Una contagiosa furia de la que nadie está a salvo
WASHINGTON.- Hoy comenzamos con un test. Seleccione el país de donde proviene la siguiente noticia: "En las últimas semanas, calles y plazas han sido tomadas por miles de personas que protestan contra el gobierno y por la situación del país. En algunos lugares, las manifestaciones se han tornado violentas".
Las opciones son: Azerbaiyán, Chile, China, España, Filipinas, Grecia, Indonesia, Israel, Portugal, Gran Bretaña, Rusia, Tailandia.
La respuesta es fácil: en todos. Y la lista podría, por supuesto, incluir Bahrein, Egipto, Jordania, Marruecos, Libia, Siria, Túnez y Yemen.
Este año comenzó con la primavera árabe y siguió con el verano furioso. La furia callejera se ha vuelto contagiosa y la indignación popular se ha globalizado. Es imposible diferenciar una foto de jóvenes enfrentando a la policía en Santiago de Chile de otra con la misma imagen en Londres. O una que muestra a los "indignados" acampados en la Puerta del Sol en Madrid de otra con las tiendas de campaña de los miles de manifestantes en las calles de Tel Aviv.
Es tentador buscar una explicación única para todas estas protestas. Si bien es cierto que la mala situación económica, la desigualdad y la falta de oportunidades para los jóvenes están presentes en muchas de ellas, más cierto aún es que cada una de estas movilizaciones está impulsada por fuerzas muy propias.
Los estudiantes chilenos salen a la calle porque quieren mejor educación, los ingleses porque quieren robar un televisor. Los israelíes protestan por el alto costo de la vida y la falta de vivienda y los indignados españoles porque... No sé bien por qué. Por todo.
En Gran Bretaña el debate público sobre las causas de los saqueos es particularmente revelador.
Cada uno tiene una explicación distinta: familias débiles y rotas, ineptitud policial, inmigración, multiculturalismo, discriminación racial, las políticas sociales, los recortes presupuestarios, la desigualdad económica, la tolerancia frente a conductas antisociales, los defectos del sistema educativo, la sobredosis de BlackBerrys y redes sociales y muchas más.
Lo que esta variedad de explicaciones significa es que, en realidad, nadie entiende el origen de esta súbita explosión de violencia callejera. Decir que revela un profundo malestar social o, como señaló el primer ministro británico, David Cameron, que hay segmentos de la sociedad que están muy enfermos, es equivalente a diagnosticar a un paciente diciendo que tiene un virus indeterminado. Este diagnóstico puede ser cierto, pero ayuda muy poco a encontrar la cura.
Por otro lado, aunque no sabemos qué pasó la semana en Gran Bretaña, sí contamos con un análisis riguroso y reciente de la inestabilidad social que hubo en Europa entre 1919 y 2009. Jacopo Ponticelli y Hans-Joachim Voth, de la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona, acaban de publicar un fascinante ensayo en el cual, tras analizar rigurosamente una enorme base de datos para 26 países europeos, determinan que en estos 90 años "los recortes en el gasto público aumentaron significativamente la frecuencia de disturbios, marchas anti gobierno, huelgas generales, asesinatos políticos e intentos de derrocar el orden establecido". Esto no es una sorpresa, pero está bien que alguien lo haya comprobado científicamente.
La gran pregunta, sobre la que tampoco tenemos respuestas concluyentes, es si las acciones en la calle logran cambiar las cosas. Por ahora, la única afirmación, tan segura como inútil, es que en algunos casos sí y en otros no. La toma de la plaza Tahrir produjo cambios cataclísmicos en Egipto. En Tiananmen, no. ¿En la Puerta del Sol? Tampoco, por ahora. No se sabe qué hace que las protestas callejeras se transformen en fuente de cambio político o solo sirvan de ejercicio catártico sin más consecuencias en la práctica.
Este es un terreno intelectualmente resbaladizo. Por ejemplo, Ponticelli y Voth, basándose en los mejores análisis disponibles, afirman que, a diferencia de lo que cabría suponer, "los gobiernos que imponen recortes presupuestarios no son significativamente castigados en las elecciones por los votantes, pero tampoco hay evidencia de que la expansión del gasto resulte en ganancias electorales". Si esto es así, se preguntan los profesores, ¿por qué los gobiernos posponen tanto como pueden las medidas de austeridad y cuando las ponen en práctica lo hacen a medias?
Según ellos, es porque los políticos ya saben lo que las investigaciones académicas confirman: hay pocas decisiones gubernamentales que saquen a la gente a protestar a la calle más rápidamente que los tijeretazos fiscales.
Así, en vista de que en muchos países los recortes al gasto público se han hecho inevitables, ya sabemos qué debemos esperar. La furia callejera de este verano se va a prolongar. Son afortunados -y pocos- los países que la podrán evitar.
EL PAIS, SL
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