Un triunfo de la razón política más que de la santidad
BOLONIA.- La Iglesia Católica es una y universal, y es una gran familia abierta y plural, piadosa y tierna. Es un cuerpo, un organismo sagrado al que la fe permite reconducir la heterogeneidad y el conflicto hacia la unidad y la armonía.
Éste, se supone, es el mensaje que se podría extraer de la canonización conjunta de Juan XXIII y de Juan Pablo II . Al menos, se supone que ése sería el mensaje que la Iglesia quiso dar a sus fieles y al mundo. Al ver las imágenes de los peregrinos mezclados en la Plaza San Pedro, ¿quién se animaría a dudar de que fue un éxito? ¿O que la Iglesia ha renovado su misterio de unidad por encima de las divisiones entre los hombres y los mismos fieles? ¿O que el Papa es cabeza de ese cuerpo místico y el genio político que, iluminado por el Espíritu Santo, concibió la feliz superación de antiguas fracturas eclesiales?
También es lícito formular otras preguntas. La primera y fundamental: ¿la Iglesia confirmó ser maestra de síntesis entre las diferencias en su seno? ¿O, lejos de ser una síntesis, la de ayer fue el fruto de una componenda muy terrenal? ¿Qué se celebraba al final? ¿La santidad en sí misma o la síntesis política entre dos santidades diferentes? ¿La unanimidad en la fe o la pluralidad de la fe? Es razonable pensar que muchos fieles rezaron por los dos papas, pero también que muchos otros lo hicieron por uno solamente; que algunos celebraron la santidad del papa bueno del Concilio, y otros, la del papa polaco que, según el mito, derrotó al comunismo y arregló los platos rotos por el mismo Concilio.
Dentro de la universalidad de la Iglesia caben identidades diferentes y bien incrustadas en la historia. La Iglesia de Roncalli y la de Wojtyla combatieron duras batallas entre sí en el pasado y las siguen combatiendo: a golpes de citas, de testimonios, de símbolos, de recuerdos y de canonizaciones: es sano no olvidarlo ni ocultarlo. Dentro de las familias, por otra parte, tal como la Iglesia se presentó ayer al mundo, suelen darse los amores más desinteresados y los rencores más duraderos.
Por esto, creo que en esta doble canonización algo no cuadra. Y que a medida que pasen los días y las semanas, los años y los pontífices, se verá mejor. Porque en realidad, si fue un triunfo, creo que lo fue de la política de las santificaciones más que de la santidad. Y usar los santos para combatir luchas políticas o teológicas, como métodos subliminales para escribir la historia a la medida de unos u de otros, no les hace bien ni a la política ni a la historia ni al espíritu.
Tenía razón el cardenal Martini al expresar serias dudas sobre la conveniencia de hacer santos a los pontífices; más aún a aquellos que están todavía tan cercanos en el tiempo y en la memoria, tan presentes entre los fieles.
A fin de cuentas, todo empezó con una típica petición populista, realizada sobre el ataúd mismo de Juan Pablo II al grito de los fieles: santo subito, santo ya. En ese momento, el pueblo wojtyliano se transformó, en virtud de su visibilidad, organización y motivación, en todo el Pueblo de Dios. Era en realidad un pueblo respetable, pero parcial, que en cierto momento se ha vuelto todo el pueblo. Fue esa presión populista la que le impuso a Benedicto XVI la modificación de la antigua y saludable costumbre de dejar pasar un tiempo prudencial antes de comenzar los procesos de canonización. Si es el pueblo el que quiere ese cambio, no queda sino escucharlo y cambiar las reglas; por antiguas y sabias que sean. Se eliminaron así en ese caso los límites temporales fijados para los procesos de canonización. Desde entonces todo caminó a ritmos endiablados. ¿Cómo no imaginar que sería el primer anillo de una cadena que nunca se sabrá cómo y cuándo terminará?
Como en todos lados, en la Iglesia no hay un pueblo, sino muchos pueblos, además del wojtyliano. Primero de todos, el pueblo conciliar, el "progresista" que siempre tuvo su ícono en Juan XXIII. ¿Podía ser marginado? ¿Más aún, considerando que el proceso de canonización del papa bueno viene de más lejos y siguió las reglas establecidas? La razón de Estado, la razón política, o la razón de la fe política llevaron a Francisco a despejar el camino para darle satisfacción a ese otro pueblo: a Juan XXIII le faltaba demostrar un milagro, pero el Papa no quiso dejarse atar las manos por nimiedades: era más importante equilibrar al santo Wojtyla y unir todas las huestes de la complicada familia católica. ¿Cómo no entender eso?
¿Quién duda de la santidad de ambos papas? Pero una pregunta surge de manera espontánea: ¿y los otros? ¿Qué va a pasar con los otros? ¿Hay o habrá papas no santos? ¿Son o serán papas menores? Ya se habla de la próxima beatificación de Pablo VI. Con razón. Si hay alguien a quien le tocó la pesada carga de sufrir la fase más tremenda de la crisis posconciliar, la parte menos heroica y la más dolorosa, ése fue Montini, sobre el cual se han descargado ironías de todo tipo. "Es un hombrecito que le tiene miedo a su propia sombra, de cuya fe es legítimo dudar", escribió de él un obispo argentino que amaba prender los fuegos que el papa debía después apagar. Pero, claro, Montini no tenía nada de populista y nadie iba a movilizar plazas al grito de santo subito. Y después de Pablo VI, ¿quién vendrá? La palabra, al pueblo. Pero ¿qué pueblo?.
El autor es historiador de la Universidad de Bolonia
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