Un presidente que no es un verdadero norteamericano
NUEVA YORK.- ¿Recuerdan cuando Sarah Palin, allá por 2008, solía hablar del "verdadero Estados Unidos"? Palin se refería a los habitantes de zonas rurales y ciudades pequeñas -habitantes blancos, de más está decirlo-, supuesta encarnación de la verdadera esencia de nuestro país.
Fue condenada duramente por esos comentarios, y con justicia. Pero no solamente porque el verdadero, verdadero Estados Unidos es un país multirracial y multicultural conformado por pequeñas ciudades y por grandes áreas metropolitanas, sino porque esencialmente lo que hace que Estados Unidos sea Estados Unidos es que la nación se construyó en torno a una idea: la noción de que todos los hombres son creados iguales y con los mismos derechos humanos fundamentales. Sin esa idea, no somos más que una gigantesca autocracia barata.
De hecho, tal vez ya lo seamos, pues al negarse en un principio a condenar a los asesinos supremacistas blancos, Donald Trump finalmente confirmó lo que era cada vez más obvio: que el actual presidente de Estados Unidos no es un verdadero norteamericano.
Los verdaderos norteamericanos entienden que su nación se construyó en torno a valores, y no con los cánticos de "sangre y suelo" de los manifestantes. Lo que nos convierte en norteamericanos es nuestro intento de vivir de acuerdo con esos valores, no el lugar o la raza de origen de nuestros ancestros. Y cuando no logramos estar a la altura de nuestros ideales, como suele pasarnos, al menos nos damos cuenta y reconocemos nuestro fracaso.
Pero al hombre que empezó su ascenso político poniendo falsamente en duda la nacionalidad de Barack Obama no le importan nada ni la apertura ni la inclusión que siempre han sido parte esencial de lo que somos como nación.
Los verdaderos norteamericanos saben que su país nació de una rebelión contra la tiranía. Ellos sienten una aversión instintiva por los tiranos de donde sean y simpatía interna por los regímenes democráticos. Pero el actual ocupante de la Casa Blanca no ha ocultado su preferencia por la compañía de líderes autoritarios, y no sólo Vladimir Putin.
Los verdaderos norteamericanos esperan que los funcionarios públicos sean humildes ante la responsabilidad que conlleva su cargo. Se espera que no sean fanfarrones jactanciosos que se la pasan mandándose la parte por cosas que no hicieron -como Trump alardeando de la creación de empleo cuando en realidad sigue creciendo más o menos al mismo ritmo que durante el gobierno de su predecesor- o que nunca ocurrieron.
Los verdaderos norteamericanos entienden que ser una figura pública poderosa implica enfrentar críticas. Es parte del trabajo, y se supone que uno sabrá tolerar las críticas aunque sienta que son injustas. Los autócratas extranjeros pueden enfurecerse por algún informe periodístico adverso, amenazar con perjudicar financieramente a las publicaciones que les desagradan o amenazar con encarcelar a periodistas. Pero se supone que un presidente de Estados Unidos habla de otra manera.
Finalmente, los verdaderos norteamericanos que logran acceder a un alto cargo de gobierno se saben servidores públicos, que deben usar su puesto en función del bien común. En la práctica, y por la naturaleza misma de la condición humana, muchos funcionarios de hecho se han enriquecido con la función pública. Pero siempre hemos sabido que eso está mal y que sobre todo los presidentes deben estar por encima de esas cosas. Ahora tenemos un líder que saca ventaja abiertamente de su cargo para enriquecerse, y de maneras que en la práctica equivalen al tráfico de influencias, con delincuentes domésticos y gobiernos extranjeros por igual.
En pocas palabras, actualmente tenemos un presidente que es real, verdadera y profundamente no-estadounidense, alguien que no comparte los valores e ideales que han hecho tan especial a este país.
De hecho, Trump es tan profundamente ajeno al ideal norteamericano que ni siquiera logra fingir. Todos sabemos que Trump se siente a gusto con los supremacistas, pero lo más sorprendente es que le cueste tanto darles un tirón de orejas. Todos sabemos que Putin es de la calaña de Trump, pero es notable que Trump ni siquiera finja estar indignado por la intromisión de Putin en las elecciones presidenciales del año pasado.
A todo esto, no tengo ni la menor idea de lo que descubrirá Robert Mueller sobre la potencial connivencia entre Rusia y la campaña de Trump. Sin embargo, cualquiera sea el papel que haya cumplido o tal vez siga cumpliendo esa influencia extranjera, lo que sí sabemos es que una fuerza antinorteamericana cabal, contraria a todo lo que representamos y decidida a socavar todo lo que hace realmente grande a este país ha tomado el poder en Washington. Y esa fuerza se llama gobierno de Donald Trump.
Traducción de Jaime Arrambide
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