Una calamidad que aceleraría la fuerza centrífuga en la UE
La salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE) es una calamidad. Pronosticar el impacto es azaroso aunque podemos tener una idea de lo menos malo y de lo peor que puede pasar.
El impacto más benigno se limitaría a un prolongado y fuerte estremecimiento político dentro de Gran Bretaña con sus serias consecuencias en la economía. La probable independencia de Escocia y la reactivación de las tensiones en Irlanda del Norte serían los impactos más visibles. Si Gran Bretaña se deslizara por esa pendiente entraríamos a un escenario difícil de imaginar, pero que en todo caso estaría muy lejos de lo que ha sido hasta hoy ese país.
Nada indica que el Partido de la Independencia y su ocurrente líder, Nigel Farage, tengan alguna idea de cómo enfrentar estas amenazas. El señor Farage, eurodiputado, es el mayor impulsor de este futuro inquietante. No está sólo en la tarea. David Cameron agregó su incomprensible cuota de irresponsabilidad al viabilizar este referéndum. Este es el panorama más benigno.
En el otro extremo, lo peor. La crisis política dejaría de ser británica y se convertiría en europea. Esto significa que la salida británica equivaldría a sacar una pieza sobre la que se sostiene en gran parte la UE. Hay razones para pensar que lo peor no es imposible.
Los países de la UE viven, por lo menos, una doble crisis. Por un lado la económica y social se expresa en varios países por un muy bajo crecimiento, alto desempleo y ajustes dolorosos. Por el otro, una desconfianza creciente -que ya se convierte en repudio- al sistema burocrático que dirige la UE. Tanto la Comisión Europea como el Banco Central Europeo son instituciones poderosas que hacen y deshacen la vida de los ciudadanos de la región, sin que ninguno de ellos haya sido electo ni esté sometido a controles mínimamente aceptables. Una oligarquía de tecno-burócratas, que en el confort de sus sueldos obscenos, decide la vida de cientos de millones de personas.
Esto produce el natural rechazo y furia de los ciudadanos, pero también hace crecer el temible espectro del extremismo de ultraderecha. En Francia, por ejemplo, el primer partido en votos es el Frente Nacional, cuya líder Marine Le Pen reclama una consulta en Francia. En este contexto, parece lógico que los holandeses ya estén manejando la hipótesis de un referéndum.
Este futuro no es fantasioso. La salida británica cae en el peor momento de Europa y sus posibilidades de propagación son ciertas. En todo caso, sería un error imaginar que los efectos serán esencialmente económicos. La economía se alterará al ritmo de los estremecimientos políticos y no la inversa.
Finalmente, las consecuencias en el resto del mundo. Europa no compite con Estados Unidos en la preeminencia internacional. Pero su ausencia desequilibraría el complejo sistema de balances global. En este mundo existe Putin y la reconstrucción del imperio ruso; China y sus ambiciones hegemónicas; el fundamentalismo islámico, y las crisis migratorias.
Con la posibilidad de la desesperanza que crean extremismos y absurdos, conviven motivos que renuevan la posibilidad de lucha. Uno viene de la historia: desde el inicio de su proceso de integración, Europa vive el período más prolongado de paz de los últimos cinco siglos; el otro del presente, los votantes entre 18 y 49 años. El 60% eligió la permanencia. No creo en el fatalismo del optimismo, pero estos son dos buenos motivos para no dejar de soñar en Europa.
El autor es ex canciller argentino
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