que reinstalar la crispación, el mal humor y la discordia.
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