¿Un preludio o un gran final? Cinco verdades crudas sobre la guerra en Ucrania
Tras casi cuatro meses de invasión rusa, cómo están en el escenario bélico las posiciones de Moscú, Kiev, Washington, Pekín... y el mundo
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NUEVA YORK.- La situación actual de la guerra en Ucrania puede resumirse en cinco frases.
Los rusos se están quedando sin armas guiadas de precisión. Los ucranianos se están quedando sin municiones de la era soviética. El mundo se está quedando sin paciencia con esta guerra. El gobierno de Joe Biden se está quedando sin ideas para pelearla. Y los chinos miran…
Los faltantes en el arsenal de Moscú son evidentes en el campo de batalla desde hace semanas y provocan alivio a largo plazo, pero horror en lo inmediato. Alivio, porque la maquinaria bélica de Rusia, en cuya modernización Vladimir Putin invirtió generosamente, quedó expuesta como una fuerza de cartón pintado que no sería un rival serio para la OTAN en un conflicto convencional.
Horror, porque un ejército que no puede librar una guerra de alta tecnología y con daños colaterales relativamente bajos, apuntará a una guerra de tecnología de base, con elevadísimos costos humanos y materiales. Según sus propias estimaciones, Ucrania está sufriendo unas 20.000 bajas por mes. En comparación, Estados Unidos sufrió unas 36.000 bajas durante los siete años de la guerra de Irak. A pesar de toda su valentía y determinación, las fuerzas de Kiev pueden demorar, pero no derrotar, a ese vecino tres veces más grande en una guerra de desgaste.
Y eso implica que Ucrania tiene que esforzarse doblemente para frenar al Ejército ruso: tiene que quebrar su columna vertebral lo antes posible.
Pero es imposible que ocurra en una guerra donde Rusia puede disparar 60.000 descargas de artillería por día, frente a apenas 5000 de los ucranianos. Y en estas cosas, la cantidad es una cualidad en sí misma. El gobierno de Biden está abasteciendo a Ucrania con obuses avanzados, lanzacohetes y municiones, pero demoran en llegar al campo de batalla.
Es momento de que Biden le repita a su equipo de seguridad nacional lo que dijo Richard Nixon cuando Israel estaba sufriendo devastadoras pérdidas en la Guerra de Yom Kipur: después de preguntar qué armas estaba pidiendo Jerusalén, el 37° presidente de los Estados Unidos le ordenó a su equipo de defensa que lo duplicaran, y agregó: “¡Y ahora salgan de acá y háganlo!”
A esa urgencia de lograr pronto una victoria -o al menos de hacer retroceder significativamente a las fuerzas rusas para que sea que Moscú, y no Kiev, el que busque un acuerdo de paz- se suma el hecho de que el paso del tiempo no juega a favor de Occidente.
Tal vez a largo plazo las sanciones impuestas a Rusia dañen su capacidad de crecimiento, pero en el corto plazo apenas logran mellar su capacidad de destrucción. Además, esas mismas sanciones también le cuestan caras al resto del mundo, y el precio que el mundo está dispuesto a pagar por solidaridad con Ucrania tiene un límite. Las sociedades democráticas tienen la mecha corta ante las crisis y no tolerarían durante mucho tiempo la escasez de alimentos, energía y fertilizantes, sumado a las disrupciones en la cadena de suministros y la creciente inflación.
Mientras tanto, Putin no parece estar pagando un alto precio: tiene más ingresos por el aumento del precio de sus exportaciones de energía, y conserva altísimos niveles de apoyo popular interno a esta guerra, gracias a una combinación de nacionalismo, propaganda y miedo. Sentarse a esperar que se lo lleve la enfermedad que lo aqueja -ya sea Parkinson, leucemia o simplemente su complejo de Napoleón- no es una estrategia.
¿Qué más puede hacer el gobierno de Biden? Necesita tomar dos riesgos calculados, basados en un cambio conceptual.
El primero de los riesgos calculados es lo que ha propuesto el almirante retirado James Stavridis: Estados Unidos debe estar dispuesto a desafiar el bloqueo marítimo ruso de Odessa, escoltando a los buques de carga que entran y salen de ese puerto.
Eso implica que previamente Turquía debe permitir que los buques de guerra de la OTAN transiten por los estrechos del Bósforo y los Dardanelos hacia el Mar Negro, que tal vez obligue a hacerle algunas incómodas concesiones diplomáticas a Ankara. Pero el mayor riesgo es que se produzcan “encuentros cercanos” entre los barcos escolta de la OTAN y los buques de guerra rusos. Sin embargo, Rusia no tiene ningún derecho legal para bloquear el último puerto importante de Ucrania, ningún derecho moral para impedir que los productos agrícolas ucranianos lleguen a los mercados mundiales, y tampoco poderío marítimo para enfrentarse a la Marina norteamericana.
El segundo riesgo calculado es que Estados Unidos debería incautar los 300.000 millones de dólares en activos que tiene depositados en el extranjero el Banco Central ruso, y con eso financiar las actuales necesidades militares de Ucrania y su posterior reconstrucción.
Propuse por primera vez esta alternativa a principios de abril, y varios días después Laurence Tribe y Jeremy Lewin, de la Universidad de Harvard, sostuvieron lo mismo con convincentes argumentos legales en un ensayo publicado en The New York Times. El gobierno de Biden teme violar la legislación norteamericana y sentar un mal precedente financiero, ambos muy buenos argumentos si las circunstancias fueran menos graves. Ahora lo que hace falta es que Rusia sufra ya mismo ese shock financiero que las otras sanciones no lograron provocar.
Lo que nos lleva al cambio conceptual: la guerra en Ucrania tendrá mayor impacto en Asia que en Europa. Tal vez a la Casa Blanca la tranquilice desangrar al ejército ruso al punto de que no pueda invadir a nadie más en los inmediato. Es cierto hasta que deja de serlo.
Pero si la guerra termina con Putin cómodamente en el poder y Rusia en posesión de una quinta parte de Ucrania, entonces Pekín, el observador mudo de toda esta historia, llegará a la conclusión de que la agresión rinde. Y entonces la lucha por Taiwán llegará mucho antes de lo que pensamos, con abrumadores costos económicos y humanos.
En pocas palabras, la guerra en Ucrania puede ser un preludio o un gran final. Y para asegurarse de que el resultado sea este último, Biden tiene que hacer mucho más de lo que ha hecho hasta el momento.
Bret Stephens
The New York Times
Traducción de Jaime Arrambide
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